lunes, 24 de octubre de 2016

BOB DYLAN: LA LITERATURA Y EL SÍMBOLO, Ricardo Guzmán Wolffer (La Jornada Semanal)

Bob Dylan: 
la literatura 
y el símbolo



A Juan Heladio Ríos

No por musicalizada una letra será menos literatura. Que los encargados de premiar la mejor trayectoria o exposición o creación literaria decidieran buscarla en las letras y la composición de un cantante, obedece a dos factores implícitos en el premio: uno, que las expresiones literarias han dejado de ser exclusivas de los libros (físicos o electrónicos); dos, que los encargados del Nobel han ampliado sus horizontes por la forma literaria más tradicional: muchos estudiosos establecen que antes del alfabeto estuvo la tradición oral y, dentro de ésta, no podría faltar la narración musical, con sus derivaciones religiosas o espirituales, e incluso animistas. No sabemos si esos encargados europeos han hecho a un lado deliberadamente las expresiones digitales, o si este premio es el primero de muchos donde los escritores y músicos habrán de competir con los tuiteros, blogueros y feisbukeros , ya sean “de fondo” (usan sus cuentas para dar cátedra sobre el tema que les guste) o propensos a la creación literaria, y demás escribas de la nube electrónica. El investigador digital tendrá material de sobra para establecer que en las expresiones electrónicas están los poetas, los literatos, los dramaturgos o los ensayistas. Y si miramos con detenimiento podremos ver que incluso en la doble especialización (en Youtube, por ejemplo, están los booktubers, quienes sólo hablan de literatura; tanto desde la perspectiva publicitaria, con miras a vender cierto producto, como de la creativa, ya sea de ensayo o de agregados a los textos originales) se encuentran expresiones literarias, algunas novedosas (se actúan textos clásicos al tiempo que se añaden elementos de otras disciplinas –escenarios digitales, etcétera), otras clásicas y comprobadas (las novelas por entregas, con la salvedad que se suben los capítulos a las cuentas de Facebook o a los blogs) y muchas mezcla de ambas (el haikú, en la variante Twitter, donde esos versos cortos se limitan a los caracteres que el formato permite, por ejemplo; o las “minificciones” ahí adaptadas).
Surge, así, la dificultad de categorizar tales expresiones literarias, para diferenciarlas y permitir a los contendientes competir sólo con autores de similar formato o género. Supongamos que los encargados del Premio Nobel de Literatura establecieran la categoría del verso libre para valorar el trabajo de los autores y que tuvieran el tiempo y la disposición de analizar todo lo que circula en Facebook. Seguramente encontrarían autores notables. Hasta el año pasado nada indicaba que ello sucedería, pero si este año Bob Dylan ha sido estimado por el valor de sus letras y sus composiciones, tal vez tengamos la novedad de que un bloguero escribe mejor que Camilo José Cela. Y sin duda que tendrá más lectores, incluso en su propia tierra. El youtuber más famoso de España, el Rubius, platica esencialmente de videojuegos, pero nada la impide hablar de Cervantes o del autor local de su preferencia, si tiene más de 7 millones de suscriptores a su canal y las visitas de su material rebasan 800 millones de reproducciones. Se calcula que gana más de 2.5 millones de euros al año. Habrá quien desdeñe los videojuegos como expresión literaria, por ser de mayor contenido visual, pero bastaría buscar para enterarse de que hay muchos juegos basados en H.P. Lovecraft. ¿Cuántos de esos usuarios buscarán al autor de Providence? Es poco probable que los académicos del Nobel se guíen por el parámetro de cuántos lectores tienen los posibles premiados, pero si hoy darle el premio a Dylan nos parece sorprendente, nada impide que el Rubius sea analizado, tan sólo para entender cómo podría ayudar a la lectura con sus millones de seguidores. Y el sueldo ya lo quisiera cualquier autor. Sobran los casos en que los autores de internet han pasado a otras vías literarias. Uno de los exponentes de la literatura frátira (fratire, en inglés: no ficción escrita por y para hombres jóvenes, de estilo masculino y políticamente incorrecto) es Tucker Max. El alto número de seguidores en el blog donde narraba sus peripecias sexuales y alcohólicas hicieron viable que publicara un libro (Espero que sirvan cerveza en el infierno) que se ha vuelto un bestseller tan duradero que hasta película le han hecho. De nuevo, nadie compararía a Murakami o Roth con este misógino abusivo y bebedor problema, pero bastaría hacer una revisión de la literatura cómica o fársica para recordar que muchos escritores que hoy consideramos destacados, analizables y necesariamente recomendados para los seguidores de la literatura europea de siglos pasados o de otras latitudes, en su momento fueron detestados, censurados y hasta perseguidos por considerar que sus textos, llenos de excesos sexuales o conceptuales, no debían siquiera ser impresos; pero atrás de las guarradas y aventuras de cantina frátira que hacen ver a Bukowski como un solitario apostador aburrido, hay argumentos de fondo, como el de establecer que si no se pudiera satirizar a las mujeres, se trataría de una práctica sexista, o la discutible premisa de que ante la fortaleza femenil que les permite expresarse en foros internacionales y exponer sus puntos de vista ante el maltrato, en los hechos o en las palabras, este “reclamo” de masculinidad apenas resulta ser una petición de autoafirmación como clase y generación de los escritores de la frátira. Autores como Lewis Carroll, Aldous Huxley, Jonathan Swift, William Golding, John Steinbeck y muchos más fueron censurados en su momento. No sólo en su país. Y ni meternos en el index librorum prohibitorum católico, que no acabamos con este apunte. Es útil recordar cómo los autores menospreciados en su época hoy son casi obligados incluso para niños.
Eso conduce al asunto de las nuevas literaturas. En internet prácticamente no existen los editores. Para lograr ser publicados en editoriales corporativas, los autores pasamos por procesos de selección que dejan en el camino a muchos que realmente valía la pena leer. Recordemos La conjura de los necios, de John Kennedy Toole, publicada póstumamente y galardonada con el Pulitzer en 1981. Si Toole hubiera vivido en tiempos de internet, probablemente su historia habría sido distinta y tal vez no se habría suicidado. Además, la opción de autopublicarse por medios digitales, donde sólo se imprimen los libros que se exhibirán o que son ordenados por los compradores, amplía la opción de entrar a los mercados literarios. Claro, falta lidiar con el tema de la distribución, oferta en librerías y hasta la colocación debida (que no tapen al libro otros empastados o que no se coloque al escritor primerizo junto al famoso vendedor, porque tal vez disminuirá la posibilidad de ser atendido y comprado por los consumidores, etcétera), pero los autores tienen muchas opciones para llegar al público y, quizás, a ser considerados por los vanguardistas suecos o noruegos.
Los ejemplos se extienden: los dramaturgos que montan sus obras, pero que no las publican; los poetasorales; los ensayistas disfrazados de maestros (Borges y sus clases transcritas serían un excelente ensayo en sí mismas, además de los publicados por este no-Nobel); los cuenta cuentos de su propia obra; los guiones de radio (cómo olvidar a Ernesto de la Peña); los juegos de rol y muchos más.
El triunfo de Dylan plantea la revisión de la importancia del mensaje y del mensajero literario. Su premio tiene muchas representaciones: al menos, suponer que los límites de lo literario son amplios e inciden en la concepción de su medio (lo escrito) por debajo de su efecto y su contenido; así se premia, además de a un músico intachable, lo inasible de la literatura y su presencia en el quehacer humano, donde sólo el énfasis en el catálogo requiere su identificación 

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