lunes, 1 de junio de 2015

LA EDAD DE LA VERGÜENZA, Hermann Bellinghausen

La edad de la vergüenza
Hermann Bellinghausen
 
Vivimos en la edad de la vergüenza pública. El peligro de un tuit desafortunado, un oso en lugares públicos o un telefonema en malas manos pende sobre cualquiera. Lo que reveles de ti será grabado y distribuido al instante en un mercado global donde información, propaganda y chisme no conocen límite. Ya ni caso tiene considerarlo en términos éticos; rebasa lo que se entendía por ellos. La vergüenza, nunca ajena en las relaciones comunitarias de todas las culturas en el mundo, ha servido como nivelador, recurso para hacer justicia directa, método pedagógico. Cada comunidad practica su íntima Letra escarlata. Pero en medio de la revolutura (¿revolución?) a que nos condujo la sociedad hiperconectada, el escarnio público, la exposición, y en su exceso el bullying, ocupan un espacio inédito en nuestros usos y costumbres.
 
El desliz del funcionario Córdova Vianello, un chistorete racista, lo puso en picota un rato, aquejándolo con el síndrome de Jenny Sacco, esa joven ejecutiva en relaciones públicas que un día tuiteó un chiste malo sobre negros y sida antes de volar a Sudáfrica, y cuando aterrizó allá la esperaba la prensa y era una celebridad planetaria, exhibida como una pendeja a todo Google, Facebook y Twitter. A cualquiera le puede pasar, dijeron los defensores del presidente del Instituto Nacional Electoral cuando lo de los chichimecas. Ciertamente. En estos días sale peor un comentario racista, pedófilo o sexista que hablar de drogas o dinero chueco.

¿Significa que somos una mejor sociedad? ¿O sólo más hipócrita? El racismo es vigente como nunca, la misoginia se ha vuelto criminal a escala histórica, la pedofilia y el tráfico de vidas una constante. Si salpicaron los tribunales a Berlusconi y Strauss-Kahn, teniendo tanta cola que les pisen, fue para banquete de sus enemigos y para el morbo masivo. La exposición cuesta presidencias, prestigios y los abogados más caros del Universo. Se lo merecen, decimos aliviados. Como si sus delitos mayores no fueran otros y no su lubricidad; unos que afectaron miles o millones de vidas con los actos de corrupción que practican políticos y financieros del mundo entero.

Pero le puede pasar a cualquiera. Ahí están las ladies, esas ñoras prepotentes y mandonas que se pasan de rosca un día, alguien las filma cuando insultan o amenazan a un humilde trabajador o una policía, se hace viral y así les va. Pierden marido, trabajo, el respeto de los vecinos. Acaban cambiándose de casa y apellido. Como si parte del chiste no fuera el naco víctima de la patrona. No son buenos tiempos para ser gordita en secundaria, o tartamudo. La vergüenza acecha. Y si se sube, en un instante el salón, la escuela y la colonia se estarán riendo de ti y haciéndotelo saber. En lo que vinieron a parar los 15 minutos de fama de Andy Warhol.
 
¿Qué separa la justicia del linchamiento? Cada tuit puede ser un voto en contra y cada like la puñalada de alguien a quien en realidad no le importas. Nada de según el sapo la pedrada. A una ranita le cae una montaña mientras que a un sapote los escándalos y las denuncias se le resbalan.
Algunos piensan que se debería regular la industria de la información indiscriminada, pero eso iría contra la libertad de expresión. Además, la vergüenza ajena vende. Tanto, que hay profesionales en ella, famosos que lo son por su cara dura ante el ridículo, gente desvergonzada y exhibicionista. Las Kardashian y Hilton son impermeables al escarnio. Y lo que no mata engorda.

La desvergüenza, el cinismo, el descaro y el callo para aguantar vara son antídoto contra la vergüenza. Claro, sólo están al alcance de los poderosos, los que navegan la ley a su antojo. Y cuando los alcanzan vientos adversos por casas blancas, contratos negros o pactos rojos, la tormenta pega pero aguantan, sonríen a la cámara, no pasa nada. En efecto, a ellos nada les pasa.

El ciudadano normal vive en una intemperie antes desconocida. Deja la televisión y sus programas de concurso a la Paco Stanley o los dramas de la vida real, tan revolventes; son la prehistoria del ridículo público. Hoy, sin advertencia, te encuentras bajo una permanente cámara escondida que ya ni te pide que sonrías. En cualquier descuido, el escrutinio invisible se vuelve la guillotina que, fríamente, te ejecuta. Las historias de suicidio, incluso infantil, no son leyenda urbana.

¿Quién se merece qué? ¿Para quién no importa lo que se merezca? Podemos instituirnos como catártico tribunal para el poder que se mofa de nosotros. Nos desahogamos. ¿Y luego? La vergüenza no tiene consecuencias jurídicas. No hablemos de culpa, eso implica otras cosas. Cuántas veces a los grandes culpables nada que hayan hecho les da vergüenza.

Estamos como en el juego de las sillas. Corres, das la vuelta, y cuando para la música ya perdiste tu silla. Eres el único de pie. Los demás, sentados, te miran y se burlan. Estás fuera.
En memoria del filósofo Ignacio (Nacho) Palencia, maestro magnífico

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