domingo, 5 de enero de 2014

ALBERT CAMUS. NO HAY SOL SIN SOMBRA, Guillermo Vega Zaragoza

Albert Camus 
No hay sol sin sombra
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A cien años del nacimiento de Albert Camus, parece ocioso seguir polemizando sobre cuál parte de su herencia tiene mayor valía: la literaria o la filosófica. Sobre el valor de la primera, no cabe ninguna duda de que libros comoEl extranjero o La peste son obras maestras que permanecerán como tales de manera imperecedera. Sin embargo, sus reflexiones filosóficas enfrentaron escollos casi desde el momento mismo de su enunciación.
Recuerdo el ensayo de un jovencísimo Mario Vargas Llosa, escrito cuando vivía en París en 1962, en el que hizo una severa revisión de la obra de Albert Camus, fallecido apenas dos años antes, el 4 de enero de 1960, a causa de un trágico accidente automovilístico. El aún incipiente escritor peruano aprovechó la aparición del primer tomo de los Carnets de Camus para saldar cuentas con el Premio Nobel de Literatura de 1957, acusándolo de haberse convertido en “un lastimoso escritor oficial, desdeñado por el público y vigente sólo en los manuales escolares”.
El principal alegato de Vargas Llosa era que Camus cayó tan pronto en desgracia en el favor de los lectores debido a su insistencia en presentarse como un filósofo. “La gloria, la popularidad de Camus reposaban sobre un malentendido. Los lectores admiraban en él a un filósofo que, en vez de escribir secos tratados universitarios, divulgaba su pensamiento utilizando géneros accesibles: la novela, el teatro, el periodismo”. El futuro autor de La guerra del fin del mundo fue implacable: “Su pensamiento es vago y superficial: los lugares comunes abundan tanto como las fórmulas vacías, los problemas que expone son siempre los mismos callejones sin salida por donde transita incansablemente como un recluso en su minúscula celda”. Eso sí: Vargas Llosa lo reconoce como un gran narrador y prosista: sus libros serían “desdeñables si no fuera por su prosa seductora, hecha de frases breves y concisas y de furtivas imágenes”. Reconoce que, en realidad, Camus “era un artista fino y en algunas de sus obras registró intuitivamente el drama contemporáneo en sus aspectos más oscuros y huidizos”.
No obstante la severidad con que lo juzga, Vargas Llosa termina por absolverlo de sus “deslices”: “Camus no tuvo la culpa de que se viera en él a otro y lo único deplorable es que, contaminado por ese asombroso equívoco colectivo que hizo de él un ideólogo, traicionara su sensibilidad ascendiendo a alturas especiosas para discurrir artificialmente sobre problemas teóricos”. Y finaliza: “El prestigio de Camus se desvaneció cuando sus lectores descubrieron que el supuesto pensador, que el aparente moralista no tenía nada que ofrecerles para hacer frente a las contradicciones de una época crítica”.
Vargas Llosa tenía razón: Camus no era un filósofo, pero tampoco era sólo un literato. Además de un excelentenarrador y prosista, era un agudo pensador. A diferencia del rigor lógico de Sartre, el método de Camus era la duda y el cuestionamiento, de ahí que las ideas que surgían a través de sus novelas las extendiera para desarrollarlas y clarificarlas en sus ensayos. Al paso de los años, el malentendido ha quedado plenamente aclarado: Camus es un extraordinario escritor con preocupaciones filosóficas, sin que ello signifique que estas preocupaciones no hayan tenido pertinencia entonces, cuando las escribió, y que no las tengan ahora, a la luz del desarrollo histórico de la civilización, a más de medio siglo de haberlas enunciado.
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Albert Camus 
©Wikicommons
¿A qué se debe que las ideas de Camus sigan siendo pertinentes para explicarnos la condición humana de los tiempos actuales? Camus buscó expresar sus ideas filosóficas a través de la novela y el teatro, pero sobre todo recurriendo a mitos clásicos para ilustrarlas y explicarlas. Esta predilección por el clasicismo provino de la influencia temprana que tuvo en él André Malraux —con quien más tarde lo uniría una gran amistad— y André Gide, sobre todo el de Los alimentos terrenales. En una entrevista, Camus afirmó: “Conociendo bien la anarquía de mi naturaleza tengo necesidad de ponerme, en arte, barreras. Gide me enseñó a hacerlo. Su concepción del clasicismo como un romanticismo domado, es la mía”. Pero, sobre todo, la vocación clásica de Camus provendría de sus lecturas tempranas de Friedrich Nietzsche, sobre todo Así habló Zaratustra y El nacimiento de la tragedia, en especial la continua mirada a la Grecia clásica y sus mitos.
Camus consideraba que el escritor es un creador y recreador de mitos, pues éstos “no tienen vida por sí mismos, esperan que nosotros los encarnemos —dice en ‘Prometeo en los infiernos’—. Que un solo hombre responda a su llamamiento, y ellos nos ofrecerán su savia intacta”. Así, consciente de su inspiración artística, Camus se apoya en la historia de los héroes míticos: Sísifo, Prometeo, Ulises, Edipo, Némesis, Helena...
En La necesidad del mito, el psicoanalista Rollo May explica el mecanismo y la función que cumplen los mitos en la historia de la humanidad, pero sobre todo en el mundo contemporáneo: “Un mito es una forma de dar sentido a un mundo que no lo tiene. Los mitos son patrones narrativos que dan significado a nuestra existencia”. Los mitos son la autointerpretación de nuestra identidad en relación con el mundo exterior. Son el relato que unifica nuestra sociedad. Son esenciales para el proceso de mantener vivas nuestras almas con el fin de que nos aporten nuevos significados en una realidad difícil y a veces sin sentido. “Cualquier individuo —explica May— que necesite aportar orden y coherencia al flujo de las sensaciones, emociones e ideas que acceden a su conciencia desde el interior o el exterior, se ve forzado a emprender por sí mismo lo que en épocas anteriores hubiera llevado a cabo su familia, la moral, la Iglesia y el Estado”.
Como muchos hombres de su época, Camus se enfrascó en la labor de encontrar sentido a un mundo que lo había perdido, sobre todo después de haber vivido la experiencia de la Segunda Guerra Mundial. Hiroshima y Auschwitz marcaron el alfa y el omega de la sinrazón a la que había llegado el ser humano (la actualidad nos corrobora que la estupidez humana no tiene límites). Para ello, armado de su sensibilidad artística y su talento literario, Camus emprendió el camino de explorar el alma humana y recurrió a los mitos griegos a fin de encontrar en ellos las explicaciones y los modelos que requería para su tarea.
Rollo May lo explica así: “El lenguaje abandona el mito sólo a costa de la pérdida de la calidez humana, el color, el significado íntimo, los valores: todo lo que da un sentido personal a la vida. Nos comprendemos mutuamente identificándonos con el significado subjetivo del lenguaje del otro, experimentando lo que significan las palabras importantes para él en su mundo. Sin el mito somos como una raza de disminuidos mentales, incapaces de ir más allá de la palabra y escuchar a la persona que habla” (cursivas en el original).
En 1942, en pleno conflicto bélico, Camus publicó El extranjero y un año después sacó a la luz El mito de Sísifo. Ambos libros se convirtieron instantáneamente en sus obras más celebres y, al mismo tiempo, en las más incomprendidas y tergiversadas. Por ello, en estos días resulta estimulante la aparición de un libro como La felicidad y el absurdo, editado por Tusquets a instancias de la Embajada de Francia en México, para celebrar el centenario del nacimiento de Camus. En sus páginas, diez autores mexicanos como Roger Bartra, Elsa Cross, Jaime Labastida, Eduardo Milán, Carlos Pereda y Javier Sicilia, entre otros, hacen una nueva lectura de El mito de Sísifo,sobre todo a partir del planteamiento final de Camus, en el sentido de que el absurdo vital no es trágico sino que, al contrario, “hay que imaginar a Sísifo feliz”.
En El extranjero y El mito de Sísifo, Camus presentó sus ideas acerca del absurdo, que para él es la convicción de que la vida carece de sentido; se niega a otorgarle a la muerte una finalidad y, más aún, a que haya una trascendencia más allá de la muerte. El absurdo es el vacío, el vértigo que el hombre siente ante el silencio del mundo a preguntas esenciales.
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Albert Camus en 1957
©Robert Edwards/ Wikicommons
Pero en lugar de que Camus considere el absurdo como un fin, lo erige en el principio de todo. Lo primero es la comprensión de que, si bien en sí mismo no todo en el mundo es absurdo, tampoco es totalmente razonable. Es decir, no hay absolutos, por lo que el hombre debe poner sus propios límites, y de ahí emerge su propia libertad. Camus en realidad invierte la polaridad del absurdo al que tantos han emparejado con la “nada” sartreana. En lugar de ser algo negativo, el absurdo es positivo porque, una vez asumido, permite la libertad y la creación.
Para ilustrar sus ideas, Camus recurre a la novela y a la mitología. El personaje de Meursault representa al ser humano en el umbral del absurdo: lo siente, lo percibe y lo experimenta, inmerso en el vértigo y la angustia de la sinrazón. Meursault observa el transcurrir de sus días sin que nada cambie. Sin embargo, los acepta y así cree encontrarle sentido a una vida sin esperanzas, a la que siente que nada le depara el futuro. El asesinato sin sentido de un hombre, la resignada aceptación de su condena y la insensibilidad manifiesta ante la muerte de su madre, lo enfrentan, ante sí mismo y ante los demás, a la contundencia de los límites de su propia existencia.
Llama la atención que, además de bordar sobre los planteamientos de Nietszche, Heidegger, Jaspers, Kierkegaard y Husserl, Camus haya descubierto el germen de sus planteamientos en la obra de Herman Melville, especialmente en Bartleby, el escribiente y Moby Dick. El aparentemente plácido empleado que responde ante cualquier encomienda o exigencia de decisión “Preferiría no hacerlo” podría ser un espécimen, quizá menos trágico, de la estirpe de Meursault, en tanto el capitán Ahab estaría aquejado del síndrome de Sísifo, acicateado por el deseo de venganza.
De ahí que El extranjero represente el planteamiento inicial de la idea del absurdo que Camus desarrollará filosóficamente en El mito de Sísifo. Meursault es el hombre absurdo que sucumbe ante el vértigo del vacío. Su resistencia al absurdo no construye sino destruye. Ni el asesinato ni el suicidio son considerados por Camus como salidas válidas a la angustia y la desesperación. He ahí la diferencia fundamental con Sísifo, quien para Camus es el héroe absurdo por excelencia. Condenado por los dioses a rodar sin cesar una roca hasta la cima de una montaña donde la piedra volverá a caer por su propio peso, Sísifo acepta su condena sin arredrarse, a pesar de que es evidentemente inútil, pues no lo lleva a ninguna parte.
Sin embargo, Sísifo es un héroe “tanto por sus pasiones como por su tormento. Su desprecio de los dioses, su odio a la muerte y su pasión por la vida, le han valido este suplicio indecible donde todo el ser se emplea en no acabar nunca”, afirma Camus. Pero, además, Sísifo es un héroe trágico debido a que es consciente. “¿Dónde estaría, en efecto, su pena si a cada paso mantuviese la esperanza de triunfar? El obrero de hoy trabaja, todos los días de su vida, en las mismas tareas y este destino no es menos absurdo. No es trágico más que en los raros momentos en que se hace consciente. Sísifo, proletario de los dioses, impotente y rebelde, conoce toda la amplitud de su miserable condición: es en ella en lo que piensa durante su descenso. La clarividencia que debía de hacer su tormento consuma por ello mismo su victoria. No hay destino que no se supere con el desprecio”.
En 1947, Camus publicó La peste, que muchos considerarían su obra maestra. Con esta novela —y sobre todo con El hombre rebelde, de 1951—, muchos se dieron cuenta de que el “existencialismo de Camus” tenía serias diferencias con el de Sartre. En la polémica que los llevó a distanciarse— a propósito de un violento ataque en Les Temps Modernes, la revista de Sartre—, a Camus se le acusaba de replegarse en el inmovilismo y la pasividad favoreciendo el poder reaccionario.
Es probable que muchos interpretaran que Camus proponía una resignación pasiva ante la presencia del mal. Nada más lejano a eso. En El hombre rebelde desarrolló sus ideas al respecto y esto le valió la excomunión de la iglesia sartreana. Para Camus, el hombre rebelde es aquel que acepta la vida sin sucumbir ante sus miserias, sin admitir que su aparente sinsentido deba conducir a la resignación, asumiendo una vocación humanista y solidaria. La rebeldía es una alternativa fáctica a la angustia existencial. Sin embargo, en ocasiones, llega un momento en que el hombre tiene que actuar para cambiar el mundo y sus circunstancias cuando el mal resulta inaguantable. Entonces decide volverse revolucionario y se abandona a la negación de la sumisión total en pos de la utopía. No obstante, el revolucionario termina por sacrificarse y sacrificar la libertad del hombre en función de un supuesto futuro mejor.
Sin embargo —y aquí encontramos el meollo de la polémica con los sartreanos—, Camus señala que mientras la rebelión humaniza al hombre porque lo coloca más allá de Dios y del absurdo, la revolución sustituye un mito por otro e intenta divinizar al hombre por encima de la historia. He ahí la principal contradicción entre rebeldía y revolución: “Lejos de reivindicar una independencia general, el rebelde quiere que se reconozca que la libertad tiene sus límites en todas partes donde se encuentre un ser humano y que el límite es precisamente el poder de rebelión de este ser. El rebelde exige sin duda cierta libertad para sí mismo; pero en ningún caso, si es consecuente, el derecho de destruir el ser y la libertad de otro”; en tanto “el revolucionario es al mismo tiempo rebelde o entonces ya no es revolucionario, sino policía y funcionario que se vuelve contra la rebelión. Pero, si es rebelde, acaba por levantarse contra la revolución”.
Aunque el filósofo neomarxista y psicoanalista poslacaniano esloveno Slajov Žižek considera El mito de Sísifo“irremediablemente obsoleto”, lo cierto es que en ese libro Camus se adelantó a lo que Žižek plantea en uno de los ensayos incluidos en El año que soñamos peligrosamente, titulado “The Wire, o qué hacer en tiempos del No Acontecimiento”. Para quien no tenga ni idea de qué es The Wire, bastará decir que es considerada por muchos como la mejor serie de televisión que se ha realizado. Y así como Camus recurría a los mitos clásicos para ejemplificar sus ideas filosóficas, Žižek se vale de elementos de la cultura pop (películas, series de televisión, canciones populares, etcétera) para explicar sus intrincadas aproximaciones a casi todo, pues para él de lo que trata la filosofía es de “una exploración de lo que se presupone incluso en la actividad del día a día”.
Así, bajo la fachada de una trama aparentemente policiaca, The Wire cuenta la historia de una ciudad (Baltimore, Maryland, Estados Unidos de América), o más que eso: la historia de la decadencia de una ciudad como consecuencia del sistema capitalista y cómo los individuos de esa sociedad enfrentan las consecuencias de esa decadencia. Para el hombre actual, las reglas de un sistema que lo rebasa y no comprende cumplen la misma función que los designios de los dioses en la Antigüedad clásica. El creador de la serie, el ex reportero David Simon, aseveró que “The Wire es una tragedia griega en la que las instituciones posmodernas son las deidades olímpicas. El departamento de policía, la economía de la droga, las estructuras políticas, la administración en las escuelas o las fuerzas macroeconómicas son las que están arrojando los rayos y golpeando a la gente en el culo, sin ninguna razón decente”.
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Camus en Estocolmo luego de recibir el Nobel, 1957
©Wikicommons
En la decadente sociedad capitalista siguen apareciendo los Sísifos: el detective Jimmy McNulty —personaje que unifica la trama de las cinco temporadas que duró la serie de 2002 a 2008— se enfrenta a sus jefes, se salta las trancas, miente, traiciona su palabra y falsifica pruebas para salirse con la suya, para que se haga lo que él cree justo. Y como él hay otros tantos personajes en la serie. Al final, el sistema siempre gana, por más que se haga, por más que se quiera cambiar, porque ha inventado sus propios mecanismos para integrar o eliminar, según le convenga, a los que se oponen a él y fortalecerse con esa oposición. Es decir, al oponerse al sistema lo único que se hace es fortalecerlo. Y de lo que se trata es de cambiarlo, de construir algo nuevo, con verdadera justicia, menos miserable.
¿No es esto el mismo absurdo del que surge la conciencia como lo planteaba Camus? Sísifo sube su piedra y, ya en la cima, la deja rodar de nuevo hacia abajo. Y Sísifo va tras ella, una y otra vez. “Es durante este regreso, esta pausa, cuando Sísifo me interesa —dice Camus—. Un rostro tan cerca de las piedras ya es piedra él mismo. Veo a este hombre volver a bajar con paso lento pero acompasado hacia el tormento cuyo fin no conocerá. Ese momento, que es como una respiración y que regresa con tanta seguridad como su desdicha, ese momento es el de la conciencia. En cada uno de esos instantes, cuando deja las cimas y se hunde poco a poco en las guaridas de los dioses, él es superior a su destino. Es más fuerte que su roca”.
¿Y qué nos dice Žižek?: “La clave está en no resistirse al destino (y por tanto acabar ayudando a su realización, como los padres de Edipo y como el siervo de Bagdad que huyó a Samara), sino cambiar el destino mismo, sus coordenadas básicas…; aquellos que se niegan a cambiar nada son efectivamente los agentes del auténtico cambio: efectuar un cambio en el principio del cambio mismo”, pues “cuando adoptemos el pesimismo trágico, aceptando que no hay futuro (dentro del sistema) podrá emerger una apertura para un futuro cambio radical”. En otras palabras, empujar la piedra y dejar que ruede hasta que termine por quebrarse.
Camus lo explica de una forma muy bella: “‘Considero que todo está bien’, dice Edipo, y estas palabras sagradas resuenan en el universo salvaje y limitado del hombre. Enseñan que no todo está, ni ha quedado, agotado. Echan de este mundo a un dios que había entrado en él con la insatisfacción y el gusto de los dolores inútiles. Hacen del destino un asunto del hombre que debe arreglarse entre los hombres… No hay sol sin sombra, y hay que conocer la noche”.
Por sus ideas, Camus fue considerado injustamente un moralista y hasta un reaccionario, pues, supuestamente, promovía el inmovilismo en lugar de impulsar “la acción revolucionaria”. Ahora podemos ver que no se trataba de conformismo ni aceptación pasiva, sino de paciencia, de preparación y adquisición de conciencia, pues, como afirma ahora Žižek, “necesitamos dejar de dar pequeñas batallas contra la inercia del sistema intentando mejorar las cosas aquí y allá y, en vez de eso, preparar el terreno para la gran guerra que viene”.

Lamentablemente, cuando sobrevino el accidente automovilístico que truncó su vida con apenas cuarenta y siete años de edad, Camus tenía mucho que reflexionar todavía, pero quizá presintió que el tiempo se le acababa. Quizá por eso prefirió no usar el boleto de tren que encontraron en su abrigo el día de su muerte.

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