lunes, 12 de octubre de 2015

HUGO, Ricardo Yáñez



Qué aire de familia tenía, proyectaba, se percibía en el poeta; qué aire, en más de un cierto modo, de bendición. Supongo que internamente sonreía de contradecir –cual sin querer queriendo– al rumano Cioran (y lo rumano no le era ajeno), para quien conocer a un poeta significaba una maldición.

Cual sin querer queriendo, desde una clara bondad que no excluía la travesura cómplice, el límpido divertimiento con el relato social, las lágrimas no por sino con la poesía (me honró alguna vez llamándome “compañero de lágrimas”), comprometido noblemente –y como sin querer– con el teatro, el periodismo, la diplomacia, el magisterio, todo lo resolvía con una seriedad que atemperadamente irradiaba lirismo (un principio de juego que es principio de fuego), su mejor –pero él en todo era de lo mejor– guía.

¿Es posible dejar en herencia la gracia?

No digno de ella, agradecido le abro un espacio en mí –porque la gracia lleva (y Hugo bien lo sabía) a la siempre improbable, siempre comprobable felicidad.

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