domingo, 7 de junio de 2015

GÜNTER GRASS: HISTORIA, LEYENDA Y REALIDAD, Lorel Manzano


Lorel Manzano

El hombre de El tambor de hojalata murió el pasado 13 de abril
Levantó polémica por su reserva respecto
a su pertenencia a las Juventudes Hitlerianas

Érase una vez un flautista mágico que guió con su melodía a los niños de Hamelin a la cueva de una montaña. Era una venganza: el flautista había librado a la ciudad de una plaga de ratas y las autoridades se negaron a pagarle como lo habían prometido. “Allí hay que cortar unas cuantas raíces a las viejas patrañas. Nos lo debemos –dice la Ratesa y continúa–: hace setecientos años y en los siglos que siguieron no se habló en ningún documento de ratas ni de cazadores de ratas. Sólo se mencionaba a un flautista que, en el día de los Santos Juan y Paulo, se llevó a unos ciento treinta niños de la ciudad a la montaña o más allá, sin que uno solo de los niños encontrara luego el camino de vuelta”, reflexiona el animalito parlanchín de Günter Grass en una novela que por título lleva su nombre: La Ratesa (1986). En sus páginas aparecen los hermanos Grimm, la sombra de El flautista de Hamelin, Oskar Matzerath y la guerra y de nuevo Polonia y otra vez Danzig.

El universo ficticio de Grass gravita sobre Danzig, hoy llamada Gdansk, donde creció como cualquier niño con una mezcla cultural alemana y cachuba. A su madre la recordaba como una mujer hermosa, “redonda, sentimental, llena de humor, de rica imaginación, hábil para los negocios”. Su padre representó el espíritu protestante en casa, un alemán que en la primera guerra mundial trabajó en los astilleros y, a su regreso, puso una tienda de ultramarinos. A los diez años, Grass fue enviado a la Jungvolk, organización que después del ascenso del nacionalsocialismo fue obligatoria para niños de hasta catorce años. Ahí aprendían cómo adorar al Führer a través de una convivencia feliz, llena de canciones, juegos, paseos por el bosque, ejercicios y actividades adicionales que comprendían la proyección de películas, campamentos en las montañas, fiestas, marchas; después los incorporaban a las Juventudes Hitlerianas y a la instrucción militar. Grass recibió este entrenamiento adorador, como cualquier joven alemán, sin destacarse en las áreas de fanatismo o crueldad. Ingresó como auxiliar a la Luftwaffe y a los dieciséis años se convirtió en soldado de las Waffen-SS, fuerza de élite representada por los nazis más brutales, pero que hacia el final de la guerra, a falta de soldados bien entrenados, incorporaron a todos los jóvenes de las Juventudes Hitlerianas. En marzo de 1945, cuando ya todo estaba perdido para el ejército alemán y el envío de tropas no era sino carne de cañón para la guerra, Grass marchó al frente. Su compañía se dedicó a resistir los ataques rusos hasta que elFührer, a principios de mayo, unos días después de su cumpleaños número cincuenta y seis, llevó de la mano a Eva Braun al búnker de la cancillería, cerró la puerta y, según algunas versiones, repartió el veneno. Cerca de Berlín, Grass cayó herido. Lo detuvieron cerca de nueve meses en un campo estadunidense. Dos años después encontró a sus padres. Eran otros: él, un hombre amargado; ella había sido violada en repetidas ocasiones por los soldados rusos durante la ocupación.

En El Bodegón de las Cebollas se inició Grass como músico. Habían pasado los peores meses de hambre, de vagabundear entre los escombros, de los arduos trabajos en una mina de potasa. Era el momento de hacer jazz en el bodegón que no era precisamente una bodega, sino un local ampliado hacia arriba, con una ventana por la cual no se podía mirar y una escalera de gallinero, “la cual tampoco era una escalera de gallinero propiamente dicha, sino más bien una especie de escalerilla de barco, ya que, a derecha e izquierda de la escalera peligrosamente empinada, uno podía agarrarse de sendas cuerdas de tender de lo más originales. Este conjunto oscilaba un poco, hacía pensar en un viaje por mar y encarecía en consecuencia El Bodegón de las Cebollas”. Así recuerda Oskar Matzerath el local donde Grass se convirtió en músico de oídas para obtener algo de dinero e ingresar a la carrera de escultura en la Academia de Bellas Artes. En aquellos años, Grass tomaba parte en las reuniones del famoso Grupo del 47 y Oskar Matzerath estaba a punto de entrar en la escena de la literatura alemana. El tambor... estaba casi listo: el entorno ofrecía un caudal de inspiración, corrompido y miserable, pero infinito; Remarque, Dos-toievsky y Perrault surtían efecto, e historias como las de “Los siete enanos” o “Pulgarcito” escondían, maravillosamente, más de lo que mostraban. En los cuentos recopilados por los hermanos Grimm, Grass encontró los recursos narrativos que le servirían para rebelarse contra la historia oficial con sonrisa carnavalesca. “El aniversario del cazador de ratas ofrece muchas posibilidades. Por ejemplo, la flauta”, dice la Ratesa y continúa: “Esa dulzura estridente. Centelleante polvo de plata. Trinos ensartados como perlas. Mucho antes de su tiempo seducía ya un instrumento musical. ¡¿No debería usted, Oskar, para quien el medio ha sido siempre el mensaje, poner manos a la obra, sencillamente poner manos a la obra?!” Grass puso manos a la obra. Para exhibir al nacionalsocialismo, se hizo de un instrumento musical hipnotizador y un personaje estrambótico.

La literatura es peligrosa, decía Heinrich Böll. Detona. Escandaliza. A veces, con sonidos estridentes: El tambor de hojalata aparece con bombo y platillo en 1959. En la habitación de un sanatorio, Oskar Matzerath comienza su autobiografía con la historia de la abuela cachuba. Un tambor infantil con llamitas rojas y blancas reposa a un lado de su cama, uno de los muchos que ha tenido desde los tres años, edad en que decidió detener su crecimiento, es decir, conservarse en los dorados 94 centímetros de altura. Pero el sanatorio donde se encuentra Oskar Matzerath no es un sanatorio ordinario, sino un hospital psiquiátrico, además, su camita tiene barrotes y el enfermero Bruno lo vigila todo el tiempo a través de la mirilla de la puerta. Tampoco se trata de una autobiografía propiamente dicha, sino de la reconstrucción de una vida imaginaria en el nacionalsocialismo. Una novela difícil, obscena, opinó la crítica más o menos de manera unánime, y los reconstructores de la sociedad alemana de postguerra se taparon los ojos llenos de horror, señalando con el índice al pornógrafo llamado Grass. Incluso el brillante y apasionado crítico Marcel Reich-Ranicki se apresuró a decir que el gran talento estilístico llevaría al joven escritor a la perdición. El escándalo explotó cuando el senado se negó a conceder a Grass el Premio Literario de Bremen a pesar de que el jurado, entre ellos Hans Magnus Enzensberger, había fallado a su favor. Según Böll, los escritores de aquellos años “escribíamos de la guerra, del regreso a casa, de lo que vimos en la guerra y de lo que encontramos al regreso: los escombros; y ello dio lugar a los tres tópicos que le colgaron a la literatura joven: la guerra, el retorno y los escombros”.

Los lectores de El tambor de hojalata se multiplicaron en todo el mundo gracias a los esforzados traductores y, en 1979, el cineasta Volker Schlöndorff llevó al cine la historia de Oskar Matzerath. Grass siempre agradeció a su primera novela que le proporcionara la independencia económica para dedicarse a escribir. A principios de los sesentas publicó las novelas El gato y el ratón (1961) y Años de perro(1963), las cuales completarían la famosa trilogía de Danzig. Entonces comenzó a relacionarse con el Partido Socialdemócrata. Más tarde se sumó a la contienda electoral de 1969 por la cancillería a favor de Willy Brandt, a quien recordaba como un hombre “marcado en todos sus rasgos esenciales por el traumatismo alemán, y todavía más, por el traumatismo socialdemócrata”. Los agitados días de campaña aparecen en Del diario de un caracol (1972) el cual no es precisamente un diario, sino un ensayo personal de la política alemana anclada a los temas de la segunda guerra mundial y, a su vez, una reflexión sobre la Melancolía, de Durero, un relato para sus cuatro hijos, representantes de la generación nacida en los sesentas. En sus páginas aparecen amigos, enemigos, la sombra de Oskar Matzerath y la reconstrucción de Alemania, y de nuevo Danzig y otra vez la historia.


Günter Grass Premio Nobel de Literatura 1999, tras la entrega de premios en Estocolmo, Suecia, 10 de diciembre de 1999.
Foto: Jonas Ekstromer/ AP/ Pool
Grass siempre volvió el rostro hacia la historia: en Mi siglo (1999) une su vida y su obra al contexto histórico del sigloXX. Atento al diario acontecer de la política alemana y mundial, alertó sobre una posible tercera guerra mundial en una entrevista realizada semanas antes de su muerte, ocurrida el pasado 13 de abril. Grass se esforzó por comprender los episodios que marcaron el proceso de la postguerra, de la Guerra fría, de la Reunificación. Más de una vez, con los reflectores encima, se atrevió a opinar: criticó la represión de obreros que llevó a cabo la República Democrática Alemana en 1953 y el silencio de los intelectuales, como Bertolt Brecht o Anna Seghers, en su obra Los plebeyos ensayan la rebelión (1966). También se atrevió a cuestionar la historia oficial de la Reunificación Alemana en su extensa novela Es cuento largo (1995), por la cual le otorgaron el Premio Literario Hans Fallada. Otra vez miraba en los huecos que siempre deja el diablo, y de nuevo salieron políticos y periodistas a reclamar que Grass no participara de la felicidad oficial. Lo sentaron en el banquillo de los acusados, lo llamaron enemigo de la patria. Por fortuna, esta vez Reich-Ranicki no se apresuró: con argumentos bien meditados señaló en una carta abierta las caídas literarias de la novela. En 1999 Grass recibió el Premio Nobel de Literatura y el Príncipe de Asturias de las Letras.

Las plumas y las lenguas se agitaron felices en agosto de 2006: Grass daba a conocer su paso por las Waffen-SS en Pelando la cebolla (2006), la primera parte de su trilogía autobiográfica. Entonces ya era conocida su militancia infantil en las organizaciones que entrenaban a niños y jóvenes en el fanatismo nacionalsocialista, pero le reclamaban la confesión tardía de su papel como soldado de la fuerza de élite, que a final de la guerra y a falta de soldados bien entrenados, mandó a todos los jóvenes de las Juventudes Hitlerianas como carne de cañón para la guerra. Políticos y periodistas lo señalaron desde sus altísimos nichos morales, y eufóricos lo llamaron “hipócrita”, “nazi”, ¡cómo, con semejante secreto, se había atrevido a opinar durante sesenta años sobre la política de su país! El reproche volvió a adquirir validez la mañana del 5 de abril de 2012: Grass apareció en las portadas y contraportadas de los periódicos más influyentes del mundo. Había criticado el inminente ataque israelí contra Irán en su poema “Lo que se debe decir”. Y lo que dijo no gustó nada: llamó a que una instancia internacional controlara las aspiraciones nucleares de ambos países, buscó abrir la discusión sobre si un alemán “con un estigma imborrable” podía o no criticar la política actual del gobierno israelí, se opuso a que Alemania entregara otro submarino para dirigir “ojivas aniquiladoras hacia donde no se ha probado la existencia de una sola bomba”. Ministros, embajadores y políticos se taparon los oídos indignados y desde sus tribunas llamaron a Grass “antisemita”, “nazi”, representante del “odio contra el Estado de Israel y el pueblo israelí”.

“Allí hay que cortar unas cuantas raíces a las viejas patrañas. Nos lo debemos”, dijo la Ratesa, y con ello se refería a “una historia escabrosa, silenciada oficialmente”, hablaba de los hornos de exterminio y del rapto de ciento treinta niños de Hamelin, y de los sobrevivientes al embrujo del flautista: un niño cojo que no pudo seguir a los demás y una rata que contaría lo sucedido en el río Weser. ¿Oskar Matzerath? ¿La Ratesa? Los sobrevivientes se sintieron con la libertad de narrar desde otra perspectiva y para ello se valdrían de la realidad, de la leyenda, de la historia, de instrumentos mágicos, de los recuerdos. Günter Grass borró juguetonamente todo límite literario para develar lo que Giovanni Boccaccio llamó “el pestilencial tiempo de la mortandad”.

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