viernes, 31 de octubre de 2014

DE PIEDRITAS EL BUCHE, Alejandro Aura

De piedritas el buche


Las palabras no son aire
ni se las lleva el aire.
Las palabras, cuando caen,
se filtran en la tierra,
se escurren por las eras geológicas,
por las cavernas subterráneas
y llegan al fin a un gran depósito
que ha ido creciendo con los siglos
de donde parte la sustancia
que genera las plantas
y los árboles
dadores de los únicos frutos
que en verdad nos alimentan.


De: Causa de vida



PASAN LAS ESTACIONES AÑO, PASAN Y NO ENTRAN, Alejandro Aura

Pasan las estaciones del año, pasan y no entran


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La última calle de la ciudad no existe,
en las orillas a todas horas nacen calles
bajo los pies de los que pasan,
y transitan muchos más sueños
de los que el gobierno se imagina;
por eso no es posible contarlas,
no es posible manejar a la ciudad
con una tabla aritmética;
en realidad nadie sabe qué ocurre,
nacen calles de los nombres que se piensa ponerles
y hay que estar inventando palabras nuevas
para simular que la situación se ha dominado.


De: Causa de vida



LOS DOCE APÓSTOLES MANDAN POR TAMAYO, Alejandro Aura

Los doce apóstoles mandan por Tamayo

Alejandro Aura


Caballeros sentados en el éter
cantaban espasmódicas salmodias
y en el gusto y color de sus melodías
dibujábanse gréculas de suéter,

grequillas de zigzagues como el rayo,
cenefas que entreveran masallases,
columnatas, ribetes, antifaces,
hojitas de septiembre, enero y mayo.

Pensando entretener eternidades
que de tan largas les parecen colas
tocan piezas de antígüidas pianolas
y se aburren pensando obscenidades.

Hasta que uno discierne cosa plástica
y pide que les traigan a Rufino,
doce gordas, un buen cajón de vino,
mientras sus apetitos entusiasta mástica.

Pues todo lo que tenga que lo traiga,
dicen cautos comiéndose sus moles,
sentados la docena de apostoles,
convencidos del cielo, haiga o no haiga.

Llega entonces la Pérfida obediente,
la que todo lo cumple, hasta el capricho.
–¡No me griten tan fuerte, les he dicho,
ni que tuviera el lóbulo caliente!

Y haciendo firulillas de caballo
bajóse hasta el panteón en cuyo seno
sirviéndole a la tierra de relleno
hallábanse los huesos de Tamayo.

–Imposible llevarme las sandías
porque allá no ha de haber quien se las coma,
allá sólo meriendan el aroma
que queda en la memoria de sus días.

Ni tampoco llevarme tanto cuadro
con tantos infinitos encerrados
que allá no han de gustar ni alcaparrados.
Y como no soy ripio no les ladro.

Mejor he de llevarme a su señora
para que haga los cheques y los vales
y sepan los apóstoles cabales
quién fue en ese figón la contadora.

Llegados que se hallaron en el éter,
todos juntos con Olga y con Tamayo,
después de reponerse del desmayo,
armaron los apóstoles del suéter
un fiestón colosal, a todo méter.

De: Causa de vida

MI HERMANO MAYOR, Alejandro Aura

Mi hermano mayor,
Alejandro Aura


Yo tenía un hermano mayor; 
era siempre cinco años más amable y más sereno; 
quería un escritorio y un caballo 
y una manera nueva de contar los sueños 
y una mina de azúcar, de seguro. 
Le gustaba leer y razonaba, 
a veces era tierno con las cosas 
pero yo nunca vi que fuera un niño. 
Era un hermano mayor con todo su traje azul marino, 
con toda su camisa blanca blanca, 
con toda su corbata guinda oscura muy de gala. 
Yo tenía un hermano mayor 
de pie sobre la luz; 
me daban miedo las calles en la noche 
y el corredor oscuro de la casa, 
me daba miedo estar a solas con mi abuela, 
pero tenía un hermano mayor 
sobre la luz cantando. 
Mi hermano mayor también era un fantasma, 
una calavera dientona, 
una carcajada de monje a media noche. 
Mi hermano era un muchacho blanco y sin anginas. 
Por eso nunca nos comimos juntos 
ninguna jícama del camino 
ni rompimos de guasa los vidrios de las ventanas 
ni nada que yo recuerde hicimos juntos. 
Ni jugamos ni fuimos enemigos. 
Éramos buenos hermanos, como dicen. 
Se habló de inteligencias y de escobas, 
se discutió sobre los pantalones cortos y las hostias 
y el carrito con ruedas de patines; 
se supo y se dijo que mi modo era grosero 
y mi cabello oscuro. 
Él era siempre mejor que yo 
cinco años. 
Hace cinco años se casó mi hermano. 
El que se casa pobre 
tiene que andar cuidando su manera de contar estrellas, 
tiene que andar despierto y trabajando, qué remedio. 
Se tiene que acabar de cuajo con los sueños, dicen, 
porque vienen los hijos, la suegra, los cuñados, 
y lo dicen, aquello de los sueños, sin decoro, 
sin tocarse la vena, sin énfasis ni estilo, 
como el que dice que no sabe de dónde viene el hombre. 
Hace cinco años que no crece ya mi hermano. 
Mi hermano, 
mi hermanito menor, mi consentido.

ALMA, Alejandro Aura

Alma


Allá hace un pájaro sus ruidos

siempre lejos
                          y cerca del oído
allá debe de estar
de allá viene el sonido

hacia allá va toda 
                                  la alegría

de esta pájara mía.

De: Causa de vida



PERA. Alejandro Aura

Pera

Alejandro Aura




Estaba yo pelando una pera muy quitada de la pena,
contenta de ir a servir de desayuno,
cuando de pronto noté el poco pudor
con que se dejaba eliminar la vestimenta
y cómo soltó en humedad que me escurría por lo dedos
un jugo lúbrico que me pedía cierto pudor que en esta
materia ya he
perdido
y no por eso la sentía menos densa y dulzona
acomodarse a la temperatura de mi mano;
la nombré suavemente la reina de las frutas,
la chupé, la mordí, la hice mía
y escribo su nombre para que no se borre en la memoria
de los
siglos: pera.



PRESENCIA, Francisco Álvarez Hidalgo

       
Para información sobre el autor click here


   Tanto, tanto te pienso que casi te realizo;
no eres sólo una imagen, ni una efímera idea,
eres más que el recuerdo de cuanto ayer se hizo;
eres casi presencia que sobre mí alborea.
 

Brevería Nº 934


   
Presencia

La sala es como un alma adormecida,
y oigo rítmicos, suaves, sus latidos.
A nadie veo, pero sé que pasas
por su penumbra. Tibios remolinos
en el aire denuncian tu venida,
aunque el espejo es un cristal tranquilo.
Siete sillas se acercan a la mesa,
pero la octava rompe el equilibrio,
separada y en ángulo. Me acerco
con el leve sigilo
de quien se atreve y a la vez fluctúa;
mis dedos son temblores; los deslizo,
flotantes en el aire,
esperando el contacto del vestido,
de tu espalda, el cabello derramado
sobre tus hombros, pero no percibo
la fricción o relieve anticipados,
y recojo la mano, la retiro.
Sé que aún estás, sin verte, sin tocarte,
eres tan evidente…, cada indicio
de tu presencia no produce efigie,
ni tacto, ni perfume, ni el crujido
de la tarima bajo el pie tan leve,
y sin embargo sé que estás conmigo,
casi a mi alcance, como cuando observo
ligera oscilación en los visillos.
Te hablo en voz baja, porque sé que me oyes,
no puedes responder, pero sonrío
adivinando tu sonrisa tenue
cada vez que a tu espíritu me arrimo.
O quizá lo atravieso, o continúo
dentro de ti a la vez que te persigo.
Ah, qué abrazo integral, no superpuestos,
sino en acoplamiento posesivo.
No siempre estás aquí, pero hoy qué claro
diciéndomelo está el sexto sentido.
Me sentaré en tu silla,
te sentarás conmigo,
y cerraré los ojos, sin dormirme,
y habrá, no sé si un solo, o dos suspiros.


Los Angeles, 9 de noviembre de 2006
 
Siento estallar tu nombre en mis entrañas,
en voz de grito, en tono de murmullo;
evoco tu presencia, en ti me arrullo,
y aunque no estoy contigo, me acompañas.
Brevería Nº 1006

UNDERGROUND, Haruki Murakami

LO NUEVO DE HARUKI MURAKAMI, The Insighters.mx

Underground, lo nuevo de Haruki Murakami

Underground, lo nuevo de Haruki Murakami
El 20 de marzo de 1995 se registró un fatídico ataque al metro de Tokyo, perpetuado por la secta Aum Shinrikyo, fundada en 1984 por su mesiánico líder Shoko Asahara; ésta liberó un litro de sarín (líquido hipertóxico que se volatiza al instante), ocasionando la muerte de 13 personas, 54 personas malheridas y casi mil resultaron afectados.
El año siguiente de los atentados, el narrador nipón, inicio la tarea de recolectar testimonios de las víctimas;son cerca de 60 relatos articulados en Underground, material periodístico que relata de manera fidedigna los acontecimientos de aquella mañana inusual en la capital del país asiático.
underground
Murakami escribe en el prólogo:
Me gustaría que durante la lectura de este libro prestasen atención a las historias de la gente. Antes de eso quisiera que imaginaran lo siguiente: es 20 de marzo de 1995. Lunes. Una mañana agradable y despejada de principios de primavera. El viento aún es fresco y la gente sale a la calle con abrigo… Así que usted se ha despertado a la misma hora de siempre, se ha lavado la cara, ha desayunado, se ha vestido y se dirige a la estación del metro. Sube a un tren lleno, como de costumbre, camino de su puesto de trabajo. Una mañana como muchas otras. Uno de esos días imposible de diferenciar en el transcurso de una vida, calcado a muchos otros, hasta que cinco hombres clavan la punta afilada de sus paraguas en unos paquetes de plástico que contienen un líquido extraño.

jueves, 30 de octubre de 2014

QUIERO UNA MUÑECA..., Ana Clavel

Quiero una muñeca infla /mable que sepa abrir la puerta para ir a jugar

Sobre la presencia de un permanente y acechante Eros ludens en toda la narrativa cortazariana, aun en la que aparenta estar alejada del tema del deseo, el cuerpo y sus pulsiones. Ensayo publicado enRevista de la Universidad Nacional Autónoma de México, en su número de octubre reciente.

http://www.revistadelauniversidad.unam.mx/articulo.php?publicacion=782&art=16364&sec=Homenaje+a+Cort%C3%A1zar

cortazar2

Quiero una muñeca infla/mable

que sepa abrir la puerta para ir a jugar

Erotismo en la obra de Julio Cortázar

Ana Clavel



Introito
Todo lo doy a cambio del deseo.
Don Juan en labios de Cortázar

En un texto inclasificable de Último round (1969), “/ que sepa abrir la puerta para ir a jugar”, Julio Cortázar hace un ajuste de cuentas con esa materia inefable y carnal llamada erotismo. En su característico estilo de andarse por las ramas y las nervaduras de palabras y piel, va de la elucubración teórica a manera de manifiesto dada-lúdico al relato de experiencias personales para enfrentarnos a verdades resplandecientes y móviles de esa constelación de signos palpitantes que es su obra. Dice por ejemplo:
/ gunta higiénica: ¿Será necesario eso que llamamos lenguaje erótico cuando la literatura es capaz de transmitir cualquier experiencia, aún la más indescriptible, sin caer en manos de municipalidad atenta buenas costumbres en ciudad letras? Una trasposición feliz, ¿no será incluso más intensa que una mostración desnuda? Respuesta: No sea hipócrita, se trata de cosas diferentes. Por ejemplo en este libro algunos textos como Tu más profunda piel y Naufragios en la isla buscan trasponer poéticamente instancias eróticas particulares y quizá lo consiguen; pero en un contexto voluntariamente narrativo, es decir no poético, ¿por qué solamente el territorio erótico ha de calzarse la máscara de la imagen y el circunloquio o, mutatis mutandis, caer en un realismo de ojo de cerradura andro y ginecológico? No se concibe a Céline tratando de diferente manera verbal un trámite burocrático o un coito en la cocina, para él como para Henry Miller no hay co(i)tos vedados…
Dos comentarios al paso: el primero, la irrelevancia de un lenguaje deliberadamente erótico porque la literatura, a través de sus recursos lingüísticos y de imaginación verbal, es por sí misma “capaz de transmitir cualquier experiencia”; el segundo, el cuestionamiento de por qué separar el territorio de lo sexual del ámbito de la vida en general.
De hecho, en esa suerte de Manifiesto erótico involuntario que es “/ que sepa abrir la puerta para ir a jugar”, llega a esbozar una poética que enlaza el erotismo y la escritura a través de la puesta en práctica de una libertad creadora sin cortapisas:
/ tismo (que no todos distinguen de la mera sexualidad) es inconcebible sin delicadeza, y en literatura esa delicadeza nace del ejercicio natural de una libertad y una soltura que responden culturalmente a la eliminación de todo tabú en el plano de la escritura.
Cortázar parece sugerirnos que se trataría de:
/ … el acceso a un terreno donde la descripción de situaciones sexuales es siempre otra cosa a la vez que agota sin la menor vacilación la escena misma y sus más osadas exigencias topológicas.
Él, que siempre fue hábil para trastocar las categorías de lo solemne en aras de las posibilidades desestabilizadoras y regenerativas del juego, definitivamente echa en falta un Eros ludens en el ámbito de la literatura iberoamericana:
/ nuestras latitudes se siente demasiado la ausencia de un Eros ludens, e incluso de ese erotismo que no reclama tópicamente los cuerpos y las alcobas, que subyace en las relaciones de padres e hijos, de médicos y pacientes, de maestros y alumnos, de confesores y feligreses, de tenientes y soldados /
Y no deja de ser irónico, pero falsamente irónico como se verá más adelante, que declare respecto a su propia obra:
/sonalmente no creo haber escrito nada más erótico que La señorita Cora, relato que ningún crítico vio desde ese ángulo, quizá porque no logré lo que quería o porque en nuestras tierras el erotismo sólo recibe su etiqueta dentro de los parámetros de sábanas y almohadas que sin embargo no faltan en ese cuento donde/
Digo “falsamente irónico” porque lo que intentaré apuntar en estas líneas es la presencia de un permanente y acechante Eros ludens en toda la narrativa cortazariana, aun en la que aparenta estar alejada del tema del deseo, el cuerpo y sus pulsiones.
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Poética de la espera
Para entrar en materia, refiero una anécdota personal de nuestro autor, consignada en el texto de referencia, que dispara el horizonte de lo erótico a otras latitudes de su obra:
/ … Con perdón, anécdota personal y tardía en apoyo de la tesis, pelirroja anclada en la ciudad de Salta, prostíbulo de gran clase, sofá verde y todo, yo pichoncito, lámparas a ras del suelo, copas de coñac; entonces, inolvidable, la frase: ‘¿Por qué tanto apuro, nene? Primero bebemos, yo te invito’. Elegancia, orden erótico, basta ya de saltar del caballo a la hembra; francesa, claro, he olvidado su nombre que aquí hubiera sido homenaje agradecido. Y el gesto, el rito era de raíz lingüística: beber significaba mirarse, conocerse, hablar; hablar cualquier porquería, probablemente, pero situando el acto erótico más arriba del ombligo, dándole su valor lúdico, enriqueciéndolo. A lo mejor esos cinco minutos me hicieron un escritor, no sé pero nada me gustaría más que saberlo /
Esos cinco minutos de pausa enlazan la dilación del acto sexual a la morosidad de la escritura, toda una estética a lo Scherezada: la seducción a través de las palabras para postergar la muerte o —para los que han leído de verdad esas Mil y una noches eróticas que son las Mil y una noches orientales—, la “pequeña muerte”, término francés para designar el éxtasis erótico.
Por supuesto que uno puede señalar como tres puntas de una rosa de los vientos erótica, el ya mencionado Tu más profunda piel, el archiconocido capítulo 7 de Rayuela que inicia con “Toco tu boca…”, lo mismo que el capítulo 68 donde se alude-eludiendo el acto amoroso de Oliveira y la Maga en un idioma de fulguraciones pre- o post-verbales. La cuarta punta centellea en numerosos sitios de la obra cortazariana porque tiene que ver con el asedio sinuoso, sinestésico, polimórfico, azaroso, incierto que está presente encima, debajo, delante, atrás, a lo largo y ancho de ese cuerpo amoroso que es su narrativa.
Regreso, ahora sí, a una premisa anterior: “Una trasposición feliz, ¿no será incluso más intensa que una mostración desnuda?” Echemos un vistazo a lo que es una trasposición en palabras de Octavio Paz, refiriéndose al poeta Stéphane Mallarmé:
El método poético de Mallarmé, según él lo dijo varias veces, es la trasposición y consiste en sustituir la realidad percibida por un tejido de alusiones verbales que, sin nombrarla expresamente, suscite otra realidad equivalente y paralela.
Paz ejemplifica: “El poeta no nombra al cisne o a la blanca nadadora: presenta, o mejor dicho, provoca, la idea de una blancura que combine, anulándolas, la carne femenina, el agua y las plumas del pájaro”. Me atreveré a decir que la trasposición es también el método discursivo dilecto de Cortázar, aplicado de forma permanente a su narrativa. Un solo ejemplo entre el mar de guiños de su obra: cuando la pareja protagonista del relato “Vientos alisios” del volumen Alguien que anda por ahí (1977) intenta renovar los aires gastados de una relación de muchos años y prueba a encontrarse en un lugar de veraneo como dos desconocidos que se inventan y deslumbran en “el mar de sábanas”. Esa imagen “mar de sábanas” es justamente la trasposición en que se ha convertido el acto amoroso sugerente en su fuerza y voluptuosidad referido al espacio amatorio por excelencia: la cama.
¿Y qué otra cosa son las tres puntas cardinales antes referidas, Tu más profunda piel y los capítulos 7 y 68 deRayuela, sino trasposiciones de una realidad percibida a través de un tejido de alusiones verbales que, sin nombrarla expresamente, suscitan otra realidad equivalente y paralela del acto carnal, el deseo y la entrega amorosa? Trasposiciones, sí, pero tan brillantemente hiladas de poder y seducción, verdaderas transfiguraciones que hacen emerger una nueva realidad erótica que es la real y al mismo tiempo otra cosa: esa otra orilla a la que el poeta y el amante buscan acceder a través de la epifanía de las “palabras que son flores que son frutos que son actos” del conocido poema de Paz.

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Manos a la muñeca
Pero entrémosle ya a la muñeca por los senos / y por el cabello y sobre todo por las piernas, elemento este de un registro singular en un cuento poco conocido y que nos servirá de ombligo-mirilla por donde atisbar lo que / se trata de Silvia, relato de una amiga inventada por un grupo de niños, una Lolita imaginaria que el narrador también logra atisbar y luego contemplar más allá de la mirada de los niños porque / secuencia lógica él también conserva un mirar de pureza y fiereza original / entonces Silvia en la memoria húmeda como magdalena recién humedecida:
… es sobre todo Silvia, esta ausencia que ahora puebla mi casa de hombre solo, roza mi almohada con su medusa de oro, me obliga a escribir lo que escribo con una absurda esperanza de conjuro, de dulce gólem de palabras…
Antes de entrar en materia y entre piernas, habría que recordar el comienzo de Silvia: “Vaya a saber cómo hubiera podido acabar algo que ni siquiera tenía principio, esfumándose al borde de otra niebla…” Es decir, el estilo sinuoso, insinuante, vago, de algo que alcanzamos a percibir como una verdad-Ariadna que ha de conducirnos por el laberinto y cuya seducción estriba precisamente en el escarceo de la imprecisión como una amante huidiza, una Scherezada que se insinúa y luego se esconde y luego cuando se la cree perdida vuelve a aparecer sugerente como en toda la narrativa de Cortázar.
De Silvia había alcanzado a ver poco … vi sus muslos bruñidos, unos muslos livianos y definidos al mismo tiempo como el estilo de Francis Ponge … las pantorrillas quedaban en la sombra al igual que el torso y la cara, pero el pelo largo brillaba de pronto con los aletazos de las llamas, un pelo también de oro viejo, toda Silvia parecía entonada en fuego, en bronce espeso; la minifalda descubría los muslos hasta lo más alto… el fuego le desnudaba las piernas y el perfil, adiviné una nariz fina y ansiosa, unos labios de estatua arcaica…
Por supuesto, los amigos adultos, padres de los niños que han inventado a Silvia, se ríen del narrador, de que ya le llenaron la cabeza con sus fantasías. En una segunda reunión, esta vez en casa de quien narra, vuelve a ver a la muchacha huidiza que ahora aparece en su recámara:
La puerta de mi dormitorio estaba abierta, las piernas desnudas de Silvia, se dibujaban sobre la colcha roja de la cama … vi a Silvia durmiendo en mi cama, el pelo como una medusa de oro sobre la almohada. Entorné la puerta a mi espalda, me acerqué no sé cómo, aquí hay huecos y látigos, un agua que corre por la cara cegando y mordiendo, un sonido como de profundidades fragosas, un instante sin tiempo, insoportablemente bello. No sé si Silvia estaba desnuda, para mí era como un álamo de bronce y de sueño, creo que la vi desnuda aunque luego no, debí imaginarla por debajo de lo que llevaba puesto, la línea de las pantorrillas y los muslos la dibujaba de lado contra la colcha roja, seguí la suave curva de la grupa abandonada en el avance de una pierna, la sombra de la cintura hundida, los pequeños senos imperiosos y rubios. “Silvia”, pensé, incapaz de toda palabra. “Silvia, Silvia…”
Pero entonces la escena es interrumpida por una de las niñas que pide ayuda a la amiga imaginaria:
La voz de Graciela restalló a través de dos puertas como si me gritara al oído: “¡Silvia, vení a buscarme!” Silvia abrió los ojos, se sentó en el borde de la cama; tenía la misma minifalda de la primera noche, una blusa escotada, sandalias negras. Pasó a mi lado sin mirarme y abrió la puerta.
Y Silvia se diluye en la bruma de su magia iniciática toda vez que el grupo de niños se dispersa y ya no es posible convocar su presencia salvo en la memoria-escritura lúbrica del narrador.
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Colofón para puerta y anguila
Ahora que he hecho alusión a la palabra “lubricidad”, no puedo evitar que se asome aquí e insinúe ahora la imagen de una anguila. Antes me he referido al estilo sinuoso, polimórfico, sugerente, vago, movedizo de Cortázar como un escarceo que asedia la imaginación y los sentidos del lector similar a un lance amoroso. Esta es la razón que me hace concebir su narrativa como una escritura de permanente y fluctuante seducción erótica. Un ejemplo inquietante: el libro Prosa del observatorio (1972), dedicado al observatorio de mármol de la ciudad india de Jaipur, construido por el marajá Jai Singh en 1728. Una prosa deslumbrante que es literalmente cabeza, cuerpo y verbo del delito.
… esto que fluye en una palabra desatinada, desarrimada, que busca por sí misma, que también se pone en marcha desde sargazos de tiempo y semánticas aleatorias, la migración de un verbo: discurso, decurso, las anguilas atlánticas y las palabras anguilas, los relámpagos de mármol de las máquinas de Jai Singh, el que mira los astros y las anguilas, el anillo de Moebius circulando en sí mismo, en el océano, en Jaipur, cumpliéndose otra vez sin otras veces, siendo como lo es el mármol, como lo es la anguila: comprenderás que nada de eso puede decirse desde aceras o sillas o tablados de la ciudad; comprenderás que sólo así, cediéndose anguila o mármol, dejándose anillo, entonces ya no se está entre los sargazos, hay decurso, eso pasa: intentarlo, como ellas en la noche atlántica, como el que busca las mensuras estelares, no para saber, no para nada; algo como un golpe de ala, un descorrerse, un quejido de amor y entonces ya, entonces tal vez, entonces por eso sí.
[…]
Así yo quisiera asomar a un campo de contacto que el sistema que ha hecho de mí esto que soy niega entre vociferaciones y teoremas. Digamos entonces ese yo que es siempre alguno de nosotros, desde la inevitable plaza fuerte saltemos muralla abajo: no es tan difícil perder la razón, los celadores de la torre no se darán demasiada cuenta, qué saben de anguilas o de esas interminables teorías de peldaños que Jai Singh escalaba en una lenta caída hacia el cielo…
[…]
en el centro de la tortuga índica, vano y olvidable déspota, Jai Singh asciende los peldaños de mármol y hace frente al huracán de los astros; algo más fuerte que sus lanceros y más sutil que sus eunucos lo urge en lo hondo de la noche a interrogar el cielo como quien sume la cara en un hormiguero de metódica rabia: maldito si le importa la respuesta, Jai Singh quiere ser eso que pregunta, Jai Singh sabe que la sed que se sacia con el agua volverá a atormentarlo, Jai Singh sabe que solamente siendo él agua dejará de tener sed.

Pero no sólo Jai Singh, Cortázar mismo “sabe que solamente siendo él agua dejará de tener sed”. Cuánto nos ha colmado su sed. Alguna vez Roland Barthes señaló: “El texto que usted escribe debe probarme que me desea”. No sé a otros, pero a mí la obra de Julio me ha dado esa prueba de amor. Leerlo y releerlo me ha sumergido en la marea incandescente de una escritura inflamable que me susurra: Te deseo. Eres profundamente amada. Abre la puerta. Vamos a jugar.

POESÍA SOBRE LA VIOLENCIA. ESPEJO DE DOBLE FILO, Luis Felipe Lomelí

Poesía sobre la violencia: 

espejo de doble filo 

Luis Felipe Lomelí 


octubre 29 de 2014 - 0:03 Lomelí en Sinembargo, LOS ESPECIALISTAS - 2 comentarios   ¿Cómo nos duele el dolor? ¿De cuántas formas y con qué matices? Hace unos días la editorial Atrasalante, en coedición con la Universidad Autónoma de Sinaloa, publicó “Espejo de doble filo, Antología binacional de poesía sobre la violencia Colombia-México”. Es una antología devastadora. La selección corrió a cargo de Iván Trejo, quien hace más de una década pudo ver en Medellín el futuro de la ciudad donde reside: Monterrey. Y tal vez por eso, o precisamente por eso, porque los poetas ven el futuro y tienen una voz privilegiada para hablar del amor y de la rabia, es que Trejo decidió hacer este trabajo de selección. Sesenta poetas de cada país. Sesenta colombianos y sesenta mexicanos. Sesenta colombianos que inician con Luis Vidales, nacido en 1904, y terminan con Danny Yasid León, nacido en 1990. Reuniendo en un volumen a Álvaro Mutis, José Manuel Arango, Emilia Ayarza, Juan Manuel Roca, Mery Yolanda Sánchez y tantos otros que tal vez usted ya conozca y, si no, sentirá al leerlos que los conoce de toda la vida. Sesenta mexicanos cuya puerta abre Octavio Paz y, al final, Esther M. García, nacida en 1987, no la cierra: porque por desgracia en este país parece que todo se cierra menos la violencia. Y ahí están, con su voz y con su grito, Jaime Sabines y Rosario Castellanos, Gabriel Zaid y Carmen Boullosa, José Emilio Pacheco y Cristina Rivera Garza, Javier Sicilia y María Rivera. Sesenta mexicanos. Ciento veinte en total. No puedo decir que yo haya tenido la suerte de escribir el epílogo de la antología, pero sí el privilegio. Porque este es un libro que deberíamos de tener todos al alcance de la mano si queremos empezar a reconstruir nuestro corazón. No digo más, dejo un fragmento del texto que escribí, a posta, como una invitación a su lectura: “Al final quedan las preguntas, las ventanas: los límites de esta casa que somos, de nuestro hogar disfuncional, nuestros cien años de violencia. Ojalá fuera de otra manera. Ojalá no fuéramos mexicanos ni colombianos cuando la casa se torna pesadilla, ¿pero qué país del mundo no ha sido convertido en un campo de exterminio? ¿Francia? ¿Kenia? ¿Canadá? “Recuerda que la paz es una dádiva incierta que te concede la guerra”, escribió Raúl Henao y nuestra memoria –por ilusa, por soberbia- persiste en olvidarlo. “Aquí no pasa”, decimos. “Ésta es la cuna de la civilización”, vitoreamos. Hasta que la rabia vuelve con unas y otras formas, cada vez más claras, más ingeniosas y científicas, de pronunciar el terror. Entonces afirmamos que la poesía sirve para nada, después de Auschwitz, después de un hijo asesinado. Y nuestra afirmación es honesta, pues hemos presenciado el fin de la civilización en un instante, hemos sido testigos del fin de la humanidad, de todos los sentimientos que creíamos caros y en valía, en el momento justo en que alguien igual a uno mismo tomaba una arma y daba muerte a alguien igual a uno mismo. Fin de las certezas adquiridas: porque es imposible aprender a priori, porque cada vida segada nos duele diferente. Peor, todavía, porque al tratar de escribir sobre la violencia las palabras se quedan cortas, sentimos, se declaran incapaces de transmitir, de limpiar las heridas, de curarnos. Y, sin embargo, declaramos el fin con las palabras, escribimos un poema para hacerlo. Porque somos humanos. Y esperanza. Porque cada que escribimos fin también escribimos esperanza. Y tendemos una mano para tocar otra mano. Y nuestro corazón herido se abre para tocar otro corazón herido. Ciento veinte corazones, ciento veinte que llaman a la mesa a otros tantos, a sus padres, hermanos, hijos, vecinos, tíos, y tomaríamos vino si tomáramos vino, nomás por lo que evoca, nomás por lo que nos han dicho que confiere de sagrado, pero tomamos tequila y tomamos aguardiente, porque somos colombianos y mexicanos, y vertemos un chorrito al piso para convocar a las ánimas, para que vengan nuestros fantasmas y beban con nosotros.”  

Este contenido ha sido publicado originalmente por SINEMBARGO.MX en la siguiente dirección: http://www.sinembargo.mx/opinion/29-10-2014/28554. Si está pensando en usarlo, debe considerar que está protegido por la Ley y que NO puede publicarse sin autorización expresa y por escrito. Si cita este texto (es decir: toma algún párrafo), diga la fuente y haga un enlace hacia la nota original de donde usted ha tomado este contenido.SINEMBARGO.MX

miércoles, 29 de octubre de 2014

LA MUJER QUE CAMINA PARA ATRÁS, Alberto Chimal

EL CUENTO EN ESPAÑOL: ALBERTO CHIMAL

26 jul 2013
Presentamos, en el marco del dossier de cuento hispanoamericano contemporáneo, un relato de Alberto Chimal (Ciudad de México, 1970). Es considerado “de los narradores más polifacéticos e imprevisibles de la literatura hispanoamericana actual” según la revista española Quimera. Con la novela La torre y el jardín  fue finalista en la XVIII edición del Premio Internacional de Novela “Rómulo Gallegos”.




La mujer que camina para atrás


Iban a dar las diez de la noche. Fui por Celia, mi esposa, a su trabajo, en un edificio del centro de la ciudad. Ya había pasado mucho tiempo desde su hora reglamentaria de salida. Cuando estábamos a punto de dejar el edificio, una de sus compañeras de trabajo corrió a alcanzarnos: el jefe decía que acababan de llegar aún más pendientes atrasados y era necesario que se quedara. Celia subió de nuevo: a decirles que se iba, me dijo. Pasaron varios minutos y, cuando volvió a bajar, Celia me avisó que sólo le habían dado una hora para merendar y por lo tanto deberíamos hacerlo en algún sitio cercano.
Sentí rabia. Apreté los dientes pero no dije nada.
—Estas cosas sólo pasan en México —se quejó ella, como es la costumbre.
Fuimos al café La Blanca, un sitio viejo y sin pretensiones como muchos otros de la zona. Nos sentamos a una mesa cualquiera entre oficinistas, empleados de tienda, paseantes de ropa cómoda y barata que no buscaban sino un café con leche y una pieza de pan. Llamamos a una mesera y pedimos lo que todos ellos.
De niña, Celia había ido muchas veces a aquel lugar en compañía de su madre. Hoy, en la mesa junto a la nuestra un hombre leía La Prensa y nos dejaba ver las fotos de asesinados de la primera plana. Un par de televisores encendidos, puestos en alto sobre bases fijas a la pared, mostraba el noticiero de la noche, en el que alguien hablaba con optimismo de las muertes debidas a la lucha contra el narcotráfico. “Han habido treinta mil ejecutados en los últimos cuatro años”, decía, “pero pues en los siguientes dos esperamos menos”. La gente, más que las pantallas, miraba la calle: las luces en el interior del café, que tenía piso y techo y paredes blancos, salía por sus grandes ventanales e iluminaba un poco las aceras.
—Oye —dijo Celia—, ¿te puedo contar algo? ¿Aquella historia que siempre digo que te voy a contar?
Elegimos pan dulce de la bandeja que trajo la mesera. Yo comenté, como también es la costumbre en estos días, que los noticieros no hablan de la mitad de la violencia que ocurre realmente. Mi esposa no me hizo caso y comenzó su historia. Era, me dijo, justamente de cuando iba al café, de su infancia:
—A veces me mandaban a comprar cosas ya de noche. Iba yo sola por pan, o si no a una cremería que no estaba tan cerca de la casa…
—¿Cuando estaban en la calle de Perú?
—Sí.
La familia entera de Celia vivía entonces en el centro. Hasta su muerte, la abuela había mantenido unidos y bajo el mismo techo a sus seis hijos, las parejas de todos ellos y la primera generación de nietos; después todos se habían peleado con todos y habían terminado dispersos. La casa era ahora una sede de Alcohólicos Anónimos, con salas de reunión y un anexo en el que siempre había al menos diez o doce adictos, a los que se buscaba curar con golpes, baños de agua helada y plegarias.
—Una noche salí un poco más tarde que de costumbre —me contó Celia—. Las calles estaban casi vacías cuando fui y cuando regresé. Sí daba un poquito de miedo…
Yo seguía disgustado por la prisa con la que debíamos terminar y porque, después de acompañarla de vuelta a su oficina, tendría que esperar quién sabe cuánto tiempo en quién sabe dónde. Pero traté de concentrarme en lo que Celia decía y en el sabor del café, que era dulce y cargado a la vez. En todo caso no tenía alternativa: no iba a dejarla sola ni a quedarme lejos de ella. Apenas la noche anterior nos habían asaltado cerca de casa, nos habían quitado dinero, tarjetas, las llaves del coche y hasta las chamarras que llevábamos puestas, y habíamos pasado todavía una hora más en el mismo sitio, sentados en la acera, incapaces de decidirnos entre volver a casa (hasta donde alguien podría seguirnos) o buscar ayuda en otra parte (a riesgo de volver a encontrarnos con los dos ladrones, que eran muy jóvenes y flacos, y tenían armas que nos habían parecido enormes).
—Desde luego —me dijo Celia—, daba miedo porque la calle estaba oscura.
Lo que me estaba contando le había ocurrido, me dijo, poco antes del terremoto de 1985, en el que tantos edificios se habían derrumbado en el centro y por todo el resto de la ciudad y en el que también habían muerto, tal vez, decenas de miles.
—Y porque una de chica se asusta con estas cosas…
Deseé que la historia no fuera de algún suceso terrible como el que nos había sucedido apenas: un trauma del que se decidía a hablarme justamente en esa noche pésima. De inmediato me sentí culpable. Pensé en el miedo que había tenido ante los ladrones: en que no había hecho nada para defendernos. Y pensé también que el terremoto siempre me ha parecido algo espantoso: yo también era niño entonces y recuerdo que vi caer, desde lejos, un edificio del barrio de Tlatelolco, que se doblaba como si estuviera hecho de cartón; recuerdo las sirenas, las montañas de escombros…
—Daba miedo pero ahí iba yo —dijo Celia.
Por otra parte, no sólo a mí me había quedado una marca. En los años siguientes vi cómo las historias del tiempo del terremoto empezaban a agregarse a las otras: a las leyendas antiguas de la ciudad, llenas de aparecidos y diablos y que yo había alcanzado a escuchar aún de mucha gente mayor. Empezó a hablarse más, de hecho, de la gente muerta de pronto o perdida en el caos, amnésica o loca de terror; de los sonidos que hacían los sepultados bajo las ruinas, vivos pero inalcanzables; del olor de los cadáveres bajo los escombros que nunca se retiraron de una escuela de enfermería, de la pared que aplastó a dos compañeras de la propia Celia en el Colegio de las Vizcaínas…
De ahí sólo había un paso a nuestra fascinación con los muertos de hoy, las balaceras, las noticias de lugares en los que el gobierno ya no rige. Desde entonces aprendimos a no creer en fantasmas, o tal vez a tener más miedo aún de la vida real.
—Tenía que comprar un litro de leche y un kilo de queso. Y pasando junto a la iglesia de Santo Domingo, la vi. Estaba paradita en la esquina. Se veía así —y Celia se estiró, aunque estaba sentada, para dar la impresión de que se ponía en posición de firmes.
Ahora sentí alivio: con esa imagen vaga de quienquiera que fuese que Celia hubiera visto allí, ante la vieja iglesia en la calle de Brasil, me di cuenta de que aquella era, pese a todo, una simple historia de susto. Siempre las hacemos al modo de las películas de horror porque de allí las aprendemos: siempre los personajes que aparecen de pronto en alguna posición rara, o muy tensa, o como aturdidos, resultan luego aliados de alguna fuerza maléfica, hipnotizados, poseídos…
—Primero no pensé nada raro —dijo Celia—: simplemente era una viejita que estaba ahí, esperando a cruzar la calle…, y entonces me di cuenta de que no había coches por ningún lado.
—¿Cómo?
—No había razón para que no cruzara la calle. De pronto no había nadie a la vista. Como si todo el mundo se hubiera ido o como si no hubieran sido las nueve y pico sino las tres o las cuatro de la mañana. Y en cambio yo sí tenía que pasar a su lado… Ya estaba yo inquieta. Pero me acerqué. ¿Qué más podía hacer?
Algo parecido habíamos sentido, pensé, el día anterior, a la hora de cruzarnos con los dos que nos habían asaltado, y que estaban en una esquina, como esperando cruzar la calle o subir a algún transporte. No dije nada.
—Ella —dijo Celia— llevaba pura ropa vieja, me acuerdo. Un suéter raído, blanco pero tan sucio que parecía negro; una falda azul, floreada, que le llegaba hasta los tobillos pero tenía tantos agujeros que las piernas se le veían enteras, así pensé. Las piernas sucias y creo que con heridas… o várices… Los zapatos eran de plástico, de estos que se deforman en cuanto te los pones, y negros. Además tenía el pelo blanco —y levantó las manos hasta la altura de su cabeza y las separó— así, como una nube… Y cuando estuve junto a ella me le quedé viendo porque seguía sin moverse. Como si yo no estuviera ahí.

*  *  *

Poco después de que Celia terminara su historia, pagamos la cuenta, salimos y la acompañé hasta su oficina. En la entrada del edificio tuvimos una discusión: le propuse buscar un cuarto de hotel para que pasáramos la noche cerca y ella se negó. No teníamos dinero, me dijo, y además no quería quedarse en ese rumbo. Por ningún motivo, dijo. Yo cometí la tontería de decirle que se calmara: que no se dejara llevar por la historia que me había contado, que no era para tanto. Ella dio media vuelta y entró sin despedirse.
Yo no quise seguirla. Me alejé, caminando, por la calle de Donceles. Llegué hasta Palma. Hacía frío, apenas había gente y coches en la calle y todos los comercios estaban cerrados.
A pesar de lo que yo mismo había dicho, no podía dejar de pensar en la historia que Celia me había contado, y sobre todo en el final:
—Y entonces que la mujer se voltea —me había dicho ella.
En la calle de Palma di vuelta, pero me detuve al ver que un coche de policía estaba detenido sobre la acera con las luces encendidas. Dos agentes vestidos de civil, con placas colgadas de sus cinturones, alejaban a unos pocos curiosos. Alguien más tendía un cordón para que nadie se acercara al cuerpo tirado en la calle. No vi sangre pero, de todas formas, supe: no era el primer muerto que veía, aunque sí el primero en una calle, el primero tirado en esa posición.
—Que la mujer se voltea y que pone una cara… —me había dicho Celia.
Pensé que esa persona había estado viva tal vez mientras Celia y yo caminábamos cerca, discutíamos, nos separábamos. Me alejé del cuerpo y de los policías. Avancé hasta Tacuba, di vuelta al llegar y seguí por esa calle hasta Isabel la Católica, donde di vuelta una vez más hacia Madero. Empecé a escuchar, muy distante, la música de lugares animados y todavía abiertos: bares, antros, taquerías…
—Te juro —me había dicho Celia— que es la cara más horrible que he visto en la vida. Los ojos rojos, los dientes podridos, negros, la boca torcida, la nariz como rota…
Como algunos otros transeúntes, crucé la calle para no pasar cerca del hombre que duerme en una silla de ruedas, cubierto por una lona amarilla, afuera de la iglesia de San Agustín. Lleva años allí, siempre en el mismo sitio, siempre con un bote de plástico a sus pies para limosnas. Siempre lo evito. Debe tener a alguien que lo mantenga porque nunca he visto a nadie darle ni una sola moneda.
—No, no nada más rota —me había dicho Celia, con cara de horror—, es decir la nariz…, sino abierta, como reventada… Y entonces se me quedó viendo y me gritó…
Y había juntado las manos como debe haberlas juntado de niña, como para rezar, temblorosa.
Y entonces yo, ahí, en la esquina de Isabel y Madero, me la encontré de frente.
De pie.
Firme.
Vieja, muy vieja, con la vista fija en ningún lugar como si yo no estuviera allí.
Ahora pienso que no había nadie alrededor: que de pronto la ciudad parecía abandonada, como si se hubiera dado una orden de evacuación y todos la hubieran obedecido. Ya no se oía ninguna música. Ya no había nadie cerca. Ni siquiera se veía al hombre de la lona amarilla. Sólo quedaban las luces encendidas, las cortinas de metal que cerraban los locales y las fachadas de los edificios.
Sólo quedaba la mujer. Su suéter era aún más negro de lo que había imaginado. Sus piernas se veían retorcidas y sucias. Una luz justo detrás de la cabeza hacía que su cabello brillara. Parecía una nube con un rayo adentro.
Y olía… Esto Celia no lo había dicho: olía a carne podrida, a cloaca. Olía a más aún. De niño viví detrás de una fábrica de telas que arrojaba al aire no sé qué cosa, invisible, que se pegaba al paladar y a la garganta y tenía un aroma o un sabor indescriptible, terrible, porque no era un resto de nada vivo. A eso olía la vieja también: a algo que no debía existir y sin embargo existía.
Ella me miró, de pronto, y me gritó.
A Celia le había gritado:
—¡SIGUES VIVA! —lo que mi esposa interpretaba, según me había dicho, como un aviso: que estaba destinada a salir ilesa pese a que el temblor destruyó buena parte de la zona donde vivía con su familia. Según ella, la vieja es algo parecido a la Llorona, al Niño del Diablo y a otros personajes de esas leyendas de antes, pero hace algo distinto: da advertencias. Dice profecías.
Y entonces, que yo la tuve enfrente, su cara era más horrible de lo que yo había imaginado, y su nariz estaba abierta como una herida roja, y no voy a decir, no quiero decir, a qué sonaba su voz.

*  *  *

—¡SIGUES VIVO! —me dijo a mí también.
Y ahora abrazo a Celia en la calle, pues salió al fin de su oficina, y están por dar las tres. Caminamos en busca de un modo de alejarnos del centro, y pasamos una vez más por donde estaba el cadáver, y ya no está, y yo no digo nada una vez más.
No sé si de verdad podemos tener avisos del futuro, si los merecemos, si llegan por alguna razón. Pero sé lo que vi. Y vi lo que vi.
Después de gritarle a Celia, la vieja se alejó de ella caminando para atrás, rapidísimo, sin ver jamás hacia dónde iba. Y después de gritarme a mí, también.
Un paso, otro paso, cada vez más deprisa. En segundos ya estaba en la esquina de Isabel y Tacuba. Luego siguió retrocediendo. Pronto no la vi más. No dio vuelta. Simplemente se metió en una sombra, la que proyectaba algún edificio, y ya no volvió a aparecer. Así había desaparecido, exactamente así, el día en que Celia la vio, poco antes del terremoto.
—Lo único malo —me ha dicho Celia— es que tengo que regresar a las diez porque no terminamos.
Yo esperé en La Blanca hasta que cerraron y me echaron. Luego caminé sin rumbo, como lo hago ahora con ella. El subterráneo ya está cerrado, igual que todos los locales, hasta el último antro y la última cantina. Los autobuses han dejado de pasar. No vemos taxis. Apenas tenemos dinero: la verdad es que realmente no nos alcanzaría para un cuarto de hotel. Los ladrones de ayer –no: de hace dos noches– ya nos habían puesto en este problema antes de que a Celia se le vinieran encima las horas extras, y antes de que apareciera la mujer que camina para atrás.
—Por acá no conocemos a nadie con quien se pueda llegar, ¿verdad? —me ha dicho Celia.
Nosotros vamos hacia delante, aunque no sepamos a dónde, y llegamos a un tramo de acera bien iluminado por luces de color naranja. Hay más de estos tramos cerca de las avenidas grandes.
—Perdón por hace rato —me ha dicho Celia, y yo le he pedido perdón también, y ahora ella me abraza. No le he contado lo que me pasó. No sé si lo haré. Hace cada vez más frío. Y los dos estamos muy cansados. Tengo la esperanza de que podamos hallar algún sitio de esos que aún abren las veinticuatro horas, aunque sea para sentarnos y compartir una misma taza de café hasta que podamos tomar algún transporte. También tengo la esperanza de que Celia y yo estemos equivocados: de no haber visto más que a una loca, tal vez a alguien que me hizo pensar en la historia que acababa de oír, que perdió el juicio en el terremoto, o cuando le mataron a alguien, o que simplemente tuvo ganas de gritarme lo que me gritó.
—¡SIGUES VIVO! —con una voz como un trueno, con su boca negra bien abierta, y sin decirme qué más va a pasar, si los demás van a seguir vivos también.




Datos  vitales
Alberto Chimal (Toluca, 1970) es considerado “de los narradores más polifacéticos e imprevisibles de la literatura hispanoamericana actual” según la revista española Quimera. Además de narrador y ensayista, es tallerista literario y un autoridad tanto en el campo de la escritura en medios digitales como en la “literatura de imaginación”: la narrativa fantástica como literatura contracultural. Sus libros más importantes: Gente del mundoÉstos son los días (Premio San Luis 2002), GreyLos esclavosEl Viajero del TiempoLa generación Z y La torre y el jardín (finalista en la XVIII edición del Premio Internacional de Novela “Rómulo Gallegos”). Su sitio: www.lashistorias.com.mx.