lunes, 22 de junio de 2015

EN TU NOMBRE, Mario Islasáinz


Lo escribí hace 14 años, se publicó al año siguiente, hoy lo regalo para todos aquellos huérfanos como yo, pues no pienso volver a publicarlo, sea pues

“En tu nombre”

Mario Islasáinz

Para Don Mario, mi padre, in memorian,
y para todos aquellos huérfanos como yo.

Que nadie venga a decirme
que estás muerto,
que nadie se atreva tan sólo
a sugerírmelo.

Tú eres el ser más vivo
de todos los muertos
y yo, que estuve contigo desde ayer,
lo estoy desde siempre.
Tanto dolor,
no es otra cosa
que el cúmulo de angustias
recogidas a través de los días.
Un desasosiego desconocido:
taladro incesante
golpeándome en medio de las piernas.
La noche más larga de mi vida
incrustada en el fondo
de una garganta impedida
de lanzar un grito,
uno solo,
que logre hacerme reconocer
entonces, que la puta vida,
continúa.
El pálido mediodía
en la ciudad que nací,
me hace daño:
ocio desgraciado enfrentándome.
La tenue sonrisa hipócrita de vivir
no me es suficiente,
viene a ser un dejo de lástima
que no acepto.
La soledad nació conmigo
y estoy dispuesto a defenderla
aun de tu supuesta muerte.
Sólo medio rostro te adivino ahí,
tirado en esa plancha helada,
medio desnudo, embarrando parte
de la espalda en los asquerosos
reposos de los que ya partieron;
tú no, tienes las plantas de los pies
negras de recorrer la noche en mi búsqueda.
No estuve en el momento, Padre,
mi camisa rasgada y el cabello al aire
no refrescan tus ojos cerrados por otro,
quiero arrastrarme hacia ti
y llorarte por todo lo recorrido
en pos de mí, hombre de amor:
melancolía dolorosa que desairo
arrepentido de no haber estado.
Por ello, mi mayor penitencia es
postrarme quedito aquí, a tu lado
y prenderme a tu corazón que no me mira.
Me desbordo advertido por la torpeza
de olvidar el tiempo que eché a perder
por el engañoso hartazgo de rehuirle
a tus brazos verdaderos y amorosos.
La triste y sensual tarde
en que llegué a visitarte
antes de tu muerte,
postrado en esa cama de hospital
entubado hasta el ventanal de enfrente
y con un respirador asqueroso
obligándote a vivir,
quise besar tu frente, acariciar
tu rostro ya desinflamado,
recorrer todas tus lastimaduras
deseando que nada de ello existiera.
La lluvia amenazaba con venirse
encima de las nubes
y me hizo abruptamente,
desistir de lo que hacía;
me levanté de ti encerrando mis ganas
en la cajuela del coraje.
Mis ojosfaro se deleitaron entonces
admirando tu respiración obligada,
te entretenías solo en búsqueda
de una sacudida, un golpe
de anhelada satisfacción:
dejar que una fuerte contradicción
te llevara de plano sin consentimiento
frente a mí, sin magias ni hechizos
para que lo entendiera,
sin necesidad de nadie.
No lo soporté, te besé por última vez
sin saberlo y salí de la habitación
a confundirme con el blanco aguacero
de la inesperada noche en que estuvimos
vivos, los dos.
Con mi cuerpo,
cubro el tuyo desnudo, inerte:
árbol violentado por una máquina azul
devoradora de rieles y humanos
ante un corazón desprotegido.
Te abrazo fuerte, no deseo zafarme de ti, Padre,
del resto de vida que ya no emanabas,
nutrirme con ese engaño de savia
en el verdor de la colina en la que nunca
nos encontramos.
No quiero entristecerme,
necesito a mi piel puesta en repuesto
de tu despellejamiento inútil:
evolución hacia el avance de una ciencia
anunciadora de la eterna juventud.
Me alegro de la mentira no mía
hecha por la terrible situación en la que
me encuentro sin hallar a nadie;
soy la ventaja engañosa de lo que sí durará,
de que mi cuerpo sana y se sana
inundándose de tu sabiduría
proveniente de la tierra en donde
te habremos de sembrar.
Aferrado a ti, me retiran metiéndote
en la bolsa donde acostumbran poner
a los que abandonan el respiro:
la colina declina ante mi peso
lleno ya, de tanta vida.
Te veo y me estremezco,
soy un delgado hilo desvaneciéndose
en la inconformidad de no lograr el grosor
del coraje ante una simple fotografía
en la que, ni siquiera me abrazas,
estás tan solo en ese papel,
que nadie creería en la enormidad
tan contradictoria de tu forma de ser;
no hay de qué preocuparse,
así te supimos
y así te continuamos amando.
Padre, no llevabas nada en la caja que
te sepultaron muy a tu disgusto,
no tenías el más leve gesto de conformidad,
de ahí que ni un solo puño de tierra
aventara encima de ella,
otros se encargaron de hacerlo y sabes,
a ningún cabrón conocías.
Vengo de estar con mi hijo menor,
el que más te extraña,
en un homenaje que se rinde a los padres
y lo soporté con la frente en alto,
mirando al sol,
dando rienda suelta
al recuerdo de que nunca fui contigo
a ninguna de estas invenciones
en mi tiempo de niño.
Te honro siempre,
lo sé porque,
en el preciso instante en el que más
brillaba el lastimero sol, tan certero
en mi rostro de papá orgulloso,
tu nieto y otros niños
entonaban un canto hacia nosotros;
ahí, sentí tu presencia y me
sometí a la peor de las torturas.
Del disfrute, pasé al desconcierto
de saber que no estás el mero día,
ni mañana ni nunca,
en estas invenciones que te comento.
Metí mis manos en los bolsillos
y volé hacia ti, sólo para autoengañarme.
Te sigo amando demasiado, Padre.
No me hacen falta homenajes
ni motivos para que esto suceda,
mas en serio, cómo me dueles Mario,
en este mundo donde en situaciones
como hoy, me siento tan solo.
Llegó el día Padre,
me contuve toda la madrugada
hasta que al astro rey
se le dio la gana de salir a joder.
Es el momento en el que no entiendo aún,
cómo cabrón lo soporté
sin derramar una sola lágrima,
te juro me valían una pura
y dos con sal los presentes,
total, nada me hubiese costado el gritarles
que era el primer año de festejarte huérfano.
Qué difícil contarle al que no está,
empezar con una palabra,
mientras las otras se entretejen en la lengua
y no puedo hablar.
Qué caro resulta estar solo.
Las propuestas implacables
aturden al que pretende decirlo todo
en medio de un vocerío interno:
cerebro vertido hacia sí.
Mis manos se detienen,
el aire es incapaz de llevarse
la intrincada imagen que no puedo borrar,
eres eterno y estás tan cercano
que no importa jamás volver a intentar el sueño,
si te tengo.
Mis hijos imploran saber
de dónde me provienen
las ganas de escribir acerca de ti
que ya no estás,
sus rostros,
en donde se incrusta la inocencia,
dificulta el darles una respuesta
que los pueda herir;
invento que las musas:
ángeles que te cuidan desde el cielo,
bajan a dictarme lo que debo poner
sobre la hoja blanca que me reta.
Atónitos me miran
y casi me atrevo a pensar
que los he convencido, Padre,
a pesar de que de mi apretado puño,
no ha brotado un solo signo.
Me levanto de lo que me enfrenta
y los abrazo como si fueras tú,
dejando para más tarde
el estar contigo, a solas.
Te vi, Padre,
te noté seguro en el vuelo acostumbrado
y disfrutándolo como si fuese la primera vez.
Qué bello eres,
el cabello no se te movió en instante alguno,
sólo tu figura y tu boca llena de sonrisa,
inundaron el espacio adueñándose del viento,
lugar donde significas sin igual.
Nada como el saberte en pleno,
nadie se atrevería a compararse contigo
y menos en la tormentosa lejanía
en la que te fuiste perdiendo,
evaporándote por entero de mis ojos
sin dejar de ser tú.
Qué inútil el proponerse sueños
que están tullidos, Padre, desahuciados
como yo en esta tarde de silencios
en donde recuerdo las fiestas infantiles
en las que sé, estuviste en sólo dos
de los cuatro pasteles hechos por mi madre:
ala de colibrí que no cesa de moverse.
Padre, eres el deleite por el cual sobrevivo
en este mundo totalmente irreal y fantástico.
Vendría a ser como moldearte a diario con barro,
ella lo sabe,
embarrarse el cuerpo con tu contenido
y encerrarme en tu piel sin hornear,
sería el sacrificio en donde sumergirme.
Así en los misterios, en tus enigmas,
por ello le hablo de aquel hombre imperfecto,
el que no ha encontrado,
por el simple hecho de que la honestidad
se vuelve realista en todos los sentidos,
aunque reconozco lo difícil
y divertido que resultaría el relacionarse
con alguien cercano a sus deseos de madre.
Ella es la mujer en cuyo fondo
me perpetuaría como hombre,
la forma para llegar al encuentro
de todas las dificultades:
a la sal de la vida que en ocasiones implora.
Bailaría, si ella me lo pidiera
durante todas las lunas que se dieran,
mientras no dijera basta,
porque dice no ser la mejor bailarina,
tú se lo impediste de alguna forma, sin embargo,
es la alegría brillando en todo momento,
lo sugiere su ya no espigado cuerpo
que pide ser escuchado,
posee una mente relajada,
más por sus venas corre la magia de vivir
y acude a donde el destino
vendría a ser enteramente suyo si pudiera lograrlo.
Sus manos se están quietas,
si acaso muestran una especie de nerviosismo
y las entrelaza,
para luego removerlas
en busca de algo que reviviría el alivio:
hallazgo de su inquietud
es saber que no lo ha perdido todo,
piensa sin saberlo,
que padece la certeza de no mostrarse al mundo,
cuando se sabe un libro abierto
que gustosa daría lo que fuera
por encontrar lo que necesita
y se dificulta aparecer en su vida.
La lucha continúa y está cierta de ello, Padre,
por eso, sé, que mamá es el deleite
por el que no sólo sobreviviría,
sino que ofrendo mi silencio a sus palabras.
Anoche, Padre, platiqué
largo y tendido con mi mujer;
me dice ignorar qué fue lo que le diste,
que te ama más allá de la llamada muerte,
que ayer, te escuchó dándole las buenas tardes
y te devolvió el saludo
como si estuvieras hoy, tan vivo como el día.
Lloró de lo alegre que estaba mientras me lo dijo,
recordamos los tiempos de tantas cosas dichas por ti
y que ahora son nuestras;
reímos tanto, que te hubieras contagiado
con esa risa heredada de tu madre que tengo
y que tus nietos a diario la llevan a cabo
como si practicaran a ser tú.
Está lloviendo de tal forma
que pareciera que la lluvia rompiera el escenario
al que vine para escribirte un poema
que hablara del amor que te tengo
y te salgo con cosas tan trilladas
como lo que somos mi mujer y yo hablando
durante la noche de ti, que sigues vivito
y coleando desde que te enterramos.
Por qué todo esto a destiempo, Padre,
lejos del engaño natural de la hipocresía.
Te supe tan cerca de alguien
quien respira profundo
y no nos es ajena para nada.
No me marcharé,
no puedo darme ese lujo ahora
que te reencontré, me quedaré detenido
hasta dar algún día
viéndome dentro de tus ojos
que deambulan entre la pérdida
y las ganas que tengo de ti,
de estar contigo.
En paz si quieres, en delirios,
pero no necesito correr hacia
donde no te encuentras;
nadie puede negarle a este huérfano,
aunque sea una sola vez,
enredarme en tus brazos
y perderme, para así,
no pensar en que quizá sea la última ocasión
que suceda lo que más deseo.
Padre, soy tus ojos,
no te escondas más en la lejanía
que me daña tanto, como a ti lo que ignoro.
Ven, déjate encerrar en mí,
qué diablos puede importar la suerte que corramos
si la santidad no está puesta en nosotros.
Permitámosle a la sorpresa conducirnos
por el rumbo que elija la existencia de ser,
desconociendo todo lo que no deseamos,
concientes de que no estamos enteramente vivos
y vibrar puros y blancos
en medio del circo de la vida.
No te propongo nada que no exista en los sueños,
quiero a tus ganas unidas a las mías,
recorriendo formas y fondos imposibles
a manera de inicio de algo
tan real como la muerte misma.
Perra muerte que rompes
con mi comodidad de-vida,
aquí ya no haces falta:
hermosura que interrumpes al silencio
con ladridos sordos.
Nada deseo más, que sentenciar
a todo aquel que irrumpa en mi latir:
corazón de niño.
Qué lindo sería desvanecerse
en el aire buscando y hallarte,
desgajar tu esqueleto con mandíbulas
de acero deshaciéndonos en el olor que duele,
con el que nos matamos.
Tu estructura fuerte,
aniquiló por completo
la última caricia que no llegué a dar;
suerte perra,
no poder romper tu poderío.
La noche baña al mar
con su sombra predominante
y señala un camino al rayo de luna
por donde cabalga mi mirada
que late a cada parpadeo.
Tengo destrozado el corazón
por el artero golpe al tuyo y aquí,
en la playa imaginaria de la soledad
se bate a duelo mi memoria
adentrándose en ti, Padre.
Dónde los silencios, tus pasos
de andar rápido: pez en la tierra
a la que arribaste de entre las piernas
de la abuela que no gritó y tú,
lloraste por primera y única vez.
Quiero salir a buscarte sabiendo
que nunca daré contigo,
necesito embarcarme en esta noche
inutilizando a la imaginación,
a través de este mar partido
por el rayo lunar.
No te he llorado padre,
me da miedo la primera lágrima,
me remonta al mar que nunca miré contigo,
bastaba echar una ojeada a tus ojos
para estremecerme ante la inmensidad.
Ahora entiendo el por qué
no me llevaste a verlo si te tenía
y tengo a tu nieto mayor
para satisfacer semejante curiosidad.
Diste tanto y a su tiempo,
que hoy me sobra para terminar
de entender lo enorme
que continúas siendo.
Miro a mi hijo mayor
y eres tú, viejo,
se llama igual que tú y yo,
no te extrañamos como tu nieto menor,
lo sé, porque cuando su madre,
tu nuera-hija los lleva a visitar a mamá,
corre a recostarse en tu cama
y a solas susurra: Toto, Totito,
me lo han dicho mi esposa y su hermano;
te juro ignoro qué cabrón decir,
las mujeres lloran y a ti
que nunca te vi hacerlo
me remuerdes todo el interior.
Estaba en casa ya,
con los hijos y mi esposa
después de estar en la tuya,
con tu mujer,
mi madre,
esperándote,
no sabía
el desenlace de estar un domingo
de tantos, con la costumbre arraigada
por años, sabiéndote sano y salvo
recostado, después de tu paseo visita
en casa del tío Miguel,
el mismo que hoy,
esos días especialmente,
bebe solo hasta emborracharse
y botanea hasta el hartazgo riendo
en solidaridad solemne
a ti, Padre,
que no regresaste
a la costumbre de tantos años.
Y no quiere a nadie con él,
me lo ha dicho, sin hacer falta
que lo hiciera.
Estoy en casa y no es domingo,
sigo esperándote con la ilusión
que no logro arrancarme,
dolorosamente recostado.
Hay marchas que les llaman fúnebres,
las odiamos en su momento;
no eran canciones que nos dijeran algo,
sólo luto se desprende de ellas,
siguen existiendo Padre,
para oídos necesitados de dolor:
sigo sin tomarlas en cuenta.
La tormenta no ha sido breve,
ignoro qué me dará la vida,
ahora, que ya no estás para joderte
todos los días tu dinero,
aquel que sacaba, con el debido permiso
de los bolsillos de tus pantalones
que mi madre regaló,
porque quiere evitarse esos recuerdos;
a veces no la entiendo,
la encuentro en ocasiones
gustando de esas marchas, creo,
quiere irse matando de ese dolor
vestida con tu ausencia.
Las campanas llaman a duelo,
huelen a él, a ausencia de alguien
que abandona su cuerpo
para partir en pos de un vuelo ignorado,
la gente se arremolina, se apretuja
y los tuyos estamos como ajenos
a lo que sucede alrededor.
Pensamos en todo
menos en lo que está ocurriendo,
eres tú el que se encuentra encerrado
en esa caja que hasta el color
me dieron a escoger, sabiendo
que te lastimé al pedir tu preferido,
con el que tus ojos eran acero firme
para salir a enfrentar la vida
con tu hermosura de viejo guapo.
Empieza el cortejo
y nosotros arrastramos los pies
ignorando el motivo por el que el gentío
se encuentra rodeándonos
camino al cementerio para enterrar
al muerto, que no es otro que tú,
que ya te has ido.
Llego a tu casa al amanecer
y te veo sentado en la silla blanca
releyendo los periódicos de ayer,
de pierna cruzada,
con las viejas chanclas calzando
tus pies vestidos de mariposas;
tienes puesto el pantalón
color del jardín y una camisa
a cuadros que cuelga en tu viejo perchero:
era de uso diario matinal.
Tu saludo de siempre,
la cordialidad y tus ojos de cielo
dándome una mirada de amor
ante lo que sé, soy bienvenido.
Tu esposa aún duerme,
la radio que odiabas y que
llegó a gustarte tanto,
suena a medio volumen.
Dejas los diarios a un lado
y ocupo la silla de junto
sintiendo los rayos de sol
que eran para ti y ahora
calientan mi cuerpo.
No estoy solo, Padre,
levanto los periódicos
para recordarte.
Anoche,
traviesa la oscuridad,
quiso meterse en mí
como si fueras tú,
la deseché rápido,
sentí temor de su atrevimiento
y sabes bien Padre,
que no soy afecto al silencio,
es un dolor punzante
al que le huyo
y por el que no me decido aún.
Mis hijos y mi mujer dormían
tan tranquilos, que no le di tiempo
al descuido de atraparme.
Vales oro, Padre,
hasta eso me enseñaste sin decirlo,
de ahí que no duermo,
de ahí que nadie lo sabe,
de ahí que soy tú
y lo sé, al grado,
que nadie tiene permitido entrar
en nosotros que compartimos
el alivio de estar más vivos que muertos.
Vine a buscarte porque el silencio
te encerró en el escondrijo más raro
y poco conocido por mi:
la palabra que no puedo decir.
Tengo eternidades rastreando tu olor
por medio de mis fallidas fosas nasales,
espejos nada deslumbrantes
por donde te invoco,
desconocido mío.
Estoy parado encima
de la mentira cruel
de no hallarte,
de dar vueltas en un círculo
dentro del cual,
continúo siendo el solo de siempre,
el culpable de las tardes lluviosas,
las no deseadas en tiempo
de fiestas a la deriva
y me convierto en iracundo por ti,
porque no sé dónde la serpiente
deposita el veneno que no he de tragar,
soy el ignorante depredador de tiempos
que transcurren a través
del espacio lleno de nadas,
las estúpidas nadas que no dicen,
que callan aturdiendo el viento
que podría traerme algún rumor tuyo.
Duerme, Padre,
nunca te costó trabajo hacerlo,
fuiste mi envidia por ello,
te veo envuelto de azul,
rodeado de nubes cargadas de ensueño.
La luna es una uña de tu cuerpo infinito.
Recuesta la cabeza en tu almohada eterna,
es el premio del juego al que nunca apostaste,
descansa,
que tu cueva está intacta,
tu compañera vigila,
no se halla, lo sé,
te siente en casa
y no puede negarlo nadie:
eres el bello durmiente.
Que nadie se acerque a interrumpirte.
Bórrate silbato demoniaco,
corre a refugiarte en otros oídos
que seguramente estarán anhelantes
de tu espera,
aunque tampoco alcancen a escucharte.
De nada sirve tu fantasmal aullido,
lo que provocas en mí
es un silencio que no detona,
sólo desentonas el entorno en que vivo.
Singular mundo de ausencias.
Resoplas y no sucedes,
no logras ya sobresalto alguno,
eres la vaguedad distante
en el umbral de una sola presencia,
la que siempre estuvo y está junto a mí:
árbol monumental
que nunca sembré con mi Padre.
Tengo incrustada en la mente,
la curiosidad injuriosa de saber
el por qué la vida tan inusual y compleja
para la mayoría,
haya sido tan gratificante y sencilla para ti.
Tengo mil flores en las manos
y no sé a quien dárselas,
poseo una cantidad de sueños que contar,
que contarte ...
Y me niego a ofrecérselos a otros.
Tengo tu recuerdo todo el tiempo
y no quiero tiempo para olvidarte,
necesito escuchar tus carcajadas
y sentir el dolor en el estómago
que me provocabas al contarme historias chuscas.
Día y noche, tengo a la muerte junto:
compañera que no ríe,
peca de solemnidad su presencia
y me hace reír, más nunca
aquellos dolores como contigo.
Tengo la extraña urgencia
de ir a reconocer el lugar de tu caída
para contárselo a mi madre y llorar,
llorar en su hombro hasta que la noche
se haga día y terminemos los tres riendo.
Padre, tú me lo diste a descifrar
y yo digo que esta revoltura
no es otra cosa
que un mar incontrolable,
impasible a veces y otras,
refugio en donde yacen las miradas
de los que creen aún en la esperanza.
Es río que se desliza
desde las arterias de un corazón
que late incorregible
desechando todo lo que llaman imposible;
en ocasiones, se aturde en la tarea
al intentar adentrarse en el logro
de que finalmente, la soledad,
se ahuyente definitiva de aquellos
en donde por sus venas se infiltra
artera, la ignorancia.
Por ello es que luego,
cuando no se me da el anhelo,
la nube azulea al cielo,
azul, el cielo se asolea
y la nube, sola, sin azulcielo,
llora, así, la tierra
se llena de lluvia que llega
desde el cielo desparramándose
en llovizna que moja
a los árboles verdeagua
y se forman ríos que van
a dar al mar.
Por eso, mi nombre completo
de hombre, el que me diste,
está contenido en este laberinto
que azulea, ya no sólo al cielo,
a la nube, a la tierra, sino
a todo lo que significo
en este charco de aguamala
y me sostengo en este andar de mar-río,
con máscaras de barcas buenas.
No, no recorreré las calles
que tus pasos anduvieron,
prefiero calzarme los pies
con los zapatos nuevos que olvidaste
y desgastarlos a la par de la vida
por su delgado hilo
que aún te nombra intentando
derrumbarme en cada esquina.
No tengo miedo Mario,
lo que sí padezco, es la inconformidad
de saber que la tierra que te cubre
es tan pesada
que la mañosa mañana
en la que te despediste
con la promesa de regresar
ya no exista,
igual que existe el camino de siempre.
Por ello mi hermano del alma,
desgasto estos zapatos por senderos
no andados por ti.
Nunca te has ido.
Nunca diste un golpe a mi cuerpo
aunque reconozco varios a la conciencia,
era tu forma de educar al loco
que tuviste por hijo y que te ama
más allá del recuerdo.
Pinches remembranzas tan hermosas.
¿Por qué no tengo una mala?
Carajo, Papá, quisiera no ser como tú,
mas no puedo despojarme de la piel
ni quitarme las cosas que dejaste,
son tan profundas, que en ocasiones
revives en mí y en mis hijos.
Bien dicen que nada se hurta
cuando se cae en la memoria
de tantas cosas hechas sin darse cuenta,
sin querer, somos tú.
A pleno vuelo declinando la tarde,
incrustaste atrevida,
un dardo venenoso en el corazón
herido de mi Padre.
Ilusa,
te aventuraste al arrebato
de robarnos de golpe,
setenta y tres años de un ser
privilegiado nacido en el veintisiete.
Llegaste lenta,
a hurtadillas,
lo dejaste desvalido ante el acero
que golpeó su rostro:
nada ha cambiado desde ese día.
Él no está contigo
a pesar de tu esfuerzo,
se encuentra con nosotros
bajo el amparo de la sombra
que siempre buscó,
en las mañanas y tardes de sonrisas,
en las maravillas halladas
a través de los años.
Tan está aquí, ahora,
que es él, quien guía mis dedos
para escribirte esto. Pendeja.
Estúpida,
sientes que con tu hazaña
harás que olvide todo un cúmulo de ayeres
y la vida de quien me la dio.
Me arqueo de risa,
me conmueves ingrata,
eres tan inoportuna
que estoy de ya, viviéndote.
Quién carajos te crees
para venir a regodearte
con tus devaneos de omnipotencia;
no soy el niño de ayer
que soltaba el llanto
de sólo escuchar tu nombre...
No, ahora te chingas,
ni una sola lágrima verás
brotar de mis ojos.
No te has llevado nada, loca,
lo veleidoso de esta vida
me recuerda que estoy ansioso
por coquetear contigo,
hasta el hartazgo de saberte
incapaz de hacerme daño.
Hoy se cumplen nueve días de tu abandono,
ayer martes lo mencionó mi madre
mientras transcurría la tarde charlando de ti,
de la inconformidad que nos corroe
tu partida:
sabor a pérdida.
La visito todas las tardes de martes,
recorro tu habitación
y te saludo a sabiendas
que no siempre respondías al mismo,
por ello no me extraña el silencio
que habita el lugar al que llego.
Me gusta estar con ella
a pesar del tema tan recurrente,
a veces desearía estuvieras con nosotros
fumándote un cigarro robado de mi cajetilla;
sigo fumando la misma marca
y a cada ocasión al encender uno,
estás ahí,
retorciéndome los recuerdos de no estar.
No iré a tus misas, no me gustan,
mi madre intenta entenderlo para no sentirse sola
cuando se mencione tu nombre que es el mío,
estaré atento de ti,
de ella,
y no sólo los martes,
sino todos los días para que estés contento
y mi conciencia se alegre de no necesitar
el pisar casa o iglesia para vivirte.

Fui a ver el mamotreto
que te pusieron encima,
tiene una escultura hermosa
en forma del que llaman cristo
y piedras, de esas
que tanto te gustaban.
Mi hermana y mi madre cada domingo
van a verte, yo no.
Aquel día me asomé para saberte cómodo,
tenías montones de flores,
(ya sabes, les encanta gastar en ello),
también sabes que no puedo meterme.
No es mi tumba.
Alguna vez iré a visitarla
a pesar del pacto que tenemos,
prefiero respetarlo y hablar contigo
todo el tiempo, sin importar la hora.
Ha hecho mucho viento, Padre,
lo sabes, se atrasaron y es ahora
a finales de marzo que lastiman
los hules que mi madre suele poner
para proteger a los pájaros y sus cantos.
Los ha reparado
y no me espera, ya la conoces,
a veces pienso no le hago falta,
lleva días diciéndome
que el último plástico
que compraste,
es azul y no transparente
como a ella le gustan.
Detesta no ver el cielo
y más ahora que te cree inmerso en él:
no existen remedios para esas cosas.
No me disgusta la fuerza con el que aire
se desplaza dueño del valle,
lo que sí,
es que siempre termina por destrozar
los techos de lámina de los jodidos,
los paganos eternos de este tipo de fenómenos
que año con año se presentan,
sólo que ahora,
te lo reitero, se han retrasado
y amenazan con abarcar abril,
por eso me atrevo a contártelo,
nada puedo hacer para impedir que el viento
irrumpa en el mes más hermoso para ti.

Estuve ayer contigo,
lo supe porque un rayo de luz
penetró en mi habitación
y era ya, más allá de la medianoche,
me sentí tan contento de saberte tan luminoso
que hasta tuve el atrevimiento de no dormir.
Gocé viendo el amanecer:
es hermoso no verlo solo,
te fui contando los colores
tal y como fueron apareciendo
menos uno, el que tú eres.
Cuando mi mujer despertó
me olvidé de ti para ir a ver a tus nietos,
te juro, no quería despertarlos,
besé a mi esposa sin decirle nada
y me escondí en el baño a recordarte
sin encender la luz.
Fui a otro estado a leerte,
ya sabes, Padre, las invitaciones al loco
que hace poesía para otros,
mas esta vez, te lo juro,
apretujado, viajaste conmigo
en signos y hojas sacrificadas
con doble grapa y cuidadoso refinado.
Ha sido el viaje más tranquilo de mi vida,
infinidad de salidas temerosas
fueron olvidadas en segundos
porque no iba solo y el tiempo,
pasó a formar parte de lo que de veras,
ya no existe en mi singular forma de ser:
la que te heredé casi por completo.
Pero me debes una Padre,
nunca imaginé que al terminar de leerte,
una turba de gustosos fuera tras de mí
en pos de una firma, te confieso
me asustó tanto lo ocurrido,
que ahora al recordarlo, mejor no me debas nada
y quedamos a mano en vida
como lo estamos con la muerte.
Me fui cargándote en el lomo
de un autobús a otro y no me pesaste
durante no sé cuántos malditos kilómetros,
llegué molido y esperanzado,
no me lo esperaba, había gente esperándonos
con la intención de escucharte por medio
de mi voz enferma de tantos cigarros fumados.
Después de dos mesas de lectura
tocó el turno a tu hijo hablar de ti;
lo hice sin mirarle el rostro a nadie,
no hizo falta, Padre, nuestras voces
rezumbaron hasta los interiores
de aquellos descarados, y se dio el
llanto, aquel que no entiendo,
porque hablé de un hombre feliz
y no de alguien que estuvo aquí
padeciendo lo que los demás
antes de abandonar esta tierra de poetas
en la que hiciste habitar a tu hijo.
Quiero platicarte el sentimiento
de furia que padezco cada ocasión
que vienes a mi mente y sigo sin hallarte,
porque te busco, Padre, todos los días
en tu casa, en las calles y en los silencios
que se me dan de manera tan inoportuna.
Viene a ser como si el canto se me estuviera negado,
la voz escondida en el fondo del corazón
que te juro, no sangra, pero provoca
un desánimo terrible que no logro desechar,
es, mejor dicho, sentirme de la madre sin poder
reventar como el grito que di al nacer
y que desde ahora, reconozco,
no daré el día de mi lejana muerte.
Recuerdo los tiempos del café por la mañana,
aquel que no sólo disfruté yo,
sino muchos que te extrañan
y con quienes tengo que disculparme,
porque el tomado conmigo,
no es el mismo, Padre,
por favor, deja que el aroma nos penetre a todos,
que del añorado sabor yo me encargo
aunque siga disculpándome de por vida
para con todos los que te amamos.
Cada vez que te recuerdo
estás intacto,
en serio que no pasa el tiempo por ti,
tuviste la fortuna de equilibrar los años
y manejarlos a tu antojo,
la memoria no me falla,
para mí, sigues teniendo cincuenta y cinco
aunque te enterramos de setenta y tres;
por eso, papá, qué importa
hayan pasado ya,
varios estúpidos días.
Me dijo Gaspar, que faltan aún
muchos dolores que tragarme,
demasiados muertos por cargar
y no sabes cómo le agradezco su advertencia,
por lo pronto, sigo amándote como siempre,
porque la muerte es un mero parecido
tan difícil como querer explicar la pérdida;
a lo mejor, Padre, a esos dolores se refería Gaspar
cuando me dio a leer un poema de su propiedad
y yo, me hice el desentendido,
porque la verdad, es la hora en que no sé
cómo explicarle a la gente que te tengo
y tú, necio, absurdamente, encerrado en
esa puta oquedad, lo niegas.
De corazón a corazón,
ya no quiero me miren,
parece una locura pedirlo,
pero quién lo iba a decir,
ay de mí, Padre, tan huérfano de ti
a los cuarenta y un años
y tan inundado de gentes
que no deseo ver,
si no te sé aquí,
esperándome para platicarme muerto,
que sí vale la pena vivir.
Estoy recordando tu ausencia
en medio de la espera que no pedí:
la que tanto aborrezco.
Quiero abrazarte Padre, fuerte,
hasta molestarte,
hasta desquebrajar la asquerosa solemnidad
del remordimiento que no tengo
porque éste voló desde el inicio,
en donde,
lo que más me duele
es el alma,
que se estremece de aferrarme al vacío
escribiendo acerca de la vida de guerrero
que poseo, gracias a ti
y que me hace odiar aún más las esperas
de las batallas a enfrentar, aquellas,
las no pedidas, rodeado de tu ausencia.
Te fuiste dejándome para saber
qué es lo que ha pasado,
no sé, ni lo quiero indagar.
El dolor es tanto que corro a refugiarme
en tus nietos,
en tu mujer,
en la mía que es la vida por la que
me sostengo en este mundo
en el que desfallezco sin poder
brindar siquiera por el hombre cuyo rostro
tatuado en mis adentros, simplemente
se murió dejándome aquí con ojos
de guardián que regala todo,
aunque sean robos a plena claridad
y no soy nadie para anotarlo
en la agenda que debo presentar
el día en que me lo reclames.
Me asumo como enemigo del destino,
virtual retroceso en el que la mayoría perece:
suspenso del mañana por todos desconocido.
Nadie mira sus raíces silenciosas,
cobardes no se atreven a sumirse
en lo que vendría a ser el descubrimiento
de lo hecho, lo logrado.
Quién puede ser futuro,
si el sol no se atreve a mostrarse
desde la noche en que se vive y nadie,
tiene la ligera certeza siquiera de si amanecerá
con un resabio de respiro:
aliento del que vive muerto sin saberlo.
Lo aclaro Padre, porque si bien no duermo,
no es por temor a lo que digo, sino que
quiero ser el último, si quieres, en declararme
sentado en la pesadumbre del día en que tú
no amaneciste y aún no lo puedo aceptar,
como el acérrimo rival del corazón
que deja de latir para que el iluso destino, exista.
No salgo a respirarte,
te hallo en las costumbres
y en la colcha de la recámara
que tu esposa no ha cambiado.
Sigo creyendo en el recuerdo;
el olvido es quien está muerto
y no tú Padre,
de otra manera,
quién carajos sería tu hijo
que a diario evita servirle al júbilo
de la mentira piadosa:
madre en espera de verte.
Lo que sí reconozco perdido,
es a la oscuridad que a nadie perjudica,
a la luz matutina que no anuncia, no sabe
si lloverá, o será el sol el triunfador del día,
eso es lo único reconocido por mí,
lo demás, se puede ir al diablo,
tú eres lo más hermoso que no tengo
por qué salir a respirar.
Poseo la fuerza necesaria para olvidar
la pregunta que me corroe las tripas,
pero esa valentía prefiero guardarla
para cuando estemos de frente
y seas tú quien me la conteste.
Porque nos vamos a encontrar,
lo sé, y nos llevaremos
un buen rato charlando,
jugando a las preguntas y respuestas
como cuando era niño.
¿Te acuerdas Mario?
Dejé de pronto el ser joven.
Ahora mi hijo es el niño
con quien recuerdo nuestros juegos.
No es reproche Mario,
desde ayer,
estoy a la espera del momento
en que además de estrechar manos,
nos enfundemos en un abrazo eterno.
No me he de mover hasta encimarme en ti,
perdido mío, deseado y no hallado
en el resquemor que tanto temo
y en el que no he de sucumbir,
porque simplemente, no se me da la gana,
voy a continuar escribiéndote,
hasta que algún signo indoloro me diga:
aquí estoy, solitario,
separa tus dedos de la máquina
y penetra en el habla, soy tu Padre.
Ya sabes cuánto me ha gustado siempre jugar
y no voy a dejarlo de hacer,
ahora que la tierra es nuestra.
Padre,
un río inagotable
fluye día y noche
por entre mis venas:
mar por llenar
en el desierto de la memoria,
aquella que no cree,
la que pernocta en el no tiempo.
Mientras,
hago una incisión en mi cuerpo
para desangrar tanta desolación:
penitencia del desamado.
Padre,
fluyo.
Me deshago
en el intento por ti
que no es breve;
viene a ser la distancia
desconocida entre tú y yo
que no somos ya,
porque mi fluir
es deficiente cordura
para mantenerte con vida
en este laberinto que propongo
desde la locura heredada
el siglo pasado
en el que me parió mi madre:
tu amada mujer.
Padre,
en tu soledad absurda
somos uno solo
a pesar de la lejanía
que hoy descarto,
porque me reconozco
en la profundidad de tus ojos:
azul día profundo,
verde tarde y gris nocturno.
Qué puede importar tu inesperada ausencia,
poseo tanto tuyo
que nunca te irás.
No más soledades ni distancias,
simplemente, ya no existen,
lo sabemos.
Padre,
en mi ventana solar,
el asomo de mi rostro
sólo encuentra al círculo vasto:
iluminador de sueños.
Eres el espejo en el que me miro,
porque tú siempre supiste hacerlo,
sin embargo,
me siento solo ante el enorme resplandor,
en el que,
como Narciso en su lago,
me asomo para imaginarte.
Yo,
el que nada posee,
siente tu cercanía
en un ligero latido del corazón.
En tu nombre, Padre,
vengo a sentarme a solas
en medio de ruidos
que intentan distraerme
de ti.
Estoy tan despierto,
que nada logra desprender
al vaso comunicante
del horizonte que miramos un día
y que vence cualquier distractor.
No hay de qué preocuparse,
estamos tan unidos andando juntos
entre el que estaremos hoy y mañana
atentos a cada movimiento ajeno,
que me río como río,
del presente sin ti.
No es fácil, Padre,
quisiera negarme a continuar;
las manos se me aturden,
el cerebro es un nudo
que tampoco logro desarmar.
Qué hago,
mi madre, tu mujer,
se cayó en la inmensa calle
y se ha roto un pie, sola, tan sola,
que nada pude hacer.
Estoy sumido en la cárcel
de horas a las que me obligué.
Ya no más, Padre,
quiero correr hacia ti
para reclamarte tu partida
y no puedo,
a mis gritos los borra
el desgraciado tren de la vergüenza
de ser sólo un pobre hombre
en esta desolada tierra:
un hijo tuyo sin respuestas.
Ella está bien,
los pocos que somos,
los que dejaste,
estamos con lo único
que amaste en la vida.
Las molestias se las lleva
al consuelo de los que traje
al mundo con quien más amo,
ellos están ahí todos los días:
siembra no cosechada por ti.
Mi hermana vino con su sarcasmo
salvador que la encubre
a dictar las órdenes de costumbre
y aquí estoy,
a punto de salir al patio
en medio de la noche, a gritarte:
por qué cabrón no estás presente,
y con vida, Padre muerto.
No quiero hacerte un recuento
de todo lo que ha pasado,
vendría a ser un malagradecido
malparido y demás,
porque el peso es tanto
que a veces dudo en la continuación
de comunicarme contigo;
por eso,! a la madre los recuentos ¡
que me sobra lomo para las cargas que vengan.
Lo que sí deseo Padre,
es besar tu roja mejilla
de indio güero,
la que tantas veces ignoré
y me duele,
me dueles donde estás,
porque estoy impedido de todo
y emputado de no poder hacer nada
sino tragarme los dolores
que tanto duelen
y que se olvidan de existir.
El escurridizo pasaporte de la lejanía
te tiene atrapado en el temporal
de lo mordaz que se dice llamar:
propuesta no pedida.
Beso que se imprime
nombrando el sello de la muerte,
animal que no tiene momento
de aparición, Padre,
y que le ando huyendo desde que nací,
sin saberlo, sin comprender que impúdica
existe desde el vientre de mi madre,
que te extraña de veras,
no olvida el hecho de amarte cada día,
aunque el fuego del amor,
la llama que ardió durante cuarenta y cinco años,
se cortó de tajo ante el golpe brutal
de una traición que no buscaste:
paciencia del que ya se marchó
y muchos estamos a la espera
de que alguien te entregue el pasaporte,
ya, sin lejanías, para estrecharte,
como si regresaras de un viaje tan imprevisto
y temible, en el que pocos
hubieran apostado por tu regreso.
Padre, no puedo callar,
nada es casual, la gente
teje pactos con el dolor
y tu hijo no cambia, sigo necio,
sin hacer caso a tus palabras.
Son los únicos enojos
que te recuerdo:
mi omisión altiva hacia
tus implacables sentencias,
viejo lobo de mar.
La vida no es siempre la misma
y menos ahora que no estás,
sin embargo, guíame en el cambio deseado
hoy que tengo los oídos prestos
a todo lo que me dijiste y no
puedo romper, envíame un anuncio
de cómo mandar por la borda
tantos años de ser como ya no deseo
continuar siendo.
Llevo la carga de no poder
y trago rabia tras rabia
de simplemente seguir siendo el mismo
antes de tu no avisada partida;
Padre, algo debo hacer para encontrarme
solo, como estoy, ante estos embustes
de la realidad que padezco sin ti.
Padre, anoche me recosté en tu cama,
sabes bien lo poco o nada que duermo
mas, tu sombra me acompañó todo el tiempo,
no quise hablar,
mamá se hubiera sobresaltado
y había que inventarle algo,
no ocurrió,
por cualquier cosa,
preferí platicar contigo
en ese silencio tan nuestro,
ahí, en tu aposento de reyezuelo.
Te dije tantas cosas para aliviar el corazón
que cuando la noche se descargó
y se dejó venir el amanecer,
no me impacienté,
de alguna manera
sabía te retirarías al primer rayo de sol:
asesino de tu sombra.
Todo tiene su momento
y aproveché al máximo tu estancia,
limpio de estar en este mundo
charlando contigo,
acerca de lo que ya no deseo,
lo que ya no me está y sigo haciendo;
gracias, Padre,
lo supe, porque
cuando puse un pie en el piso,
te lo prometo, amanecí otro,
sin dejar de ser tu hijo.
Padre, ayer le di grasa a los zapatos
que dejaste sin estrenar,
los mismos que usé para andar lo no andado por ti,
los cepillé fuerte,
como si tú me lo hubieras pedido
para lucirlos un domingo.
El brillo logrado me asustó,
nunca imaginé quedaran
tan bellos, tanto,
que hoy los luzco
desde el primer minuto del día.
No estás más, Padre
y me dueles,
atroz, destrozado,
derrota del con vida
convidado a morir,
buscador que en el misterio
de su búsqueda no halla nada;
desgarrado por tu ausencia grito
desgarrado de ti, escondido
en el corazón que te llevaste
y descorazonado estoy sin remedio,
arremedo los tiempos idos,
contigo al lado idolatrado.
Quien fuera hacedor de magias
para devolverte un día, uno solo
y poder decir:
estás, Padre, el dolor no existe.

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