domingo, 20 de julio de 2014

FILOSOFÍA Y PSICOANÁLISIS, Germán Iván Martínez

Filosofía y psicoanálisis
Germán Iván Martínez
Quienes tuvimos la oportunidad de cursar los seminarios de filosofía y psicoanálisis en el Centro de Investigación y Docencia en Humanidades del Estado de Morelos (CIDHEM) pudimos apreciar no sólo la valía del proyecto que dio vida a esta importante y reconocida institución de educación superior, sino constatar el talento y compromiso de sus maestros. Hoy, a través de estas líneas rememoramos conceptos, ideas, sentimientos y presentimientos; recordamos la voz suave de Luis Tamayo y su hablar pausado, propio de quien piensa. Y también el tino con el que Antonio Ruiz Taviel usara las palabras y la exigencia que sus expresiones provocaban en nosotros para lograr la comprensión.
En aquellos seminarios los asistentes aprendimos que la filosofía y el psicoanálisis están estrechamente vinculados y que, si bien la primera precede al segundo, dichos ámbitos han desempeñado históricamente una labor especulativa fundamental. Como sabemos, el psicoanálisis nació vinculado al tratamiento de las enfermedades mentales, pero hoy entendemos mejor que ayer que “lo normal” es siempre cuestionable; que el enfermo mental se caracteriza por transgredir las normas de conciencia personal y social y que toda enfermedad implica un trastorno de la conducta.

Hoy, gracias a la filosofía y al psicoanálisis se pueden analizar la naturaleza y condición humanas y podemos comprender mejor que empezamos a ser aún antes de nacer, esto es, de existir. Nacemos como expectativa, como deseo (no sexual, pre-sexual). El ser, desde la perspectiva psicológica, existe antes que el ente, y lo hace como nominación y como sospecha. “El ser precede al ente y lo trasciende”, afirmaba Ruiz Taviel y Tamayo. Nacemos entonces, decían, como necesidad de ser y ésta busca trascender la muerte.

En aquéllos seminarios recordaban a Erich Fromm para subrayar que el ente que no deviene ser equivale a morir sin haber nacido. El ente no es simplemente el ser. El ser implica posibilidad de ser, esto es, apertura vital. Y el psicoanálisis va más allá del ente; se preocupa por el ser pero no hace ontología sino ontogenia, es decir, se ocupa del proceso de formación de cada sujeto y atiende el conjunto de transformaciones que nos afectan desde la fecundación hasta cuando alcanzamos cierto grado de madurez. Aclaraba Ruiz Taviel que el psicoanalista no pretende explicar al ser pero sí busca exponer el cómo de ese ser óntico que es el ser individual.

Quienes asistimos a aquellos seminarios releímos a Freud y entendimos que el inconsciente es un depósito de ideas de las que uno ni idea tiene. Aprendimos que los recuerdos se van atrás pero no están muertos y que el padre del psicoanálisis descubrió que el núcleo del comportamiento es instintivo. Advertimos que, en unos dicho comportamiento nos lleva a sobrevivir; y en otros, a destruir. Reconocimos también que el miedo juega un papel fundamental en la vida humana, y que hay mecanismos de defensa que perviven en nosotros y nos hacen subsistir. Recordamos la importancia del apego y entendimos que toda separación siempre va acompañada de angustia. Apreciamos que ésta brota ante lo desconocido, ante el fracaso, el equívoco, el rechazo o la burla; que vivimos cargados de temores y que para conocer cómo se presenta una fobia es preciso hurgar en la historia personal, familiar y social de cada sujeto. Comprendimos entonces que en el psicoanálisis cada caso es único pero que su finalidad e importancia radican en que posibilita la ampliación de la conciencia individual y colectiva.

Aprendimos que somos seres compelidos a conocer y aprender. Que no nacemos hechos sino que nos hacemos, nos construimos en cada decisión que tomamos. Que somos proyecto y tarea inconclusa, y que somos, irremediablemente, seres de relaciones y no sólo de contactos. Caímos en la cuenta de que el hombre se pasa la vida construyendo el ser que es y que el aprendizaje de la socialización implica el ordenamiento de nuestras funciones. Advertimos que lo insignificante nunca se recuerda y que la memoria es un cúmulo de sucesos significativos. Entendimos que uno no puede olvidar algo que nunca supo y reconocimos la importancia (incluso cierta felicidad) que se desprende de la inconsciencia y la ignorancia.
Aprendimos que el origen de la emotividad es la afección y que junto a un desarrollo neurológico, psicológico y social, se halla otro normativo, anclado a un sistema de reglas que permean al hombre y al conjunto social. Advertimos entonces que no hay ética que no provenga de la moral; esto es, de la costumbre. Y que obviamente no hay moral sin cultura. Aprendimos que el hombre en soledad no existe, y que el otro representa tanto para uno como uno representa algo para él. Entendimos que los humanos estamos enfermos aunque no lo sepamos; que toda sociedad tiene una forma de enfermedad y, lo que es peor, que la enfermedad misma se ha insertado ya en la normalidad.

Aprendimos que las conductas anómalas del psicópata y el sociópata (sus trastornos de personalidad) tienen en la mayoría de los casos un origen egocéntrico, y que el egocentrismo –a diferencia del egoísmo que se vincula al comportamiento–, se liga más a hábitos y maneras de pensar. Aprendimos que los humanos somos primariamente agresivos, depredadores y carroñeros, y que sólo la civilización nos vuelve tiernos, cariñosos, amables, adaptables. Comprendimos que si la salud mental es el estado de ánimo de la mayoría de la sociedad y el enfermo un inadaptado (o desadaptado) que perturba con su comportamiento el tejido social, la sanidad psiquiátrica y la psicoterapia no son otra cosa sino el empeño por ajustar a quien se desvía del tipo de personalidad favorecido por la sociedad, adaptando a cada uno al nivel del hombre medio, ajustándolo a las formas de vida de una sociedad determinada, sin importar para nada si dicha sociedad está cuerda o loca. 

Ilustraciones de Huidobro
Aprendimos, recordando a Sartre, que somos el resultado de lo que otros han hecho de nosotros y, por ende, que somos en alguna medida un producto artificial. Que conocemos muy poco nuestra mente y que somos obstinados, convencionales, autómatas, temerosos, consumistas e inconscientes. 

Reconocimos, con Luis Tamayo y Antonio Ruiz Taviel, que hemos perdido el sentido de comunidad y que bien a bien no podemos precisar cómo fue que lo hicimos. Que por el miedo, el riesgo y la inseguridad, nos hemos acostumbrado a vivir en casas que se vuelven prisiones y vivimos por ello encarcelados y paranoicos.
Aprendimos que somos realmente insignificantes y que hoy emergen nuevas locuras en razón de nuevas realidades. Que vivimos en la ficción del lenguaje porque éste sirve para tranquilizarnos y darnos consuelo y que todo ser humano es potencialmente delirante porque nuestras ideas pueden desbordarnos. Comprendimos que el núcleo de las enfermedades mentales, individuales y colectivas, se halla en la dificultad de asimilar la realidad, esto es, en la impotencia o el fracaso adaptativo del hombre para con el mundo y para consigo mismo.
Aprendimos que no hay cura para la esquizofrenia y que quien padece este trastorno es incapaz de sublimar, es decir, de transformar la libido-sexual en alternativas. Entendimos que no obstante eso, la vida del esquizofrénico es posible hoy día en sociedad, y que puede ser también creativo y productivo. Aprendimos que toda idea nace de la percepción y que ésta estructura todo un sistema de ideas, es decir, de pensamientos. Comprendimos que la alteración de dicha percepción tiene que ver con la ideación delirante, con una falsa percepción que resulta doble, pues no sólo es hacia afuera sino también propioceptiva. Reconocimos que la demencia está ligada a la debilidad mental pero también que los locos tienen la posibilidad de adelantarse a su tiempo; que la locura puede ser muy fecunda y que todos cometemos locuras pues hay locura en todos y en todas partes.
Aprendimos que la estupidez no necesariamente es genética sino que puede ser programada incluso a distancia, por televisión. Advertimos que hoy más que nunca existen condiciones que predisponen a ella, pues vivimos en un mundo donde se privilegia la imagen o, como dirían los que saben, donde se ha sobrepuesto lo icónico a lo simbólico. Mundo en el que la comunicación se deteriora y el intercambio de ideas, sentimientos y emociones se expresa, en el mejor de los casos, de múltiples formas, pero en el peor, parece extinguirse.

En La resistencia, Ernesto Sabato escribió: “El hombre está perdiendo el diálogo con los demás y el reconocimiento del mundo que lo rodea, siendo que es allí donde se dan el encuentro, la posibilidad del amor, los gestos supremos de la vida. Las palabras de la mesa, incluso las discusiones o los enojos, parecen ya reemplazadas por la visión hipnótica. La televisión nos tantaliza, quedamos como prendados de ella. Este efecto entre mágico y maléfico es obra, creo, del exceso de la luz que con su intensidad nos toma.” Sabato advierte en este libro que la televisión anestesia la sensibilidad, hace lerda la mente y perjudica el alma, por eso nos invita a valorar la vida de otra forma.

Con Luis Tamayo y Antonio Ruiz Taviel aprendimos que el sentido comunitario hoy se ha diluido; que priva en el mundo una distonía social que hace necesario un rediseño de nuestro habitar y la emersión de una conciencia ecológica que nos permita entender que sólo somos la pequeña parte de un todo que se mueve sistemáticamente. Esta conciencia individual involucra varios aspectos: una percepción correcta, capacidad asociativa y retentiva, pero también acciones puntuales y concretas que nos hagan retornar a una vida más simple. Esta conciencia individual debe expandirse hasta generar una conciencia familiar, comunal, nacional y mundial que haga posible re-descubrir nuestra mundanidad y re-aprender a construir verdaderas comunidades que eviten la destrucción de nuestro planeta.

Hoy, al recordar aquellos seminarios apreciamos su valía pues fueron siempre una invitación a pensar. Las ideas en ellos vertidas fueron siempre dardos lanzados contra la pereza reflexiva. Hoy reconocemos a Luis Tamayo y Antonio Ruiz Taviel como pensadores sencillos, afables, abiertos y flexibles; pero a la vez rigurosos, disciplinados en la academia pero sobre todo cordiales. Hoy les enviamos un fuerte abrazo y nuestra gratitud infinita y les decimos, no sin melancolía, que sus disertaciones le hacen falta a una sociedad que corre el riesgo de cesar de pensar.

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