domingo, 1 de diciembre de 2013

MANUEL ACUÑA, POETA MAYOR, Marco Antonio Campos

Manuel Acuña, poeta mayor
Marco Antonio Campos
I
Al estudiar la vida y la obra de Manuel Acuña es muy difícil, o acaso imposible, no seguirlas con un dolor profundo y pensar que con su muerte algo muy grande se extinguió. Desde José Martí y Marcelino Menéndez y Pelayo hasta José Emilio Pacheco y Vicente Quirarte, pasando por Carlos González Peña, no ha dejado de lamentarse que con su partida apresurada se perdió al gran lírico de su generación.
Más que de poetas, el siglo XIX mexicano fue un siglo de poemas. En ese sentido es grato y se agradece una antología depurada que logre el acercamiento fértil de poetas jóvenes y del común lector de poesía a nuestros mejores líricos; la mejor del siglo XIX es la de José Emilio Pacheco. La tarea de estudiar y anotar las obras completas queda como trofeo para profesores e investigadores.
Cuando un poeta muere y no deja sus poemas ordenados, por lo regular familiares, amigos, críticos o investigadores los compilan y disponen según su juicio o su saber y entender. La primera edición que publican los amigos de Acuña en 1874, me parece observar, trata de seguir hasta lo posible el orden cronológico. Queda siempre la duda de cómo el poeta hubiera ordenado sus propios poemas y si hubiera incluido determinadas piezas que escribió sólo para halagar o divertirse. Pasó en nuestro prolongado romanticismo con casos ilustres como Rodríguez Galván, Ignacio Ramírez y Laura Méndez a quienes les hicieron las ediciones. Tengo la impresión de que Acuña escribió de manera puramente circunstancial más de la mitad de sus poemas, buen número de los cuales, nos permitimos suponer, él mismo no hubiera incluido en libro. Para conocer la relación vida y obra es fundamental conocer todos los poemas que escribió y comprender la dimensión de su tragedia; para leer al poeta Acuña debe hacerse una eliminación juiciosa. Pasados los años no deja de asombrarnos la precocidad asombrosa que lo llevó a escribir poemas como “A Laura”, su primer gran instante lírico, a los veintidós años, “Ante un cadáver”, la pieza maestra del romanticismo tardío mexicano, apenas cumplidos los veintitrés; el “Nocturno”, ramo de flores envenenadas, quizá cuando estaba por cumplir los veinticuatro, y “Hojas secas”, ya cerca de su muerte, “pequeños madrigales de tono elegíaco [donde] aparece por primera vez en México, según creo, la huella de Bécquer” (José Luis Martínez).
II
Mal leído, por no decir pésimamente leído, Acuña ha sido visto ante todo en los 140 años posteriores a su muerte como el autor del “Nocturno a Rosario”, es decir, el autor de un poema para enamorados adolescentes, o para decirse en la clase de Literatura de primero de secundaria, o para escribirse en los álbumes de las señoritas, o para adjuntar en tarjeta en una carta de amor o para oírlo recitar patéticamente –ahora ya sólo en disco–, en las voces de la argentina Berta Singerman o del mexicano Manuel Bernal, como lo fue por largas décadas. Creo que de ese poema deriva toda su fama de cursi, de arquetipo del kitsch, es decir, para la gran mayoría de sus malos lectores, la poesía de Acuña se identifica o se confunde con el “Nocturno”. Muy pocos piensan en sus otros poemas. O dicho por José Emilio Pacheco: “El cianuro fue también la tinta con que la posteridad leyó a Acuña y su ‘Nocturno’. El suicidio lo envolvió en un mito de amor romántico que oscurece sus demás versos.”

Ilustraciones de Gabriela Podestá
La poesía de Acuña ha sido vista con severidad por poetas notables como Ramón López Velarde y Juan José Arreola (maestro del poema en prosa), Jaime Sabines y Gabriel Zaid. La acusación principal, desde luego, ha sido su cursilería y su mal gusto, y el blanco favorito de sus invectivas ha sido el “Nocturno”. Es increíble: pero los mejores textos que se han escrito sobre Acuña son aquellos que se relacionan con su vida, o a lo más, con su vida y su literatura. En la crítica de su poesía han dominado la excesiva condescendencia, el desdén ácido o la mala fe ignorante.
En una amplia manera el “Nocturno” no sólo fue una lápida con caracteres condenatorios contra Acuña, sino persiguió hasta el último de sus días a Rosario de la Peña y Llerena, la atractiva musa de nuestro romanticismo tardío. Habiendo sido Manuel M. Flores el gran amor de Rosario, salvo los estudiosos de la vida de ambos, oh ironía, oh injusticia, no se les asocia juntos en el tiempo. Ella fue, ha sido y muy probablemente seguirá siendo “Rosario la de Acuña”. Flores, que escribió cierto número de poemas para la mujer que más quiso, no consiguió que ninguno tuviera el influjo del “Nocturno”. No hay poema suyo a Rosario que haya quedado grabado en la memoria de la gente ni permanecido, por razones extra poéticas, en el imaginario colectivo.
Dos fueron las versiones sobre las causas del suicidio de Acuña: una, creada por la leyenda, que ubica como motivo único el desamor de Rosario, y la cual nace por supuesto de la lectura deformada del “Nocturno”, y la segunda, la real, de que Acuña se dio muerte por terribles razones: las turbaciones mentales, la pobreza que lo consumía, las enfermedades físicas, el spleen (mal de época), el hijo con Laura Méndez que no podía mantener, y por qué no, pero digámoslo como causa menor o gran pretexto romántico, el amor imposible por Rosario.
Por todos los medios a su alcance Rosario trató por cinco décadas de no dar carta de naturalización a la leyenda funesta que creó y divulgó el “Nocturno”, y llegó aun a negar que la Rosario del poema (entre otros se lo dijo al poeta Carlos Amézaga y a José López Portillo y Rojas) fuera ella. En las cuatro entrevistas donde quedaron documentadas sus versiones acerca de su relación con Acuña (al peruano Amézaga en 1892 –que se publicó en su libro Poetas mexicanos al año siguiente–, a José López Portillo y Rojas en 1917 –que se publicó como libro (Rosario la de Acuña) en 1920–, al presbítero José Castillo y Piña el 30 de agosto de 1919 –que se publicó en páginas del libro Mis recuerdos en 1941– y a Roberto Núñez y Domínguez en diciembre de 1923 –que se publicó, para conmemorar los cincuenta años del fallecimiento del joven saltillense, en Revista de revistas–), repitió siempre dos cosas: que nunca estuvo enamorada de Acuña y que ella fue pretexto pero no causa de su muerte. Ambas son ciertas, pero su afán rabioso por no verse como motivo terminal ni verse relacionada sentimentalmente con el poeta, la hacía mentir o modificar fechas y acontecimientos, o poner personas donde no pudieron estar, no excluyendo el chisme, real o no, contra la familia de Acuña, al decir que “todo México” sabía que su padre padecía desequilibrios mentales y dos hermanos, luego de él, se suicidaron. Añádase a esto esa grave mentira de referir, como argumento capital, que no podía amar a Acuña porque amaba entonces a otro poeta, Manuel María Flores, olvidando o queriendo olvidar que a Flores, como lo prueba la primera carta que le dirigió éste, lo conoció sólo hasta el 25 de agosto de 1874, es decir, ocho meses y medio luego del fallecimiento de Acuña. A aquella mentira se añade otra, cuando dijo a Carlos Amézaga en 1892 que a Acuña lo veía como a un hermano y nunca imaginó sus intenciones; a López Portillo y a Castillo Piña, en cambio, veinticinco años después, les contó que el asedio de Acuña era tenaz.
El “Nocturno” dañó seriamente la imagen de ambos, o al menos, estoy seguro, la imagen que ambos no querían que perdurara: la de Acuña como un poeta cursi y como autor supuesto de un solo poema, y la de Rosario, que desde entonces fue vista no como “la de Flores”, sino como “la de Acuña” y como causante funesta del suicidio del joven poeta. El “Nocturno”, leído a partir del suicidio de Acuña el 6 de diciembre de 1873, ha impedido leer con ojos críticos su poesía y ha dejado una imagen maltrecha de un poeta de corazón oscuro y de alma rota que por otras vías consiguió lo que en vida le fue negado: que Rosario fuera suya en los infinitos años vacíos de la posteridad, es decir, lo que se ha dado en llamar a través de los años y los días como posesión por pérdida.
¿Pero de veras ustedes creen que el “Nocturno”, con su sortilegio rítmico, con su sinceridad desgarrada y con esa continua conciencia pavorosa que crea en el lector de la próxima precipitación del joven poeta al fondo del abismo, ustedes creen, de veras, que el poema es cursi?
III
En Acuña convivieron en una lucha radical la luz y la sombra, el sol y la noche. Tres poemas retratan en especial a Acuña: “A Laura”, “Ante un cadáver” y el “Nocturno”.
¿Cuándo escribió “A Laura”? En El Eco de ambos mundos aparece fechado el 24 de abril de 1872. No sabemos si es la fecha de la terminación del poema o lo escribió y corrigió en ese día. Lo leyó el 29 de abril de 1872 en un salón del Conservatorio. El minucioso investigador Pedro Caffarel Peralta hace notar que entre el autógrafo, que se publicó en 1923 en Revista de Revistas y el texto en el libro, hay cincuenta y ocho variantes (El verdadero Manuel Acuña). Eso me lleva suponer que el 24 de abril es la fecha de terminación. En otras publicaciones el poema apareció con el título de “Epístola”.
Cuando escribe “A Laura”, es decir, Laura Méndez, la muchacha tiene diecinueve años, tres menos que Acuña. No lo sabían entonces, pero eran los dos poetas jóvenes más dotados de su generación. En ese momento, Acuña se halla deslumbrado ante el talento de Laura. No sabemos cuáles eran los poemas que provocaron ese deslumbramiento, pero existieron y debieron ser muy buenos para que en su poema elogie tan admirativamente la inteligencia y el talento de la joven, al grado de augurarle la elevación a las grandes cimas. Por desgracia, la obra poética de Laura Méndez es muy breve y fue recogida por primera vez, si no me equivoco, hasta 1958 por el poeta mexiquense Raúl Cáceres Carenzo. Los dos únicos poemas que datan de 1872 son curiosamente los mejores que escribió en su vida: “Nieblas” y “Oh corazón”. El primero, una de las piezas áureas del siglo XIX, tiene todos los visos de ser cartas cruzadas con el “A Laura” que Manuel Acuña le escribió. Ambos poemas están escritos en tercetos armónicos y con una impecable estructura rítmica. Admirables por su habilidad técnica y el desarrollo de las ideas, da la impresión de que fueron escritos por poetas en una fértil madurez y no por muchachos de diecinueve y veintidós años.
¿Cuál de los dos poemas, “A Laura” o “Nieblas”, fue primero? ¿Acuña se adentró tanto en “Nieblas” que escribió como respuesta el suyo, donde llama a la joven a las grandes cosas, o Laura responde el poema escrito para ella? Me parece que la primera versión es la cierta si nos basamos en el contenido de “Nieblas”, donde el “hombre iluso” (quizá fue una transposición para no hablar de sí misma) sucumbe ante las pruebas de la vida.
Desde la primera frase, con carácter coloquial, Acuña nos adentra en lo que narra: “Yo te lo digo, Laura...” Acuña, en este, como en varios poemas, solía dividir el mundo en dos: uno, el de la ciencia y de la razón, y otro, el de la fantasía y el sueño. Laura pertenece al segundo. En estos tercetos Laura está destinada, como poeta dotadísima, a las grandes cimas. Debe ser fuerte, no amilanarse ante nada, para que su nombre quede y resplandezca en el verde del laurel. Y le recomienda, en tercetos extasiados, que son algo de lo mejor que se escribió en el XIX mexicano:
Sí, Laura... que tus labios de inspirada
nos repitan la queja misteriosa
que te dice la alondra enamorada;
que tu lira tranquila y armoniosa
nos haga conocer lo que murmura
cuando entreabre sus pétalos la rosa;
que oigamos en tu acento la tristura
de la paloma que se oculta y canta
desde el fondo sin luz de la espesura
La inspirada Laura no sólo va a reproducir en su lira lo que dice la alondra enamorada, sino va a encontrar y a hacer hablar lo que hay de misterioso en la lamentación del ave, lo que hay en y entre las flores para conocer su lenguaje, y va atranscribir lo que hay de más profundo en la naturaleza. La misión que debe cumplir la joven, gracias a sus múltiples dones, no es de este mundo es sublime: debe redimir a la mujer de la oscuridad donde ha vivido por siglos.
Demasiadas buenas intenciones: por desdicha la mujer fuerte no lo fue demasiado, ni la poeta escribió nada fuera de serie en poesía después de “Nieblas”. Ella lo intuyó desde que escribió este poema desolado, donde, de alguna manera, como dijimos, se identificó con “el hombre iluso” que creó en él.
“A Laura” es un poema que ignoraron Menéndez Pelayo en su Poesía hispanoamericana de 1893 y Luis G. Urbina en su Crónica, y López Portillo y Rojas no incluyó en la breve selección que hizo del saltillense en su libroRosario la de Acuña (se inclinó por el “Nocturno”, “Lágrimas”, “Entonces y hoy”, “Resignación” y “Adiós”). Pero quizá el más severo crítico de este poema fue José Luis Martínez, quien en 1949, en el prólogo a Manuel Acuña. Obras: poesía y prosa, escribió: “Los tercetos ‘A Laura’, eco poco afortunado de los desolados y admirables tercetos de Ramírez, tienen una sequedad poco común en Acuña. Se aparta en ellos voluntariamente del impulso retórico y lírico que mueve la mayor parte de sus versos, en busca del tono sentencioso, en el que no alcanza, sin embargo, aquella nobleza y majestad de su modelo.” La opinión la dejó en la reedición de las obras en el año 2000. En general José Luis Martínez trató con dureza a Acuña. Su poesía le parece más un “testimonio humano” que una obra de valor estético importante. Nosotros creemos, en cambio, que la sequedad y el tono sentencioso que reprueba Martínez son cualidades y no defectos o limitaciones del poema, como lo son asimismo en los tercetos de “Ante un cadáver”. He dicho otras veces que prefiero mucho más al historiador José Luis Martínez que al crítico literario.
El primer rescate importante de “A Laura”, creo, lo hizo José Emilio Pacheco al incluirlo en su antología del XIX. Lo puso al lado (nuestra selección sería la misma) de “Ante un cadáver”, “Nocturno” y “Hojas secas”.
Si el “Nocturno” fue en México el poema más popular en las últimas décadas del sigloXIX y las dos primeras del XX, si los enamorados y desamados lo sabían de memoria y lo repetían como una plegaria, el poema de Acuña que aprenden los críticos y las élites que aún saben leer es “Ante un cadáver”.
Antes de la versión definitiva la pieza se tituló “Junto a un cadáver”, “Frente a un cadáver” y, la definitiva, “Ante un cadáver”. Fechado el 19 de septiembre de 1872, no se publica sino meses después, en enero de 1873 en el periódico El Demócrata. Fue un poema que desde un principio lastimó a las buenas conciencias y propagó el fuego de la polémica en salones literarios y en publicaciones de la época. Mucho menos que estéticas (los tercetos son dechados de perfección musical y de bien decir) las controversias se suscitaron en el plano filosófico y religioso. ¿Hay otra vida después de nuestra vida, o no habrá nada o apenas somos materia que mudará en nueva materia?
En la sesión del Liceo Hidalgo del 11 de febrero de 1873, la discusión se prolongó hasta pasada la medianoche, estando a favor del poema, entre otros, Ignacio Ramírez, Ignacio Manuel Altamirano y Justo Sierra, y en contra, el farragoso historiador de la literatura mexicana Francisco Pimentel, que hizo del aburrimiento de los lectores su única pieza maestra. Observaciones y anotaciones de sus defensores sirvieron a Acuña para perfeccionar el poema. Quizá Ignacio Ramírez encontraba huellas de una forma poética –los tercetos con versos de once sílabas– donde él tuvo grandes momentos líricos, en especial en su composición “Por los gregorianos muertos”, pero a diferencia de Ramírez, que no veía nada después de la vida, Acuña advertía la mudanza innumerable de la materia.
La polémica no acabó allí. Se manifestó también en la prensa. Un conocido de Acuña, Francisco (Franz) Cosmes publicó el 20 de marzo en el diario El Siglo XIX un poema que es una copia musical y estrófica de “Ante un cadáver”… pero en versión católica.
Veinte años después, en su Historia de la poesía hispanoamericana, el ultracatólico Marcelino Menéndez Pelayo fue más honesto y comprensivo que los mochos mexicanos dispuestos a asustarse con quienes no tienen la fe de ellos: “Acuña es tan poeta que hasta la doctrina más áspera y desolada podría convertirse para él en un raudal de inmortales armonías.”
Desde luego, no puede dejar de pensarse, para la ejecución del poema, en dos cosas: Acuña, como estudiante de medicina, estaba familiarizado con el uso y la manipulación de cadáveres y él mismo era un obseso de la muerte. En la corta obra de Acuña hay dos poemas donde la idea y el tema son variaciones de lo mismo: “Oda (Ante el cadáver del Dr. José B. de Villagrán)” y “Oda (A la memoria del eminente naturalista Leonardo Oliva)”, donde se realza que ambos científicos dejan esta vida pero su obra los hará perdurar entre nosotros. Añádase a estos “Cineraria (Ante el cadáver de la Sra. Luz Presa)”.
En el poema, amén de la posible influencia de Ignacio Ramírez, hay sombras manriqueanas donde se habla de la muerte que todo lo iguala (“Ante un cadáver”):
Allí acaban la fuerza y el talento,
Allí acaban los goces y los males,
Allí acaban la fe y el sentimiento.
Allí acaban los lazos terrenales,
Y mezclados el sabio y el idiota
Se hunden en la región de los iguales.
Ante la muerte, ante la plancha donde yace un cadáver, nos dice Acuña, no hay distingo de raza, de color ni clase, allí la fábula calla, “la superstición se desvanece” y la ciencia pregunta sin que la razón encuentre la respuesta anhelada, salvo que el cuerpo, una vez bajo tierra, será porción innumerable de la nueva vida de la materia. Es la idea central del poema y en los tercetos Acuña musicaliza admirablemente variaciones de un solo motivo. Pero ningunos versos más logrados (como los señalaba Menéndez Pelayo) que estos de belleza macabra:
Tú sin aliento ya, dentro de poco
Volverás a la tierra y a su seno,
Que es de la vida universal el foco.
Y allí, a la vida en apariencia ajeno,
El poder de la lluvia y el verano,
Fecundará de gérmenes tu cieno.
Y al ascender de la raíz al grano,
 Irás del vegetal a ser testigo,
En el laboratorio soberano.
Tal vez para volver cambiado en trigo
Al triste hogar donde la triste esposa
Sin encontrar un pan sueña contigo.
En tanto que las grietas de tu fosa
Verán alzarse de su fondo abierto
La larva convertida en mariposa.
Que en los ensayos de su vuelo incierto
Irá al lecho infeliz de tus amores
A llevarle tus ósculos de muerto.
Ningún otro poema, ni hecho, ni acción, ni declaraciones, dio a Acuña la fama de ateo como “Ante un cadáver”. Pero ¿lo era?
Si en “A Laura” se partía de una experiencia y de un destino individual y se buscaba terminar con la condición de sumisión de las mujeres; si en “Ante un cadáver” el hecho de la contemplación del cuerpo fallecido depara una reflexión en que la muerte se universaliza e iguala a todos los hombres, y donde después de la vida, la materia –no el alma– toma nueva vida e incesantes formas nuevas, el “Nocturno”, en fin, es puramente la descripción de una desdichada experiencia personal. Por demás, el “Nocturno” no se parece en nada en su forma a los dos poemas anteriores: ni estrófica, ni silábica, ni musicalmente.
Al menos por dos razones es difícil distanciarse del “Nocturno”: porque ha sido para nosotros una lectura desde la infancia y han sido cambiantes las reacciones emocionales en el curso de los años, y porque cada verso toca su música en nuestro corazón y nos lleva a asociarlo todo el tiempo con la tragedia de un joven en el mediodía de sus dones.
Como es creencia popular, el “Nocturno” no fue el último poema de Acuña; ya Juan de Dios Peza, su hermano de corazón (así lo llamaba), en la primera de las crónicas que escribió sobre el saltillense, recuerda que desde tres meses antes de su muerte él y los amigos conocían el poema de memoria, es decir, el “Nocturno” fue escrito hacia agosto o septiembre de 1873. Incluso publicados en revistas, Acuña solía corregir sus poemas; no es improbable que cuando escribe el autógrafo del “Nocturno” en una mesa de la sala de la casa de Rosario de la Peña para dárselo de regalo, los versos hayan pasado de la memoria a la escritura.
1873 había sido especialmente difícil para Acuña: la idea del suicidio rondaba desde los primeros días del año, como lo documenta la carta del 14 de enero dirigida a su amigo y coterráneo Ramón Espinosa, cuando dice que sólo el temor al infierno lo ha detenido. “Si no fuera por esto, te repito, tu desgraciado amigo hubiera muerto, porque es mucho, muchísimo, por cierto, lo que sufre y padece el pobrecito.” Después de los fallidos intentos de enamorarla, según Rosario, Acuña le propuso un pacto suicida que los eternizaría a ambos. Asustada, Rosario le repone que no piense en esas cosas. De hecho, el “Nocturno” es una despedida continua de la mujer amada, pero sólo las dos últimas líneas, cuando dice adiós a su lira y a su juventud, pueden ser tomadas como un suicidio anunciado.
El “Nocturno” es un texto de lo que se aspiró a tenerse y no fue posible, del hombre que ya sabe que la mujer no será suya, pero que, pese a sus esfuerzos, pese a desdenes y desvíos, no la olvida y en vez de amarla menos “la quiere mucho más”.
Desde luego la proposición que Acuña ofrece a Rosario en el “Nocturno” dista mucho del ideal romántico de una atractiva y cultivada joven de la capital del país, a quien, por demás, la ronda un abejero de pretendientes en su casa de Santa Isabel 10. ¿Qué le ofrece Acuña a Rosario en el poema? Una felicidad cotidiana en el hogar nativo en una entonces lejana, pequeña y semidesértica ciudad del norte, teniendo a su madre en medio como un dios. Es decir, nada más apartado de las ambiciones y aspiraciones que Rosario tenía; es imposible imaginar a Rosario viviendo para siempre en la modesta casa materna saltillense. Y sin embargo, cada línea del “Nocturno” la leemos con una tristeza sin fondo al imaginar la tragedia que esperaba al joven el 6 de diciembre de 1873. Oigamos la última despedida: “¡Adiós por la vez última,/ amor de mis amores;/ la luz de mis tinieblas, la esencia de mis flores;/ mi lira de poeta,/ mi juventud, adiós!”
Nótese: la lira de poeta y la juventud del autor ya son de la mujer, es decir, son de Rosario y son Rosario y se van a la muerte ambas –lira y juventud– en y con Rosario.
IV
Su muerte conmocionó no sólo al medio literario, artístico e intelectual, sino a Ciudad de México entera. Al enterarse Ignacio Ramírez dijo: “Es una estrella que se apaga.” Cinco días después de su muerte fue enterrado de manera apoteósica en el desaparecido cementerio de Campo Florido. Frente a su tumba, lo más bellamente trágico que se oyó, fue la primera estancia de un poema de Justo Sierra:
¡Palmas, triunfos, laureles, dulce aurora
de un porvenir feliz, todo en una hora
de soledad y hastío,
cambiaste por el triste
derecho de morir, hermano mío!
A su vez, José Martí escribió después de llorar con la lectura del “Nocturno”: “Los que se han hecho para asombrar al mundo, no deben equivocarse para juzgarlo. Los grandes tienen el deber de adivinar la grandeza. ¡Paz y perdón para aquel grande que faltó tan temprano a su deber!” Menéndez Pelayo sentenció con justicia: “En aquel niño tan infelizmente extraviado había el germen de un gran poeta.”
Pese a la fama que ya tenía, pese al reconocimiento de amigos y maestros, Acuña, desde tiempo atrás, veía ya la vida como un “hondo abismo” y el porvenir como ceniza y humo. Pese también a que la gloria parecía estar al alcance de la mano para volverse laurel, él no ignoraba desde mucho antes: “Que es la gloria una mentira/ Tan bella como ilusoria” y que la fortuna es “un fantasma que cuando se toca vuela”. En la tierra lo único verdadero y de raíz es el dolor.

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