viernes, 13 de mayo de 2016

RAMSÉS SALANUEVA, LA VOZ SOBRE EL CORO, Refugio Pereida (México)

Ramsés Salanueva, la voz sobre el coro
Ramsés Salanueva, poeta, promotor cultural y periodista, oriundo de Actopan, murió el domingo 28 de de febrero tras padecer una enfermedad respiratoria.
El mar se lleva todos los males, me dijo Ramsés una mañana entre las olas del Pacífico, mientras nadábamos. Lo decía aquel hombre que siempre se supo poeta. Había buscado como Fausto la belleza en las mujeres, había buscado el conocimiento en los terrenos esotéricos. A ello le culparía de sus desgracias, como haber sufrido el accidente automovilístico donde se rompió el pie y que después de muchos años lo llevaría a padecer dolorosas secuelas haciéndole dificultoso su caminar. El bastón que le acompañó por el resto de sus días, le daba una figura imponente, le hacía parecer un jerarca con voz de mando. Era de un peso portentoso, de risa estentórea y contagiosa.
Era un sobreviviente de una vida avasallante. Pero igual que Eliseo Diego, amansaba la tristeza, la angustia y la soledad con la poesía. La vida le era un animal furioso, pero su ternura lo llevó a descargarla en las amantes que buscaba en burdeles para luego fanfarronear el haber tocado las pieles más suaves. Y confesaba sus sueños donde aparecía de forma recurrente una puerta llena de tetas.
Si algo tenía Ramsés Salanueva era alimentarse de los sabores de los versos de Manuel Scorza que había conocido por su amigo, el poeta Carlos Gasca. Se preocupaba porque la poesía fuera un elemento constante en su existencia. Era un hombre que bailaba la danza del polvo desprendido por el movimiento de cuerpos hermosos. El poeta escribe para su muerte con materia tangible y efímera. Se vuelve una voluta de paja en las arenas para tejer la inacabable esfera que rueda, que rueda, que rueda como la aceptación y la renuncia.
Ramsés era un ser endeble. Un ser de caminos desérticos. Un ser de matices nacido en el Valle del Mezquital donde las nubes codician el agua y, como el amor, se van a otros cielos.Para el poeta era necesario, imprescindible, ir tras ellas. No importaba que tan lejos se hubieran ido. Tal como lo hizo Efrén Rebolledo, de quien fue a buscar sus huellas hasta los márgenes del Fiordo noruego. De ese periplo vino Cuaderno para estudiar el viaje, un libro donde el final de cada poema es tan contundente que ofrece la fruta de la seducción y el misterio como un manjar para el espíritu.
Cada final para sus universos poéticos pareciera ser la suspensión en el movimiento de sus átomos, de ciertos átomos que dan paso al movimiento de otros. Tal como pasarle la estafeta a un corredor que busca llegar al extremo de una carrera infinita. Así es la poesía de Ramsés. Cuando un poema termina, acaba el trabajo del poeta y empieza el turno del lector. O mejor aún, surge eso que remarca André Verdet cuando afirma que “la poesía es el mismísimo lenguaje primitivo, individualizado y aislado a fuerza de buscar la realidad del hombre”.
Por eso quiero empezar por el final. Porque su lectura me da la certeza de que todo, en su término, vuelve a empezar. Veamos algunos ejemplos:

“ …y las primeras rocas desaparecieron y el océano no era más…” “Somos los peregrinos. Los excluidos del baluarte. Los menesterosos de la tierra. Los gitanos que cantan.” “… el juglar dejó su canto invisible.” “la melancolía es la pena más onda.” “ y la soledad despliega sus alas bajo el acantilado del silencio.” “Todo lo que estaba perdido desde antes…” “Yo canto en espera de la luna y la doncella, que el destierro amaine…” “Mi poesía es un crepúsculo”.

Me parece curioso que al enlistar estos finales, si se les repasa de manera continua, el lector podría encontrar una suerte de rayuela poética cortazariana donde aparece un nuevo poema, ya sea de arriba para abajo o viceversa.
Y como dice Alberto Dallal: “La historia es siempre un libro posible” , por eso cuando Ramsés Salanueva conoció la de Efrén Rebolledo decidió ir tras de sus pasos a una Oslo que aparte de sus hijos Efrén y Gloria, le resultó un tanto indiferente y lo hizo sentirse un autista en un MacDonals. Porque es natural que el poeta se encuentre incómodo y eso le genere un conflicto que a su vez lo lleva a escribir sobre su propio acontecer vital con una voz propia que, como en el caso de Ramsés, se distingue del coro actual, como diría Eugenio Montejo.
Tanto en la primera como en la segunda parte: Cuaderno para estudiar el viaje y Diáspora de espinosos matorrales, el poeta Salanueva realiza el canto a la distancia y sus consecuencias donde se reconoce como un extraño, un extranjero deseoso de estar en el centro de una fiesta, a la que llega pero no encuentra a nadie que lo espere. “Tuvimos que dejar las dunas/ para conocer la distancia”, confiesa.
Y sus cantos forman la Rapsodia del vagabundo, la Sonata a Rimbaud, el Romance del niño perdido, hasta llegar a la tenebrosa melodía de la soledad, representada en el Evangelio de Lucifer, compuesto por versículos que asemejan oraciones dedicadas a un bellísimo fuego: los rumbos de luz que provocaron que las brasas encendieran su alma. Y la voz poética revela su espera por aquella señal que le había prometido: “Yo apartaré de ti las fauces del león y tus huellas jamás llegarán a nido de víbora.” Insiste en la espera de aquel que dijo “Soy el infamante, el señalador, el que tiene la llave de la puerta del templo del alba en Siria. Yo poseo la clavícula contra los dogmas, soy la senda que conduce al inflamatorio de la verdad, quien puede leer la revelación”.
Sin embargo, las revelaciones a las que se enfrenta la figura poética son la tristeza, la soledad del que se sabe incompleto.Sentimientos que también acontecen en la tercera parte: Comentarios acerca del volátil de Ícaro, como un desencanto donde reina la noche, el insomnio al borde de una llama que no es suficiente para escapar de un laberinto que conduce hacia el inevitable abismo.
Es aquí que se sirve de personajes mitológicos como Dédalo para levantar el vuelo, de la épica guerra de Troya para aconsejar “Aquel que quiera/ poseer la belleza/ deberá marchar a Troya/ ahí, cautivar a Helena”. Es decir, el amor es el asidero que ayuda a no perecer. Igual que la embriagadora compañía de Dionisios, ese dios romano que lo lleva a decir, entre tanta penumbra: “En el comienzo mi verso fue un grito”. Sin embargo, más tarde reconocería que se transformó en “… un eco/ una tonalidad/ luego un desierto.” Entonces llega la aceptación: “… mi poesía es un crepúsculo”. Ese fenómeno natural que al llegar la noche da paso a las experiencias de la piel y sus efluvios.
Del cierre de este momento poético se ocupan el Minotauro para resguardar su madeja fatal. Y también Medusa, aquella de venenosos colmillos que penetraron su cuello como un acto de inigualable erotismo. Y que el poeta, en la cuarta parte, desarrolla ampliamente en un amor más que cortés -diría yo- sensual y de reproche.
Poemas para la Monstrua. ¿A qué mujer amó Ramsés? Quizá no lo sabremos, mas, creo, él ya es una figura quevediana. Es polvo enamorado. Lucifer lo sedujo y luego lo abandonó porque era un poeta. Le compró su alma pero mal se la pagó. Es más, nunca le dio un céntimo mágico para obtener el amor y por ello está completo como sus poemas, como el polvo que se levanta imponente en cada verso. Por eso, Ramsés fue un poeta que pronto volvió al camino del Señor y a él se entregó obsesivamente y de ello hay pruebas en los epígrafes tomados de dos libros sagrados: La Biblia y El Corán.
César Fernández Moreno explica que “la poesía se produce en el momento en que el poeta expresa lo que siente”. Es así que cuando el artista golpea o acaricia, lo hace con imágenes, con un canto, donde sobresale una voz única. Como la del poeta Ramsés Salanueva.

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