martes, 29 de marzo de 2016

¿QUIÉN NO AMA A VIRGINIA WOOLF?, Antonio Valle (La Jornada Semanal)

¿Quién no ama a Virginia Woolf?

Todos los secretos de un escritor, todas las experiencias de su vida, todas las cualidades de su mente están ampliamente escritos en sus obras.
Virginia Woolf

I

Este 28 de marzo, al cumplirse setenta y cinco años de ese abismal, fascinante, ritual, abominable, amoroso o perverso suicidio –cada quien decide el adjetivo que mejor le parezca, o, tal vez, como Bartleby, el inmortal suicida creado por Melville, preferimos no hacerlo porque, me parece, echamos a andar un genuino mecanismo de sobrevivencia–, lo realmente importante es examinar las razones por las que Virginia Woolf llegó a tomar esa decisión, que comparte con un puñado de poetas y narradoras exquisitas, grupo selecto que para fines de un estudio de corte psicoanalítico podría reunirse en torno a una especie de inquietante “sociedad de las poetas muertas”. Por otra parte es significativo que la obra de nuestra novelista, nacida el 25 de enero de 1882 en una Inglaterra dominada por aristócratas machos empecinados en hacer valer la moral victoriana, se mantenga como una de las más grandes, consistentes y profundas creadoras, cuyas novelas se venden en todas las librerías y pueden consultarse en las bibliotecas de casi todo el mundo. Especialmente a raíz de la realización de la extraordinaria película Las horas –dirigida por Stephen Daldry y basada en la novela homónima de Michael Cunningham, historia cruel que a la vez abreva genéti-camente en La señora Dalloway de Virginia Woolf–, es que se ha consolidado el interés creciente de los jóvenes más sensibles por conocer su obra, al mismo tiempo que renovó la devoción de viejos lectores.
Virginia Woolf era una ensayista suprema. En los ensayos sobre la obra de sus autores predilectos, como George Eliot o Emily Brontë, se empeñaba en que sus lectores establecieran un contacto franco, íntimo y directo con ellos. Empleando un estilo libre de afectaciones académicas, como los grandes escritores de todos los tiempos, ella también aborrecía “el aparato” y la pose ilustrada y autosuficiente. En ese sentido tuvimos noticias recientes de que en Estados Unidos existen cientos de universidades que ofrecen materias y servicios para dejar en condiciones inmejorables a las personas que deseen “convertirse” en escritores. Evidentemente, fuera de honrosas excepciones, pocos han sido los poetas y narradores verdaderamente importantes que se han matriculado en dichas instituciones. La explicación es sencilla: como dice Octavio Paz al definir el oficio de los poetas –actividad que se extiende a los grandes narradores creadores de poéticas–, la materia prima de sus historias tiene como origen y sustento su propia experiencia. Me parece que Virginia Woolf, junto con Marguerite Yourcenar, o con nuestra Elena Garro, por ejemplo, pueden ser consideradas como narradoras-poetas auténticamente versadas en la paradójica e insondable condición humana.

II. Vamos a vernos ver

Hace más de treinta años, mientras leía Las olas, creí escuchar –o imaginé– los golpes que el mar daba en una remota playa de Inglaterra. De vez en cuando levantaba los ojos para “echar una miradita” a dos criaturas que nadaban en la pequeña, y a veces brava, playita de Puerto Ángel. Seguramente por el poder hipnótico de la novela-poema de Virginia Woolf me fui adentrando en un estado de duermevela. Después de pasado algún tiempo, elástico y remoto, como “un ojal que se llena”, alcancé a escuchar los gritos de los chiquillos que, sometidos por una contramarea, o por la indiferente impiedad del mar Pacífico, estaban ahogándose. En cuestión de segundos nadaba hacia ellos y gracias a una ola favorable logré asegurar a los chicos en mis brazos. Seguramente por esa experiencia traumática olvidé terminar el libro de Virginia. Tuvieron que pasar algunas décadas hasta que volví a soñar con las voces de las criaturas que seguían pidiéndome a gritos que los rescatara de aquel y de otros olvidos. Comprendí que debía volver a Las olas y así lo hice. Fueron los recitativos de Virginia los que me hicieron conectar con una zona remota donde volvía a establecer contacto con las criaturas. La maravillosa novela de Virginia no sólo resistía al paso del tiempo real y el ataque feroz de “la postmodernidad”, sino también a mis temores y olvidos atávicos aquí innombrables.

Iremos a parar a cualquier playa.
Vamos a hacer un fuegui–
to contra el frío y el hambre.
Vamos a arder bajo la misma noche.
Vamos a vernos, ver.

No lo sé de cierto, pero me parece que este excelente poema de Juan Gelman, si no se nutrió de la novela de Virginia ha sido por la sencilla razón de que comparte la gnosis holística de Las olas, poema cuya experiencia sensorial me hizo recordar un obsequio, que por una insensata decisión volví a depositar en las aguas de Zipolite (mar de muertos), playa y aguas azules, estas sí verdaderamente de cuidado, que se encuentra a unos pasos del Puerto Ángel en Oaxaca. Aquel obsequio era una concha de mar cubierta de imprimaturas, piedras salinas y caracoles de diversas dimensiones y colores que me encargó una amiga, pintora, budista y viajera altamente sensible. En aquella cubierta, al mismo tiempo nacarada y delicada, agreste y desgastada, creí entender que estaba escrita una fracción de la novela célebre de Virginia, es decir, un fragmento de la historia más antigua de la tierra, una historia del mar y de la abismal cómplice que narraba de Las olas.

III. Las horas y La señora Dalloway

ediante una serie de secuencias cinematográficas muy bien planeada de flashbacks y de flashforwards, es decir, regresando y alterando el orden “lógico-cronológico” de los acontecimientos, encontramos tres historias entreveradas con maestría y vemos en pantalla cómo Virginia Woolf, interpretada por Nicole Kidman, se hunde con un abrigo lleno de piedras en el río Ouse. Enseguida aparece la segunda historia en la que Laura Brown, una joven embarazada de su segundo hijo, depresiva y presumiblemente homosexual, está leyendo la novela La señora Dalloway, (es la década de los cincuenta en la ciudad de Los Ángeles). La tercera historia transcurre en Nueva York, en los albores de este milenio, donde Clarissa, “avatar” del personaje protagónico de la novela de Virginia Woolf, se dispone, como en el relato original, a comprar flores para la fiesta que le organiza a un extraño poeta, más bien ilegible y enfermo de sida (todo nos hace suponer que se trata del hijo de Laura Brown, la angelina embarazada); poeta con el que Clarissa, interpretada por Meryl Streep, sostiene una larga y tormentosa relación afectiva. Tan extraordinario ejercicio intertextual entre dos novelas y tres épocas a través del cine, nos permite volver hacia los temas más caros de Virginia Woolf –y con ello a temas de apremiante actualidad–: el problema de la soledad y de la extraña vida interior de las mujeres, tema ligado directamente al problema 
de la identidad y las preferencias sexuales; las dificultades de la alienación y el lenguaje (mediante la puesta en escena de la tragedia que implica la incapacidad del poeta para expresarse con mediana claridad) como las que experimenta Septimus, el personaje loco de La señora Dalloway, que al sentirse asediado por los servicios de salud mental ingleses termina por encontrar una mejoría en el suicidio; además del gran tema de fondo que son las guerras, las postguerras y sus secuelas violentas y alienantes; primero en una sociedad inglesa de moral victoriana que impide la libre expresión de los sentimientos –particularmente de las mujeres–, impedimento que no está lejos del ambiente festivo y falso con el que la clase media estadunidense vivió el triunfo de la segunda guerra, locura cuyas olas traumáticas alcanzan tanto a Septimus en La señora Dalloway como a los personajes gays y suicidas de Las horas en pleno siglo XXI. Verdaderos nudos existenciales de tres generaciones.

IV. “Nada es más fuerte que la posición de los muertos entre los vivos”

En alguno de sus diarios Virginia apuntó: “Me pregunto si no… practico… la autobiografía y la llamo ficción.” Esta frase puede aplicarse al conjunto de su obra, pues la vida de Woolf estuvo signada por una cantidad increíble de eventos trágicos. Particularmente durante el breve período de juventud, durante el cual muere su madre y una de sus hermanas más queridas; a esto se suma la violencia sistemática, soterrada o abierta, que ejercía la sociedad victoriana contra las mujeres: “Casi todas las casas victorianas tenían su ángel… esta criatura… nunca tuvo una existencia real… era un sueño, un fantasma…. Hice lo posible por asesinarlo. Si no lo hubiera matado, él me hubiera matado a mí… como escritora”, dice Virginia en uno de sus diarios. Además padeció el acoso y la intimidación sexual de sus medios hermanos. Poco después aparecerían los primeros síntomas depresivos y las crisis nerviosas que –fuera de algunos periodos de felicidad intelectual y literaria– no la abandonarían hasta su muerte.

V. Abismos de la inconsciencia/
fluir de la consciencia

Las fracturas y tensiones provocadas por la desaparición de personajes familiares provocaron en Virginia una serie de trastornos que –al mismo tiempo que la obligaron a someterse a violentos y casi ridículos tratamientos médicos– la incitaron a buscar en el lenguaje varias rutas de acceso a las pulsiones –olas– de su inconsciente. Es necesario señalar que, además de la obra de Sigmund Freud, elaborada desde principios del siglo XX, se fraguaron algunas de las obras literarias cumbre que, mediante diversas técnicas poéticas y narrativas, exploraban por primera vez en el inconsciente, digámoslo así, personal y colectivo. El Ulises de James Joyce y Tierra baldía de T.S. Eliot fueron algunas de las obras que influyeron en su estado de ánimo, pero al mismo tiempo debieron generarle una reacción paradigmática, de manera especial En busca del tiempo perdido, la novela río por excelencia escrita por Marcel Proust, escritor a quien Virginia Woolf leyó con admiración y avidez durante años.

VI

La inteligente amanuense y líder del influyente grupo de intelectuales y escritores de Bloomsbury –que además había fundado la editorial Hogarth Press, donde publicaron escritores como Katherine Mansfield,T.S. Eliot y Sigmund Freud–, a pesar de sus recurrentes crisis anímicas generó una de las obras más consistentes del siglo XX, obra basada en la introspección, en las ricas conversaciones con sus amigos escritores y colegas, así como en su rica formación autodidacta. Algunas de estas reflexiones quedaron registradas en Fin de viaje, además de las ideas que en torno a los derechos femeninos de pensamiento y creación expuso en su emblemático ensayo Una habitación propia; a partir de esa crítica, de la que ya no pudo recuperarse la rancia sociedad paternalista de Inglaterra, se convirtió en un icono del movimiento feminista planetario.

VII. ¿Quién le teme a Virginia Woolf?

Virginia Woolf fue víctima de la ignorancia y la barbarie de los servicios sanitarios de salud mental ingleses de vocación victoriana. No fueron pocas las ocasiones en las que Virginia se enfrentó, incluso de manera física, con doctores y enfermeras que solían doparla, denigrarla e internarla contra su voluntad en clínicas de salud mental. Nunca sabremos a ciencia cierta en qué grado le afectaron somníferos, camisas de fuerza, maltrato de médicos y enfermeras, aunque debemos suponerlo por la escena donde se lanza por la ventana de una clínica o por la energía con la que escribió contra la profesión médica y su retórica represiva. Sin embargo, a pesar de esta adversidad, Virginia expresó: “el máximo abatimiento personal es el más cercano a una auténtica visión.” 

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