lunes, 24 de febrero de 2014

TRÍPTICO DE AMOR Y DE MUERTE, Gustavo Ogarrio

Tríptico
de amor y
de muerte
Gustavo Ogarrio
Edvard Munch, Hombre y mujer I, 1905


Febrero
Para Lily Beth y Antonio
Febrero es una grieta por la que se abre paso un tacto de ciegos, el susurro de los vendedores del amor incapaz de dar cuenta de esas piernas graciosas que se rompen como una marcha celestial de defunciones o del silencio mortecino en la nuca que jamás se propagará en las rosas melodramáticas, en los chocolates presos del moño insoportable, en las gardenias degradadas por el gesto de la repetición mercantil. Febrero es el torbellino de las murmuraciones cursis, su día preferido es el catorce. Amor, amistad, convulsión lacrimosa para toda la vida que se alimenta de ese mosto de besos de chocolate.
Millones de vitrinas exhiben el cadáver del amor, la subasta del paraíso, las tristes noticias del deseo. Febrero es la ceniza de aquellos árboles quemados que se acorazan en los murmullos al oído. Es la enfermedad de los pétalos que se impone por unas horas al dolor de los monstruos de barro. Es el desamor de los planetas, el sarcoma de Júpiter, el suicidio de Mercurio, la traición de Plutón, la agonía de la Tierra. Miles de palomas muertas vendrán desde el sueño a levantar el cuerpo herido de febrero. No habrá lecho consumado, ni muslos como telarañas; no habrá esa difusión maligna de las promesas ni el peligro de las lenguas blancas ondeando encima del pantano.
Febrero es una pantera que no se deja atrapar por el lápiz labial que escribe herejías a bajo precio en los cristales de los coches o que dibuja corazones rojos en los cuadernos de pasta blanda. Febrero es el final de los besos adolescentes, el apetito voraz de las mercancías que celebran el ocaso de las bocas bífidas. En febrero no caben las fracturas del oxígeno que acompañan a la inexactitud de los cuerpos relacionándose, porque febrero es también un gran almacén de almas fosilizadas en la esgrima de la compraventa.
He visto morir a dioses miserables que no soportaron el tamaño de esta grieta.
Ítaca
Para entrar a tu ciudad espeluznante debe evitarse la luz del día, el verano y la canícula, los calores matutinos con su precipicio de sudores diáfanos. Se debe ser cuidadoso con los taxistas, con su monólogo de retrovisor alerta por el que se filtran todas las lenguas. En cada templo, en cada palacio, en cada triángulo de piedra que simula su verdad pitagórica se esconden los secretos de la aparición de Polifemo: el ojo extraviado del cíclope, el banquete del forastero en la tierra prohibida, la borrachera de la muerte, la fuga vergonzosa de este Nadie que a todos nos habita.
Para entrar a tu ciudad espeluznante es preciso cubrirse con la sábana de noches frías y duras, con la certidumbre de los coches quemados al borde del camino, con la desesperación de los hombres que piden su lugar en esta guerra.
He regresado en tu nombre a esta ciudad de acentos marrones, de sirenas que cantan el fin de la especie para que mi navegación estalle contra los arrecifes de cantera. He vuelto, atraído por la fuerza del mástil, atado a lo que también llevo dentro y rogando que me liberen de esta prisión de insomnios hecha para ti. He venido para duplicar tu regreso, para engañar a los muertos que te esperan, para adorar y maldecir todos los rincones de este valle de viejas tristezas. En tu nombre también he soñado con caracoles, con insectos monumentales que destrozan mercados y avenidas; poemas breves, heridos, que tejen y destejen lo que todos sueñan.
Declinan las tardes en ráfagas de viento y en nubes negras cargadas de sílabas futuras. Las miradas en las calles se mezclan todavía con cierto rumor de vida. Ahora lo sé: esta ciudad fue inventada para que tú conocieras el dolor atroz del amor y la desolación de los seres humanos. Te susurro al oído mis fatales certezas: no regreses, lejos están los días en que este laberinto de sangre y fuego te esperaba, tu ciudad de luciérnagas moribundas ya no existe.
Manifiesto
Pasar como un diluvio por el silencio y mezclarse con ternura en las heridas ajenas para manchar de ceniza nuestro júbilo y evitar que la felicidad teja su nido en lo peor de nuestras almas. Cabalgar sin sombra y sin duelo durante las horas negras en las que escapamos de la risa y de las bromas desafortunadas que exigen de nosotros otra vida y otro rostro o ciertas mentiras amables y entonces curarse de la felicidad cabalgando y gastándose a todo pulmón en esas horas sin relámpagos de optimismo sin nostalgias de familia sin la solidaridad de los amigos sin los que defienden su prosperidad sin las nubes del atardecer que nos heredan algo de su calma.
Salir a la calle para arruinarse como cocodrilo entre los coches y los autobuses y los puestos de frutas tropicales y las calles sin dueño y los niños hermosos que estupefactos miran por primera vez a la humanidad sin advertir la raíz de este apocalipsis de la especie que también los envuelve y maldecir a esa multitud de acero que quiere atropellarnos a como dé lugar para seguir en la lucha de todos los días contra la ausencia y desaparecer sin alegría entre los alegres y ser una momia que cabalga por los siglos para despeñarse en el instante. Resguardarse como ese perro de luz en la precipitación de la lluvia y en el olor acre que va dejando esta melodía de mercurio que arrulla lo más vergonzoso de nosotros mismos.
Estoy hablando de una declaración de guerra contra las golondrinas y contra los espejos y contra los cuartos de baño en los que también se esconden los pequeños placeres. Estoy hablando de retorcerle la cola a todos los paraísos y de negarse al beso monstruoso de la esperanza. Estoy hablando de comenzar de nuevo y de ignorar ese canto cíclico de sirenas y abrirle paso a la caída y mirarla a los ojos para que nos hable de la amargura en su lengua y de los cables rotos en la azotea y que nos trague el mausoleo en el que nos vamos convirtiendo y el dolor que todos llevamos dentro y cerrar la boca para que de una vez por todas nos invada el tejido fino de nuestra verdadera sustancia.

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