lunes, 13 de enero de 2014

SERVIDUMBRE HUMANA, Hermann Bellinghausen

Servidumbre humana
Hermann Bellinghausen
P
or fin se armó de valor. Le tomó tanto que no se dio cuenta de cómo ni cuándo: delante de su público más selecto, el seminario de los jueves, al que también acudían amistosamente algunos colegas. Su hora estelar. Allí confesó. Había lluvia y neblina en las islas del campus, visibles a través de las aulas del ala de Humanidades, una mordente tarde de invierno. La audiencia se sacudió. Al principio nadie entendía de qué se trataba. Sus colegas de la Coordinación, a fuerza de conocerlo, coligieron algo (¡te cai!), las universidades son como pueblos, y cada vez se escriben más novelas de campus. Los alumnos quedarían impactados, y le ofrendarían un interés conmovedor. A los jóvenes los dramas románticos les encantan. La confesión de Servando (soy un fraude, dijo, he sido un farsante todos estos años) era dramática. Y aunque allí nadie parecía verla así, resultaba cómica.
–La filología para mí ha sido un pescado muerto.
–Pero profesor –quiso interrumpir un alumno de acostumbrada obsequiosidad.
–Estar aquí perorando lenguaje tras lenguaje, borracho de Sassure, fue en su origen un pretexto fríamente calculado para estar cerca del amor de mi vida.
Hubo un solitario ¡ja! seco y anónimo. En primera fila una muchacha muy bonita, de minifalda, descruzó las piernas para liberar las lágrimas. Servando la miró con abandonada lascivia, quizás dispuesto a romper su regla más estricta: nunca cortejar a las alumnas. Estaba diciendo, como en las famosas de Lorca, yo ya no soy yo, ni mi casa es ya mi casa.
–Ingresé a esta facultad por error de adolescencia, pero en primer semestre conocí a la razón de cualquier perseverancia: una mujer como sueño. El único encarnado jamás en alguien. Los primeros años, en lo que ella iba de novio en novio, yo no perdía la esperanza, pues contaba con el registro íntimo de sus descalabros, la más entera de sus confianzas, y aunque se reprimiera sentía sus nervios electrizados de atracción carnal, que ella desvió a lo intelectual y yo caí.
Ahí tienen a Servando confesando su tedio ante la carrera que le dio prestigio y puso reconocimientos en su abultada buchaca de logros filológicos y universitarios, permitiéndole burocratizarse el alma. Maestro ideal, de quien poco se sabe salvo que pasa las noches insomnes escuchando a todo volumen La valquiria de Wagner. Misántropo y bien vestido, a la inglesa, se burla siempre un poco de sí, como para que nadie más se atreviera a ironizar de su no sé que de sabio intacto. Como de costumbre, no miraba al salón de clases, sino al jardín y los prados, estilo Cernuda. En estas mismas aulas el poeta Luis Cernuda impartió clases de espaldas a su audiencia. Estilo Miles Davis.
–Siempre fue una brillante aprendiz. Aplicada desde el kínder, llevaba la disciplina en los huesos y yo me le pegué. Sin serlo, ella entendía a los filósofos como filósofa y como poeta a los poetas. Su perversión suprema: darme alas, tantitas, nunca abriéndose de capa, nunca cerrando la puerta por completo. No sólo era su juego, con el tiempo devino tema de nuestra conversación cínica. Nos recibimos juntos para matricularnos en el posgrado, ella poseída por el conocimiento, yo por mi avidez de ella, en rendición total a su conocimiento.
Toses. Interjecciones ahogadas. Vamos Servando, no te pongas así, murmuró un colega. Los muchachos varones intercambiaban miradas divertidas y parecía abrigar pensamientos demoledores. No así las damas; un par de ellas ni siquiera jóvenes, una casada y la otra monja, pero ninguna virgen ni mártir. La simpatía del ala femenina era absoluta. Y antiacadémica a un nivel de escándalo.
–Un día me besó en la boca. Por primera vez en siete años. A la mañana siguiente desapareció en una organización clandestina revolucionaria de la que cinco años después emergió transformada, pragmática, fingidamente fría, ajena, y se acomodó como directiva en otra institución similar a esta. Yo, que filólogo era, filólogo me quedé. Siempre creí que volvería. Dejamos de quedarnos con las ganas, a condición de que hacer el amor no fuera amor sino sexo. Hemos sido amantes intermitentes, audaces en un par de coitos de coctel durante congresos donde yo FUI ponente y ella organizadora, rodeada de asistentas sometidas y serviciales, prendadas de ella. Conozco el look, me he visto en el espejo.
Servando tragó saliva. La audiencia no sabía si reír, llorar o mandarlo a la chingada.
–La filología me es indiferente. No lo tomen como algo personal, pero todos ustedes también. Sólo ella me interesa, aún ahora que peina canas. Y yo ya ni eso. Tiene el hábito de no responder correos ni llamadas. Bueno a veces, y nos encontramos a la carrera. No tengo hijos, ella, como si no los tuviera, colecciona ex maridos. Lo sensato sería internarnos de ancianos en el mismo asilo. Lo hemos hablado, ustedes qué creen.
Risitas y sollozos rubricaron su inesperada expansión sentimental, y todo quedó en un chiste.


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