miércoles, 1 de febrero de 2017

GUILLERMO SAMPERIO Y EL SUEÑO DEL CUENTISTA, Gustavo Ogarrio (La Jornada Semanal)

Guillermo Samperio y el sueño del cuentista

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Todavía no sabe si prefería al cuentista de fino bigote que con su voz de modulada seducción leía en la Librería de La Avenida en Morelia, Michoacán, una lejana noche de verano sin aguacero de 1998: “Esta era una mujer, una mujer verde, verde de pies a cabeza. No siempre fue verde. Pero algún día comenzó a serlo. No se crea que siempre fue verde por fuera, pero algún día comenzó a serlo, hasta que algún día fue verde por dentro y verde también por fuera. Tremenda calamidad para una mujer que en un tiempo lejano no fue verde.” O si las inclinaciones coloríficas de la Señorita Green y su “hombre violeta”, con su encantador dragón violeta, eran menos poéticas que “el tacto tomando la palabra”: “Los ojos giran, rebotando de una mesa al cuadrito del niño con borrego, para ser expulsados hacia otro hueco en la sala. Ahí, se hunden hasta la pared del bolsillo donde la mirada se desparrama y se introduce momentáneamente en las grietas –sexos de la pared–. Se deja ver la madera de cinco y medio escalones que parecen ya muy pisados. Los párpados de ella caen y parece que apagan la luz en cámara lenta.”
Algunos prefieren el realismo obrero e irónico de “Lenin en el futbol”, la lucha de clases en la licuadora del capitalismo benefactor a la mexicana, que desde siempre se ha hecho acompañar del lenguaje encubierto, de la ambigüedad ideológica en la que se confunden los extremos, derecha e izquierda, corrupción y conciencia, denuncia y atropello: “Ya ves, el que no se vuelve entrenador, pone su negocio o hace comerciales. No sé si has visto al Reynoso haciendo comerciales para el pan Bimbo, y al Pajarito anunciando relojes contra balonazos durante un supuesto partido de garra […] Lo estuve pensando mucho tiempo y hasta me leí un libro de Lenin que habla sobre los sindicatos y lo pinche que son los patrones […] era indispensable crear una organización que nos protegiera ahora y en el futuro, que la mejor manera de que lográramos respeto era ésa, un sindicato de futbolistas.” Los arroces quemados de las clases medias, los oficinistas del “milagro mexicano” en plena orgía de hastío burocrático y de “infidelidades” de mujeres que se congelaban en el tiempo detenido de los “departamentitos” de la gran ciudad: “arturo, mi arturo, porque no estás enterado de que una vez restregué estos mismos senos en la boca de mario, el hijo mayor del portero, sí, el hijo del portero, los restregué en la boca de uno de los miembros de los que tú llamas secta de asesinos o taciturnos homicidas que esperan en el recodo de cualquier pasillo…”
Pero no faltan los adoradores del oráculo del cuentista: Samperio en la escenografía del taller, moviendo la pluma y el bigote para corregir textos, haciendo ironías en escala profunda o de brutal sencillez, mirando el intestino grueso de los aspirantes a narradores, las muelas picadas del poeta frustrado que se refugia sin salvación en la narrativa. Samperio en el cálculo infinitesimal de la trama: un comienzo flojo lastima de entrada cualquier cuento, el tallo de la anécdota debe crecer hasta transformarse en una historia, la batalla eterna contra los lugares comunes; la soledad del narrador que va naufragando a su manera entre ironía e ironía, entre cuento y cuento: “Ahora, se encuentra parado sobre aquel alambre de púas. Espera no sabe qué. Mira hacia un horizonte que parte en dos la galaxia.”
El oficio de hacer llorar a los leones. Samperio y su abrazo narrativo a una melodía de Gato Barbieri. “Los leones también lloran” y cuando lo hacen devoran palabras melancólicas, arrullan con sus rugidos a una ciudad moribunda que estalla en silencio en la penumbra del asfalto: “A ti te parió la leona que canta rock melancólico, la leona impávida que de vez en cuando, sonámbula, devora hombres uniformados y ruge en el insomnio compañero. Esa misma leona me parió también a mí. Oh, madre escandalosa, torpe, chillona, tienes las piernas plagadas de culpa. Déjanos lamerte las heridas que te ha provocado la ciudad, ponerte una de esas canciones que hablan del vidrio y los lirios, del fracaso y del llanto rabioso, de amores cornudos y pequeñas muertes.”
Tremenda calamidad para un narrador como Samperio, irónico, mordaz, seductor, voluptuoso y precoz, ser evocado en su vocación puramente poética: “Déjanos mamar de tu potencia diluida el reconocimiento de las espadas de madera que todavía hieren, permítenos prendernos a tus pezones de hojalata. Madre que musitas rock melancólico, ese rock que dejas escapar mientras duermes y que es nuestro sueño y nuestro desayuno y la pócima reconfortante en los días de muerte.”

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La última vez que lo vio, el cuentista que nunca fue verde tomaba café en la barra de un café en la avenida Cuauhtémoc y ya no recordaba cierto día que en Querétaro charlaron sobre el arte de borrar: “Los cuentos se empiezan con la punta del lápiz y se terminan con la goma.” Samperio olvidaba el mundo y dormía ya en clave dionisíaca: narraba el sueño de los hongos en una llanura imaginaria de Oaxaca; en este sueño su cuerpo se elevaba hacia un hoyo azul en el firmamento de tinieblas y la maldita paz, la que supuestamente sentirán todos al morir, lo envolvía por el ombligo y lo hacía girar por el cosmos. Pensándolo bien, después de casi veinte años de leerlo, también prefería al delirante cuentista de cabellos naranja y pulseras de narrador medieval que se quedaba dormido en las butacas de alguna casa de la cultura de provincia. Y prefería este final que tampoco lo es del todo, a menos que se piense que Guillermo Samperio dejará de danzar en la canasta estelar de las asociaciones narrativas: “Madre, no te disgustes porque sufrimos desde tu voz afónica, llévanos en tu lomo cuando atravieses, temerosa, las calles a oscuras. No te enojes porque somos tus garras y tu canto, no nos quites el dolor feliz, esas lastimaduras que nos provocan tus ubres. Déjanos morir con estos vestidos, con estos pantalones, con estos cabellos, con estos besos, con esos vidrios y lilas. Permítenos escuchar tu sueño, mientras agonizas.” 

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