domingo, 30 de marzo de 2014

LAS CARTAS PERDIDAS DE PAZ, Edgar Aguilar

Las cartas
perdidas
de Paz
Foto: Fabrizio León/ archivo La Jornada
Edgar Aguilar
K me escribe. Le digo que don Eusebio ha muerto hace ya un par de años.
Me dice que qué pena; que aunque lo conoció poco, y a pesar de ser un hombre un tanto difícil, le tenía en gran estima.
Abro la boca y digo que don Eusebio conservó hasta sus últimos días (en realidad es lo que creo) algunas cartas personales de Paz, fechadas en India, Cambridge y Ciudad de México.
K me contacta a través de un tal Ramírez; éste, a su vez, a través de Rivas.
Le digo primero al tal Ramírez y luego a K, que Rivas no tuvo el olfato (se lo digo en otros términos, desde luego) para rastrear y de ser posible publicar esa correspondencia que don Eusebio en persona le hizo saber que tenía en su poder. Gajes del oficio, supongo.
En la Fundación Octavio Paz, don Eusebio hace hasta lo imposible por comunicarle a la viuda lo que posee; al parecer, la viuda es una mujer que rara vez simpatiza con el secretario particular de su esposo (ignoro si la viuda haya tenido sus razones –lo que no puede descartarse del todo). Lo cierto es que la viuda nunca le concede una entrevista.
K se frota las manos. Le advierto que yo no guardé nada, pero lo que  le digo, no sé si para hacer más jugoso el asunto o por apego a la verdad, es que esas cartas existen: del puño y letra de Octavio Paz. Algunas veces, en sus ratos de ocio (harto frecuentes) y de manera espaciada, don Eusebio tiene a bien mostrármelas. Una que otra carta dispersa a intelectuales de la época; sobre todo, intercambio epistolar entre aquél (el poeta) y su secretario particular (don Eusebio). A Paz le interesaba mucho –recuerdo– lo que acontecía en India después de su paso por Cambridge y, finalmente, de su retorno a México.
K queda, literalmente, prendido a mis comentarios. Me solicita una entrevista por teléfono. No accedo; en cambio, le ofrezco información que pueda resultarle útil: ubicación con pelos y señales de la casa de don Eusebio. La casa, tengo entendido, está abandonada y cubierta por la maleza. Ignoro –le sigo narrando a K– qué ha sido de lo que había en ella.
Don Eusebio profesaba por Paz una admiración que rayaba en la locura. Publicó dos libritos con entrevistas que le realizó al poeta siendo éste aún joven. Don Eusebio conservó (o debió conservar), como he mencionado, ciertos manuscritos de Paz. Lo más increíble es que su vida parecía girar en torno a sus recuerdos con Paz. Se aprendió, como anécdota, los primeros quince versos de “Piedra de Sol”, que solía recitar en la primera oportunidad, pero el tiempo no le alcanzó para memorizar –que era, según él, lo que se proponía como un acto “heroico” antes de morir– casi la totalidad de ese extenso y famoso poema. Don Eusebio, como Paz, tenía alma de poeta. Quienes le conocieron (a don Eusebio) no me dejarán mentir.
K me envía un segundo o tercer correo. Me explica que él estaría dispuesto a recuperar todo ese material de Paz en casa de don Eusebio. Ignoro cómo, pero de que se puede se puede, pienso, si es que esos papeles siguen allí.
Presentación de un libro. Un hombre bajito y de mediana edad se me acerca. ¿Dónde lo he visto? Me sonríe. Le devuelvo la sonrisa, qué más da. Me pregunta por R. ¡Claro, en casa de R! Antes de que yo pueda abrir la boca dice, en tono sarcástico –cosa que al principio no entiendo, que si es verdad que yo soy el albacea literario de don Eusebio, que R se lo dijo. Le respondo que si R se lo dijo, entonces soy, efectivamente, el albacea literario de don Eusebio. Me mira. Lo miro. El auditorio estalla en aplausos. El hombre se pone inquieto. Ahora ya no sonríe. Yo sigo sonriendo. Me habla de K (me sorprende un poco que conozca a K, pero no se lo digo), quien se ha comunicado con él por teléfono para solicitarle un servicio. Me pregunta por don Eusebio (de quien no sabía prácticamente nada hasta recibir la llamada de K), referente a unas cartas de Paz que supuestamente conservó aquél (don Eusebio) hasta el día de su muerte. Le respondo que sí, que si K le habló de esas cartas, éstas deben, efectivamente, y por fuerza –agrego– existir… El hombre se despide, no sin antes brindarme su tarjeta.
Recorro una mañana la calle en mi auto. Es una empedrada que se adentra y serpentea ligeramente por una zona que, aunque habitada, desprende un aire fantasmagórico, y que culmina en una intersección. Por la derecha hay unas escaleras que conducen a una escuela y más allá a un parque; por la izquierda se extiende un baldío; del baldío emerge un barrio más bien miserable en que la empedrada se vuelve cada vez más terrosa. Justo en la esquina, y en donde rebosan montones de bolsas rotas de basura tiradas en la banqueta, se encuentra una casa aparentemente abandonada que, en un espacio de su pared frontal, lleva inscritos unos versos bajo sendos anagramas en forma de círculo dibujados en colores verde y rojo, que descifrados rezan así: “Octavio Paz”, y “Dios es todo”. Por la reja se logra apreciar la yerba que invade la casa. Un portón negro está pintarrajeado de grafiti, al igual que el resto de las paredes. Curiosamente, las inscripciones han sido respetadas. Bajo del auto. Hay perros merodeando la casa. Algunos me ladran y otros me reconocen, meneando mansamente sus colas. Las ventanas permanecen cerradas. Observo mi habitación… Subo al auto. Al lado de la casa han construido, cosa que no me extraña, unos lindos departamentos.
espero unos días a que K me comunique cuál ha sido su determinación. No recibo correo alguno.
En casa de R, con un generoso whisky de por medio, le comento los últimos pormenores y la plática con A.R. (el hombrecito de la tarjeta). Me informa que A.R., a petición expresa de K, ha registrado la vivienda de don Eusebio en busca de las cartas de Paz. “¿Y qué ha encontrado?”, pregunto yo, ansioso. “Nada”, me responde. “Al menos eso fue lo que me dijo.” “No habrá buscado bien”, repongo. “Seguramente”, dice R en tono resignado (¿o malicioso?).

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