viernes, 17 de enero de 2014

MELCHOR OCAMPO, Orlando Ortiz

Orlando Ortiz
Doscientos años ha
La cabeza de esta columna es algo aventurada, pues los investigadores no acaban de ponerse de acuerdo en los datos. Al parecer fue bautizado en Ciudad de México, en el templo de San Miguel, con el nombre de José Telésforo Juan Nepomuceno Melchor de la Santísima Trinidad. Lo presentó María Josefa González de Tapia y declaró que la criatura había nacido el 5 de enero de 1814, de padres desconocidos. Todavía sigue la polémica en cuanto al lugar de nacimiento, fecha y progenitores de quien pasó a la historia como Melchor Ocampo. (Uno de los misterios es, precisamente, de dónde surgió el Ocampo, si su “madrina”, como llamaba a la mujer que lo crió y cuidó de su educación, tenía el nombre de Francisca Xaviera Tapia y Balbuena. Era propietaria de la hacienda de Pateo, cerca de Maravatío, en Michoacán).
En cuanto a su origen, son tres las hipótesis más conocidas. Una es de don Ángel Pola, biógrafo y admirador de don Melchor. Para él, nació en Ciudad de México el 6 de enero de 1814 y presumiblemente sus padres fueron doña Francisca Xaviera Tapia y el licenciado Ignacio Alas. Otra versión es la del señor Austacio Rulfo, quien aseguraba que Melchor había nacido en la hacienda de Pateo, entre 1817 y 1820, siendo su madre doña Francisca Xaviera Tapia y de padre desconocido, pero que valiéndose de la ayuda de doña Josefa Rulfo, amiga íntima y administradora de la hacienda de doña Francisca, lo hizo aparecer como expósito para luego recogerlo y ser para él una madre adoptiva.
Para don Fernando Iglesias Calderón, sobrino-nieto de la señora Xaviera, Melchor fue un expósito nacido en Ciudad de México en 1814, al que su tía abuela recogió y crió como verdadero hijo, pues incluso llegó a nombrarlo heredero universal de sus bienes. Otra presunción es la de don Jesús Romero Flores, que a las anteriores añade la posibilidad, conforme a los díceres, de que su padre haya sido don Antonio M. Uraga, cura de Maravatío y amigo de la señora tantas veces mencionada. Todos ellos, sin embargo, parecieran coincidir con la aseveración de Porfirio Parra, quien escribió que Melchor Ocampo “fue como D’Alambert, hijo del amor; mas no fue su progenitora una cortesana sin entrañas, que abandonara en el pórtico de una iglesia el tierno fruto de sus deslices, […] sino una dama virtuosa, caritativa, opulenta, llena de afecto maternal…”
Dejemos a un lado tal misterio porque, a fin de cuentas, si su padre fue Fulano, Mengano o Perengano, no altera el hecho de que este hombre –en la actualidad casi olvidado– es llamado “Reformador de México” por don José C. Valadés; don Jesús Romero Flores lo reconoce como “El filósofo de la Reforma”, y el licenciado Tomás Contreras Estrada lo señala como “El agrarista de la Reforma”. ¿Cuál puede ser, entonces, la razón de que haya sido casi olvidado?  La derecha, descendiente directa de los conservadores del XIX, así como algunos liberales ultras, lo acusarían de traidor a la patria por el Tratado de Mc Lane-Ocampo; de ahí que, según ellos, no merezca ser recordado. Soslayarían que es autor de gran parte de la Leyes de Reforma y –he ahí, para mí, la razón más poderosa–, según la clerecía, enemigo furibundo de la Iglesia, aunque sus reformas no cuestionaban para nada los ritos y cánones de la misma; sólo afectaba la cuestión de la obvenciones, es decir, lo que cobraban en las iglesias por bautizos, inhumaciones, bodas, fiestas patronales, etcétera. En otras palabras, su delito es haberle quitado a la Iglesia católica fuentes de ingresos, que le redituaban a ésta pingües ganancias y lujos.

A lo anterior debemos agregar su famosa polémica con un cura de Michoacán, en 1851. Cuenta la anécdota que cierto día un peón de la hacienda de Pomoca, propiedad de Ocampo, fue con el cura de Maravatío a pedirle que le permitiera enterrar a uno de sus hijos sin cobrarle por ello, pues no tenía dinero. El cura le respondió enojado que eso era imposible, pues él y el sacristán y toda su corte –por llamarle de algún modo– vivían  del producto de las obvenciones. El peón, angustiado, le preguntó qué hacía entonces con el cadáver de su hijo, y el párroco le respondió, molesto, que lo salara y se lo comiera. El hombre regresó afligido a la hacienda; se enteró don Melchor de lo ocurrido y le dio ocho pesos para que pagara el entierro. Esto movió al Filósofo de la Reforma a entablar una polémica sobre el tema de los abusos de la Iglesia y la necesidad de secularizar los panteones, crear el registro civil y otras cositas que jamás le perdonarían los mochos.

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