lunes, 26 de enero de 2015

TEMPORADA DE MUERTOS: CARTA DESDE GUERRERO, Alejandro Almazán (Gatopardo)


Militares mexicanos en un plantío de amapola en la sierra de Guerrero.
TEMPORADA DE MUERTOS: CARTA DESDE GUERRERO
Después de la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa, el mundo puso sus ojos sobre Guerrero. Este estado, uno de los más conflictivos de México, se convirtió en el epicentro de una dramática historia que parece no tener fin. En este territorio confluyen todos los males del país: la corrupción sin control, una economía inestable, la falta de presencia del Estado, el poder desmedido del narcotráfico y un baño de sangre constante. El cronista Alejandro Almazán viajó por el estado para hablar con sus habitantes y, a través de sus voces, reconstruir la desolada realidad guerrerense. 
TEXTO DE ALEJANDRO ALMAZÁN / FOTOGRAFÍAS DE LENIN OCAMPO TORRES



Perder el pelo, perder la calma, ¿me explico?, perder el tiempo, (…) perder la sangre, perder al padre y a la madre, perder el corazón, (…) perder, perder, y volver a perder, hasta las ilusiones perdidas hace tanto tiempo”.
Hans Magnus Enzensberger,
El hundimiento del Titanic


UNO
Le pedí que me hablara sobre la amapola que se siembra masivamente en su municipio, pero Mario Chávez, el joven alcalde de Tlacotepec, parecía venir de otro país: me dijo que eso ya no se daba, que era fama nomás y luego empezó a platicarme que un hombre con alas, aunque otros dicen que es un dragón, llevaba noches apareciéndose en su pueblo. “Mañana va a ir el obispo a bendecirnos el cielo, lo va a hacer  desde un helicóptero que conseguimos”, me contó el alcalde como si no quedara otra salvación. Hubiese ido a Tlacotepec para ver en qué acababa el cuento, pero afuera del restaurante donde platicábamos estaba Guerrero y dentro de éste estaban nuestros muertos, nuestros desaparecidos.


No eran tiempos para hablar de fábulas.

Era temporada de la flor de muertos, del cempasúchil.


DOS
Cincuenta por ciento del comercio en Chilpancingo ha cerrado definitivamente. También ahí, 70 % de los negocios baja la cortina a las siete de la noche. Una docena de casas de cambio han sido clausuradas; tenían dos, tres años limpiando narcodólares. 250 placas de taxi se le otorgaron a los narcos, vía el gobierno del estado. 120 camiones recolectores de basura le pertenecen al crimen. Diez por ciento del costo de la obra es el diezmo que políticos y narcos le exigen a los constructores. 300 familias de dinero salieron huyendo de la ciudad. 300 casas están en venta, y sólo se han vendido dos. Tres mil 500 pesos es lo que paga el dueño de un bar como cuota semanal. Cinco mil pesos desembolsan semanalmente los ferreteros para que no los secuestren y los dejen trabajar. 50 pesos cobra el crimen por cada cerdo que los tablajeros compran en el rastro. Veinticinco pesos diarios desembolsa cada taxista como cuota. En Iguala, le pueden pedir 20 mil pesos mensuales a un joyero para no molestarlo. Veinte. Cincuenta por ciento es lo que el narco le quita a un campesino cuando éste recibe los programas sociales o los pagos de su cosecha. Dos pesos cobran los narcos por cada pollo que vendan las pollerías, y 50 centavos por las vísceras.


Al principio, fui anotando cada cifra que le escuchaba a Jaime Nava, el presidente de la Coparmex en Chilpancingo. Dejé hacerlo porque me dio un par de datos que podrían ser un monumento a la globalización del narco: entre los pocos negocios que han prosperado desde que arreció la violencia en Guerrero están los servicios de seguridad privada y los agiotistas. Los primeros le deben su triunfo a los secuestros, a las extorsiones y a los robos. Los segundos viven de las consecuencias: la gente se endeuda para pagar el rescate, para cumplir con la cuota semanal o para marcharse de la ciudad. “Todavía hace dos años, en Chilpancingo, había cinco casas de empeño y hoy hay más de sesenta”, se quejó Nava y, segundos después, me contó que él tiene una empresa de impresión y que, en 15 años, nunca había hecho tantas lonas que dijeran "Se Vende", "Se Renta" o "Se Traspasa".

—A las funerarias también debe irles bien —le dije—.

—A esas siempre les va bien, por eso mejor ni te las mencioné.

En los últimos 10 años, según las cifras del Sistema Nacional de Seguridad Pública, Guerrero ha sido una máquina de la muerte: catorce mil quinientas dieciocho personas han sido asesinadas.

Llamé a I-Tec, un negocio de sistemas de seguridad en el centro de Chilpancingo. El empleado que atendió la llamada me dijo que el paquete básico —cuatro cámaras, un grabador e instalación— costaba siete mil pesos, que ese era el que más se vendía, que tenía cámaras de hasta 80 mil pesos, que se las pedían más de lo que uno llegara a pensar y, como si fuera lema publicitario, me dijo que sí, que negocios como I-Tec triunfan por el miedo.

TRES
En 2010 conocí a Javier Monroy y para ese entonces traía los zopilotes volando por su cabeza: unos pistoleros acechaban su casa, a orillas de Chilpancingo. Hoy me cuenta que hace unos meses, los Templarios —el cártel de Michoacán que mueve droga en Guerrero con la facilidad de quien vende naranjas—, lo interceptaron y lo llevaron con uno de los jefes. “Quiso que le ayudara a limpiar su imagen, ¡imagínate!”, me dice Javier, pero yo no alcanzo a imaginarme la escena.


Javier es activista y, desde hace 20 años, dirige el Taller de Desarrollo Comunitario (Tadeco, para abreviar), un colectivo que, con el tiempo, fue convirtiéndose en una oficina ambulante que recibe casos de desaparecidos, secuestrados y asesinados en Guerrero. Empezaron a recibirlos en marzo de 2007, después de que se llevaron a uno de sus compañeros, Gabriel Cerón. Gabo era arquitecto y estaba por casarse. Para juntar los gastos de la boda, trazó unos planos para Francisco Cortés, un testigo protegido que nunca dejó la mafia. Cuando Gabo fue a entregarle el trabajo a Cortés, llegaron unos policías y los levantaron. Desde entonces, Tadeco tiene una pequeña carpa en el zócalo de Chilpancingo, donde centenares de personas, de todos los municipios, han ido a contarle a Javier sus terribles historias. Y también desde entonces se soltaron las amenazas.

El 25 de diciembre de 2009, por ejemplo, Javier y otros del colectivo recibieron mensajes a sus celulares después de que le robaron el suyo a una integrante de Tadeco. Los mensajes que le llegaron a Javier decían:

“Te vamos a dar en la persona que más te podría doler y nos referimos a la del centro”.

“Un día de estos bas a formar parte del mural de desaparecidos. Att la familia ok”.

“Q facil seria yevarnos en estos momentos a la de pantalón negro y sueter café que esta en el módulo”.

—Un día me hablaron para avisarme que fuera comprando mi ataúd —me dice Javier, un tipo con finta de roquero, pero con voz para la cumbia.

—¿Y quién crees que haya sido?

—Tadeco es incómodo para las autoridades de Guerrero, para los militares, los caciques y para los narcos. Cualquiera de ellos pudo haber sido. A todos los hemos acusado de las desapariciones forzadas.

—¿Y qué otras amenazas ha sorteado Tadeco?

—Te voy a contar dos. Una: en la sierra, la gente del cacique Rogaciano Alba fue a decirme que iba a llevarme la chingada; por eso, aunque Rogaciano ya está preso, prefiero no ir para allá. Y dos: En Taxco también tengo prohibido ir; los narcos me dijeron que ni me acerque; se enojaron porque queríamos llevar trabajo comunitario.


El Comité de Desaparecidos en Guerrero ha reportado que desde 2005 a diciembre de 2013, más de seis mil quinientas personas son víctimas de desaparición forzada o asesinato. En Tadeco han llegado seiscientos casos, más o menos en el mismo periodo. La razón: sólo recibe casos en donde exista una averiguación previa; su ayuda, básicamente, es jurídica.

CUATRO
Mientras subíamos uno de los cerros que abrazan Iguala, a esa pobre Iguala que de Cuna de la Independencia y de la Bandera ya no tiene ni la fama, le pregunté a un campesino veterano cuándo creía él que a Guerrero se lo había llevado el carajo. “¡Huy!, ya llegaste bien tarde”, me contestó. Lo dijo sin resentimiento alguno, pero aún así me disculpé. Tenía la boca llena de razón: todos habíamos llegado muy tarde. Sólo el crimen, como siempre, había llegado primero.


El crimen pudo haber llegado a Guerrero en los años setenta, cuando el traficante cubano Alberto Sicilia Falcón se coludió con algunos mandos militares y juntos llevaron la siembra de mariguana y de amapola; el estado concentra hoy 60 % de la amapola producida en el país. El crimen pudo haber llegado también con los políticos que han creído que el estado es su latifundio (léase los Figueroa, la familia que ha gobernado Guerrero y que hoy controla el fertilizante en la entidad). O pudo haber llegado el año nuevo de 2001, cuando los Torres y los Arizmendi, dos grupos que tenían buena parte del negocio de las drogas en Guerrero, se mataron entre sí en el poblado Kilómetro 30, cerca de Acapulco, y desde entonces los cárteles crecieron en la misma proporción que las autoridades se corrompían.

El crimen pudo haber llegado en noviembre de 2009, cuando el comandante Ramiro, del erpi, fue asesinado por paramilitares al servicio del Ejército y del Gobierno Federal; a Ramiro se le conocía por organizar a los pueblos, por hacer trabajo comunitario y por enfrentar a los narcos. O el crimen pudo haber llegado también un mes después, en diciembre, cuando la Marina mató a Arturo Beltrán Leyva y el cártel hegemónico en Guerrero se dividió en Rojos y en Guerreros Unidos.

El crimen pudo haber llegado cuando los partidos políticos hicieron candidatos a cualquiera que pudiera pagar la campaña; el perredista José Luis Abarca, el ex alcalde de Iguala, el responsable de la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa, no fue ese primer candidato ni será el último. El crimen pudo haber llegado también cuando los narcotraficantes comenzaron a apropiarse de las policías municipales; en Iguala, por ejemplo, los cuñados de Abarca, los jefes de plaza de Guerreros Unidos, controlaban la policía y hasta hicieron un grupo antisecuestro al que le llamaron Los Bélicos. O el crimen pudo haber llegado cuando los gabinetes se llenaron de gente con mala reputación. El ex secretario de Gobierno, Jesús Martínez Garnelo, por citar un caso, ha sido señalado como el magistrado que, en 2002, dejó libre a un lugarteniente de Pedro Barragán, uno de secuestradores más violentos de la región. Por ese hecho, Martínez fue inhabilitado, pero sólo dos años. Hasta ahora que se ha sabido de su relación con Abarca, el Tribunal ha optado por darle una licencia indefinida.

El crimen pudo haber llegado en cualquiera de estos momentos, y yo había tardado en ir todo ese tiempo. “Perdón”, le dije al campesino veterano, y seguimos caminando por el cerro. Guerrero se nos había ido de las manos, como le ocurrió al doctor Frankenstein con su monstruo.

CINCO
En Chilpancingo, un pepenador me contó que los narcos se llevaron a su hijo de 12 años y desde hace meses lo obligan a que trabaje como halcón, es decir, como un vigilante del crimen; un colega reportero me habló del hermano que le secuestraron en 2012; y un joven empresario me platicó que no sacaba su 4x4 de lujo desde hace medio año, cuando la compró. En Zumpango, una señora me dijo que por ahí era común que pasaran camionetas llenas de cadáveres. En el Puente de Mezcala, un lugareño me contó que todo el santo día, Rojos y Guerreros Unidos, avientan muertos por igual. Y en Iguala, vi al Ejército, a los federales y a los gendarmes tomando la ciudad de manera teatral.


Hubo un momento en que me pregunté si había la mínima esperanza entre tanta barbarie, así que fui a buscarla con los de la Unión de Pueblos y Organizaciones del Estado de Guerrero (la UPOEG). Llegaron a principios de octubre a Iguala. Son 300 y ellos sí han venido a buscar a los 43 normalistas que policías y sicarios de Guerreros Unidos desaparecieron el 26 de septiembre pasado. Encontrarlos es echar una moneda al aire.

La UPOEG es una escisión de la Coordinadora Regional de Autoridades Comunitarias (CRAC), una organización indígena que surgió en 1999 para proteger a los pueblos de los narcos, los militares, los policías y los paramilitares. En la CRAC se cuenta que la UPOEG nació como un brazo armado del Estado y a uno de sus líderes, Plácido Valerio, lo vinculan con el ex gobernador Ángel Aguirre. “Al gobierno le hemos aceptado armas, radios, camionetas y uniformes, pero no somos sus paleros”, me dijo don Crisóforo García, otro de los líderes de la UPOEG. Seguí escuchándolo porque en estados como Guerrero la esperanza también debe corromperse:

“En Ayutla estaba pasando mucha chingadera: las autoridades protegían a los malosos, los malosos se llevaban a nuestras mujeres y a nuestras hijas, los militares y la policía desaparecían gente, a la gente le estaban quitando sus tierras para sembrar amapola. Mucha chingadera. Y lo mismo pasaba en Tierra Colorada, en Tecoanapa y en el Valle del Ocotito. El pueblo se organizó rápido, nos trajimos la experiencia de la CRAC y nos pusimos a cuidarnos entre todos. Nacimos el 4 de enero de 2013. En Ayutla, como a los dos meses de haber empezado, habíamos agarrado a 53 malosos, 36 de ellos eran descuartizadores y pistoleros. Todos se los dimos a la procuraduría, y a todos los liberaron. Por eso, ahora que agarramos a un maloso, nosotros los rehabilitamos: los condenamos de seis meses a cinco años a servicio comunitario. Muchos de los rehabilitados se han quedado a vivir en nuestros pueblos, se han vuelto gente de bien. Fíjate: un niño se fue a entregar solito, nos dijo que él ya había matado gente y el consejo de sabios habló con él; hoy anda ahí, ayudándole a la gente. También tuvimos a una descuartizadora, pero esa cumplió su condena y se fue; por ahí dicen que ya la mataron”.

Aquel día, en Iguala, los de la UPOEG subieron al Cerro del Zapatero. Encontraron seis fosas, dos de ellas listas para usarse. Aunque tenían voluntad para excavarlas, solo contaban con una pala. “Pinche gobierno, si quisiera encontrar a los muchachos nos echaría una mano, pero ni palas nos presta”, me dijo don Crisóforo.

En eso llegó un viejón con otra pala y una barreta: “A mi hijo lo mató la policía de Iguala, le disparó así nomás, saliendo de la secundaria, pero en el acta pusieron que era sicario y había muerto en un enfrentamiento; en la procuraduría me dijeron que ni le moviera; por eso estoy aquí, porque en mi pensamiento creo que si ayudo a encontrar a los normalistas, haría justicia en algo”, se presentó el viejón y luego se puso a excavar. Aquello era, diría Juan Villoro, un inevitable acto forense.

Al final, los de la UPOEG abrieron tres fosas de cuatro. Encontraron unos huaraches, un guante y algo que don Crisóforo dijo que era una falange. No puedo ahora describir el olor, pero sé que todo ese día lo traje en la ropa y en pelo.

SEIS
La mañana que fui a ver al empresario Pioquinto Damián, éste cumplía 275 días sin salir de su departamento.


Dos guardias cuidan la entrada del edificio (que es todo propiedad de Pioquinto), las puertas están blindadas y hay un cuarto de pánico por si las cosas, de plano, se ponen muy feas. Rara vez se asoma por las ventanas, y sus hijos y su esposa nunca andan en la calle sin escoltas. En el departamento vi una cantina con buenos güisquis; vi un comedor, de cristal brillante, para 10 personas; y vi una cocina integral donde daban ganas de cocinar. Todo estaba tan limpio, que los dos perros de raza pequeña que tiene Pioquinto parecían comer con cubiertos.

—¿Y no extraña caminar por la ciudad? —le pregunté en algún momento.

—Vieras que aquí me siento a toda madre —me contestó y se empujó el segundo café que llevaba en menos de media hora.

Pioquinto fue diputado federal por el pri, pero eso nada tiene qué ver con que no salga de su casa. Su problema es con el actual alcalde de Chilpancingo, Mario Moreno.

Como presidente de la Canaco local, Pioquinto se quejaba con Moreno de que la policía trabajaba para los narcos. “Fui a verlo ocho veces al cabrón para exigirle seguridad, y en todas nomás se hizo güey”. El 3 de agosto del año pasado, después de haberse reunido nuevamente con Moreno, Pioquinto recibió una llamada: un grupo de pistoleros había intentado secuestrar a uno de sus hijos. En los siguientes meses, Pioquinto salió poco de casa, se reunió con un capo para que dejaran a sus hijos en paz y ofreció algunas conferencias para acusar a Moreno: ora de permitir que se instalaran tianguis de ropa que regenteaba el crimen, ora de haberles otorgado a los narcos la concesión del palenque de la feria, ora de trabajar para la mafia.

Entonces llegó el 28 de enero.

Ese día, Pioquinto fue invitado a una reunión de la policía comunitaria de Mazatlán, a una hora de Chilpancingo. Plácido Valerio, uno de los líderes de la UPOEG, se había encargado de convencerlo. “Tú sabes que no me gusta salir, cabrón”, llegó a negarse Pioquinto. “Usted ha ayudado a la UPOEG y queremos reconocérselo”, le insistió Plácido.

“Desde que salimos de la casa yo estaba muy nervioso”, me cuenta Pioquinto como si la historia la hubiera contado ya mil veces. “Cuando llegamos a Mazatlán, y vi que no estaba Plácido, me encabroné. Me había sacado de la casa y el cabrón se había tenido que ir a otra reunión. Hablé con los compañeros de la UPOEG y me regresé con una caravana como de veinte camionetas. En un cruce, le dije a mi hijo que se desviara y que se jalara al Ocotito, donde me habían dicho que estaba Plácido. El resto de la caravana se nos perdió. Ya en el Ocotito, vi que Mario, el alcalde, estaba ahí, en una asamblea popular. Yo me fui hasta atrás para escuchar, pero la gente me subió y ahí me tienes arriba de la chingada grúa, que era el templete, diciéndole a Mario que era un narco. Pero mejor velo tú”, y Pioquinto me da su celular para que mire el video de la asamblea y que alguien posteó en Youtube (http://www.youtube.com/watch?v=C7-1j12y5Ng).

En el video, a la izquierda de quien lo observa, hay un hombre de camisa rosa y de cara como moldeada a machetazos; ese es el alcalde. El de camisa a rayas y pantalón oscuro, el del pelo engominado, el que está hablando, es Pioquinto. Plácido Valerio es el que trae las manos cruzadas, el bajito de estura. El resto de los hombres son escoltas del alcalde y otros son funcionarios. El video dura 11 minutos 43 segundos, y en la mayoría del tiempo Pioquinto es quien habla. “No le crean a este bribón”, “Moviliza al Ejército para impedir las manifestaciones en su contra”, “Él escogió estar en contra del pueblo, quiso estar al lado de los criminales”. El video parece un sketch, pero esto es serio. El alcalde sólo se ríe.

“Cuando terminé de hablar nos trepamos a la Pilot y nos venimos hechos la madre para Chilpancingo. Venían mi hijo, manejando, mi nuera, de copiloto; mi mujer, yo y doña Viky, atrás; y dos amigos en la parte de la cajuela. Íbamos subiendo el Parador de Marqués, el primer puente que pasa uno cuando vienes de Acapulco, cuando nos salieron dos camionetas y comenzaron a dispararnos. Mi hijo quiso maniobrar, pero sólo nos estrellamos. Pinche griterío que traíamos dentro de la camioneta. Viky se me aventó encima para cubrirme, yo quise abrazar a mi mujer… Fueron 180 balazos. Mi nuera murió, a mi hijo le despedazaron la mano, a mi mujer le dieron en el pie y también a doña Viky. Los otros dos amigos y yo no teníamos nada, nomás un chingo de miedo”. Un milagro, un hecho histórico, me dije.

—¿El alcalde lo ha buscado? —le pregunté.

—Qué me va a estar buscando ese cabrón. Aquí el que te busca es porque quiere chingarte.

SIETE
En el pequeño salón de fiestas Calipso, muy cerca del centro de Chilpancingo, viven 80 pobladores de Santa María Sur, municipio de Teloloapan. Llegaron a la capital del estado hace nueve meses, cuando les llegó un ultimátum: “Si no se largan, nos vamos a robar a sus hijas”. Eduardo, el comisario ejidal, no quiere decirme quién los amenazó, pero dos señoras se nos acercan y acusan a narcos, soldados y a policías. “Todos quieren nuestra tierra para sembrar droga”, se queja una de ellas.


En unos minutos, afuera del Calipso, estaré rodeado de mujeres y niños. No anotaré sus nombres —ellas me lo pedirán—, pero sí escucharé sus historias: “En la sierra ya no se puede andar sola; nos hacen cosas. Por eso siempre nos estamos acompañando, para que una pueda correr y avise”.

Otra mujer dice: “Allá arriba se sueltan las balaceras a cada rato. Duran harto tiempo, y el gobierno ni se aparece”.

Un joven interrumpe: “La maña te quita todo: la vida, los animales, la comida, ¡ah!, porque si la maña trae hambre, las señoras deben hacerles de comer. ¿Y luego qué pasa? Que vienen los otros mañosos, los del otro grupo, y te matan por haberles dado de comer a los otros cabrones”.

Una señora más: “Allá en el rancho no se come carne, pero se come bien. Aquí, desde que llegamos, el gobierno nos da a cada uno 20 pesos diarios para el almuerzo, la comida y la cena. Por eso compramos 45 kilos de tortilla al día, para que nos llenemos”.

En agosto pasado, la Secretaría de Seguridad Pública y Protección Civil de Guerrero dijo que, de enero de 2013 a julio de este año, 2 mil 897 personas habían sido desplazadas a consecuencia de la violencia. La agencia de noticias Quadratín Guerrero, sin embargo, realizó su propio recuento: del primero de julio de 2013 al 9 de julio de este año, contabilizaron más de cuatro mil pobladores forzados a abandonar sus pueblos. La mayoría viene de los municipios de Tierra Caliente, de donde son los ochenta desplazados que viven en el Calipso.

OCHO
“Esta es la peor crisis y empezó hace más de un año, cuando llegué a la Coparmex. Me acuerdo que hice un sondeo entre los afiliados para ver lo que necesitaban, y nadie me habló de créditos ni de ventas con el gobierno. Lo único que todos querían era seguridad. Hemos tomado nuestras propias medidas —contratamos a un grupo antisecuestro israelí, pusimos cámaras en los negocios, traemos escoltas, camionetas blindadas—, pero no ha sido suficiente. Los secuestros y las extorsiones no paran. Hace unas semanas secuestraron a un señor que tenía un cíber. Su familia pagó el rescate y, aún así, lo asesinaron. La podredumbre que está saliendo en Iguala no es la única. Chilapa, Acapulco, Nicolás Bravo, Heliodoro Castillo y Chilpancingo están llenos de fosas, de muertos. El año pasado, la Coparmex alertó a la cndh de la situación y, para noviembre, la cndh había mandado a sus visitadores a 46 municipios de Guerrero. Su conclusión: el estado estaba a punto del estallido social. ¿Y qué hizo el gobernador (Ángel Aguirre)? Volteó la tortilla y dijo que la cndh estaba actuando bajo consigna, porque Raúl Plascencia, el titular, es títere del diputado Manlio Fabio Beltrones, y Aguirre tiene bronca casada con Beltrones. Esa situación nos orilló a ir al Senado a pedir la desaparición de poderes. De verdad que hemos hecho de todo para salvarnos. A los empresarios guerrerenses deberían de darnos el trofeo a la supervivencia”.


Todo eso me dijo Jaime Nava, el de la Coparmex Chilpancingo, mientras me enseñaba en su Ipad las notas periodísticas que avalaban sus dichos.

NUEVE
Un viejo taxista de Tixtla se quejó conmigo de la falta de pasaje y responsabilizó de su mala suerte a los normalistas de Ayotzinapa. La ejecutiva del Bancomer que está en el zócalo de Chilpancingo me dijo que, “por culpa de los maestros” que pernoctan en la plaza de la ciudad, nadie quiere ir a ese banco y ahora ella debe telefonear a los clientes para ofrecerles créditos hipotecarios y tarjetas y así cumplir la cuota mensual que le imponen. Y en Iguala, un tendero con una extraordinaria capacidad para manejar la indiferencia me dijo que los normalistas eran muy conflictivos.

A todos les quise hacer entender que la desaparición de los 43 normalistas era un punto de quiebre en México. Creo haberles dicho que recuperáramos la dignidad, que el gobierno ha criminalizado a las escuelas normales desde que yo me acuerdo, que Echeverría cerró 20 de un solo jalón, que los normalistas son jóvenes y son hijos de campesinos y que son nuestros.

Pero ya me desvié. Yo sólo quiero contarles algo sobre los normalistas de Ayotzinapa.

Juan Villoro escribió el 30 de octubre, en El País:
“(…) La cultura de la letra ha sido un desafío en una zona que dirime discrepancias a balazos. En los años sesenta del siglo xx, dos terceras partes de los pobladores de Guerrero eran analfabetas. La Normal de Ayotzinapa surgió para mitigar ese rezago, pero no pudo ser ajena a males mayores: la desigualdad social, el poder de los caciques, la corrupción del gobierno local, la represión como única respuesta al descontento, la impunidad policiaca y la creciente injerencia del narcotráfico (…) La Escuela Normal representa un centro neurálgico de la discrepancia. Conviene recordar que en los años sesenta uno de sus activistas se llamaba Lucio Cabañas. (…) El 26 de septiembre hubo cuatro balaceras distintas y un solo blanco: los jóvenes. Con el apoyo del crimen organizado, el alcalde José Luis Abarca sembró el terror para amedrentar a los normalistas que se movilizaban para recordar a las víctimas de la matanza de Tlatelolco. Una vez desatado el mecanismo represivo, también fue acribillado un equipo de fútbol. ¿Su delito? Ser jóvenes; es decir, posibles rebeldes. (…) El Che Guevara pasó su última noche en una escuela rural. Ya herido, contempló una frase en la pizarra y dijo a la maestra: “Le falta el acento”. La frase era “Yo sé leer”. Ya derrotado, el guerrillero volvía a otra forma de corregir la realidad. (…) 43 futuros maestros han desaparecido. La dimensión del drama se cifra en una frase que se opone a la impunidad, el oprobio y la injusticia: “Yo sé leer”. El México de las armas teme a quienes enseñan a leer. A ese país le falta el acento. Llegará el momento de ponérselo”.


Felipe Arnulfo Rosa habla el Tuun Savi, una variante del mixteco. Aprende español. Se alquila como peón en su pueblo, el Rancho Ocoapa, municipio de Ayutla. Quiere seguir estudiando; divide sus días entre la siembra y el bachillerato. Trabaja de herrero, de carpintero. Hace el examen para la Normal de Ayotzinapa; quiere estudiar la licenciatura en educación primaria, con un enfoque intercultural bilingüe; sólo hay 40 plazas. Es aceptado. Llega a la Normal y es rapado; cosas de la novatada. Tiene un promedio de 8.3, siembra flores, alimenta a los animales. Felipe Arnulfo Rosa va a un boteo con sus amigos de primer año; llegan a Iguala. Les disparan. Desaparecen.

Doña Dominga Rosa, la madre de Felipe, no habla español, pero Kau, un colega reportero de Chilpancingo, será el traductor esta mañana del 30 de octubre. “Si no lo he soñado es porque está vivo”, me dice doña Dominga en boca de Kau. “La angustia me está matando; allá en el pueblo dejamos la parcela de maíz, allá dejamos todo porque sin Felipe no sirve”.

Doña Dominga está sentada en una esquina de la cancha de basquetbol de la Normal. Desde la desaparición de los normalistas, ahí es el epicentro de la ausencia: los padres pasan horas aquí, esperando noticias, pero no llega nada.

Doña Dominga no tiene claro por qué el gobierno federal no ha podido encontrar a Felipe ni a los otros 42 normalistas. “Algo deben estar escondiendo”, dice Kau que dice doña Dominga. Su esposo, Damián Arnulfo, ha participado en reuniones con Enrique Peña, Miguel Ángel Osorio y Jesús Murillo, pero en ninguna ha escuchado algo alentador, solo retórica. “Hoy me voy a regresar a mi pueblo por lo del Día de los Difuntos, y le voy a pedir a mi hijo mayor que regrese a Felipe”.

—¿Su hijo mayor está muerto? —Kau le hace la pregunta. Hablan un rato. Luego Kau me dice:

—Lo mataron hace dos años. Iba a los campos de caña cuando unos asaltantes lo atacaron. Ahí mismo se murió. Tiene otra hija. Ella está en Ayutla, en la toma del Palacio Municipal.

Esto es Ayotzinapa este año.

Búsquelo en el mapa. Ahí donde faltan 43 normalistas, ahí está doña Dominga. 

DIEZ
Hasta hace unos días, Cocula era un pueblo azotado por los Guerreros Unidos. No es que haya el triunfado el bien. Sucede que, por ahora, decidieron irse porque el basurero municipal se ha vuelto noticia mundial: el Gobierno Federal dice que ahí quemaron a los 43 normalistas.

“Deja que todos se vayan de aquí y la maña va a volver”, me dice un hombre al que no voy a exponer. “Llevamos años así, con mucha violencia, mucha extorsión, mucho robo, pero el año pasado yo vi que esto no iba a tener vuelta: en una noche se llevaron a 17 muchachos”.

Ocurrió la noche del 30 de julio de 2013. Un grupo armado irrumpió en tres poblados. Entre los secuestrados iban dos estudiantes de Bachilleres y tres mujeres. Sigue sin saberse de ellos, aunque en Cocula se dice que las chicas sí aparecieron, pero ya no viven por aquí.

Un mes antes, al alcalde César Peñaloza lo habían emboscado. Sobrevivió. Y medio año antes, en noviembre de 2012, asesinaron a Tomás Biviano, nombrado apenas director de la policía municipal.


“Cocula se descompuso de un día para otro”, me dice la esposa del hombre cuyo nombre no debo acordarme. “Balaceras, secuestros, desaparecidos, todo lo que dicen que pasa en Iguala, pasa en Cocula y peor. Yo soy ingeniera y trabajaba en la minera de Nuevo Balsas; renuncié porque la maña les quita a los trabajadores hasta la mitad del sueldo; abrí un negocio aquí, pero cerré por las extorsiones”.

Más tarde, afuera de la iglesia, encuentro a cuatro señoras que, frente al atrio, han colgado una manta donde se mira a cuatro hombres, tres de ellos profesores, y a un joven, y donde se lee que la policía federal los arrestó, los golpeó y que quieren involucrarlos con la desaparición de los normalistas.

“Son nuestros familiares. A unos los detuvieron en un retén y a otros los sacaron de sus casas”, me dice una de las señoras, la que trae una Ipad y sabe qué ve a cada rato. Ella me cuenta toda la historia de abuso policial y ya al final le pido que me hable de la violencia en Cocula. “No, señor”, me dice. “El pueblo es bien tranquilo. Si yo no sé cómo dicen que aquí trajeron a los normalistas”.

ONCE
Mario Chávez, el alcalde de Tlacotepec, acabó de hablarme del hombre con alas que trae asoleado a su pueblo y luego, de la nada, me dijo: “Tienes que ir a mi pueblo a ver el Boeing 737 que me regalaron”.

—¿Le regalaron un avión?

—Sí, me lo dio Miguel Ángel Mancera. No sé de dónde lo sacó, pero yo me lo traje en dos tráilers. Hoy es una biblioteca virtual, la primera en su tipo en todo Latinoamérica —me presumió y le pidió la cuenta al mesero.

—¿Entonces en su pueblo no hay crimen?

—Nada. Te lo digo en serio. Ya nomás es el estigma.

No quise contarle que había leído una nota del 5 de agosto pasado donde el propio alcalde pedía ayuda al estado: los narcos habían amenazado con levantarlo.

DOCE
Era casi media noche cuando le hice la parada al taxi. “A la terminal”, le dije, pero no me escuchó. “Es que vengo bien sacado de onda”, se disculpó. “Acabo de bajar a una señora, la traje de aquí para allá, recogiendo dinero, pero la bajé”. Yo no entendía de lo que me hablaba, hasta que me platicó la historia desde el inicio. Entonces supe que la señora tenía un negocio de ropa y que a su marido, un profesor de bachilleres, lo habían secuestrado. La señora tenía que reunir 100 mil pesos para que no torturaran a su esposo, pero necesitaba otros 200 mil para que lo soltaran. “Quería que la acompañara a pagar el rescate”, me dijo el taxista. “¿Tú la hubieras acompañado?”, me preguntó. “No creo”, le contesté y me avergoncé conmigo mismo. Por eso tenía que contarlo.

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