lunes, 28 de octubre de 2013

PLUMA, LÁPIZ Y VENENO, Óscar Wilde

Pluma, lápiz y veneno[Cuento. Texto completo.]Oscar Wilde



Ha sido constante motivo de reproche contra los artistas y hombres de letras su carencia de una visión integral de la naturaleza de las cosas. Como regla, esto debe necesariamente ser así. Esa misma concentración de visión e intensidad de propósito que caracteriza el temperamento artístico es en sí misma un modo de limitación. A aquellos que están preocupados con la belleza de la forma nada les parece de mucha importancia. Sin embargo, hay muchas excepciones a esta regla. Rubens sirvió como embajador, Goethe como consejero de Estado, y Milton como secretario de Cromwell. Sófocles desempeñó un cargo cívico en su propia ciudad; los humoristas, ensayistas y novelistas de la América moderna no parecen desear nada mejor que transformarse en representantes diplomáticos de su país; y el amigo de Charles Lamb, Thomas Criffiths Wainewright, terna de esta breve memoria, aunque de un temperamento extremadamente artístico, siguió muchos otros llamados además del llamado del arte; no fue solamente un poeta y un pintor, un crítico de arte, un anticuario, un prosista, un aficionado a las cosas hermosas y un diletante de las cosas encantadoras, sino también un falsificador de capacidad más que ordinaria, y un sutil y secreto envenenador, casi sin rival en ésta o cualquier edad.
Este hombre destacable, tan poderoso con "pluma, lápiz y veneno", como dijo finamente de él un gran poeta de nuestros propios días, había nacido en Chiswick en 1794. Su padre era el hijo de un distinguido abogado de Gray's Inn y Hatton Carden. Su madre era hija del celebrado doctor Griffiths, el editor y fundador de la Monthly Review, el partícipe en otra especulación literaria de Thomas Davis, ese famoso librero de quien Johnson dijo que no era un librero, sino "un caballero que comerciaba en libros", el amigo de Goldsmith y Wedgwood, y uno de los más conocidos hombres de su día. La señora Wainewright murió al darlo a luz, a la temprana edad de veintiuno, y una noticia necrológica en el Gentleman's Magazine nos habla de su "amable disposición y numerosos méritos" y agrega algo extrañamente que "se supone que ella había comprendido los escritos del señor Locke tan bien como quizá no lo hizo ninguna persona de uno u otro sexo hoy viviente". Su padre no sobrevivió mucho a la joven esposa, y el pequeño parece haber sido educado por su abuelo y, tras la muerte de éste en 1803, por su tío, George Edward Griffiths, a quien posteriormente envenenó. Pasó su juventud en Lindon House, Turnham Creen, una de aquellas muchas hermosas mansiones georgianas que, desgraciadamente, han desaparecido ante las incursiones del constructor suburbano, y a sus amorosos jardines y bien arbolado parque debió ese simple y apasionado amor a la naturaleza que no lo abandonó a través de su vida y que lo hizo tan particularmente susceptible a las influencias espirituales de la poesía de Wordsworth.
Sin embargo, no debemos olvidar que este joven cultivado, que fue tan susceptible a las influencias wordsworthianas, fue también uno de los más sutiles y secretos envenenadores de ésta o cualquier edad. Cómo se sintió inicialmente fascinado por este extraño pecado, no nos lo cuenta, y el diario en el que anotó cuidadosamente los resultados de sus terribles experimentos y los métodos que adoptó, infortunadamente se ha perdido para nosotros. Además, se mostró reticente hasta sus últimos días en la materia y prefirió hablar sobre La excursión y los Poemas basados en el afecto. No hay duda, sin embargo, de que el veneno que usaba era la estricnina. En uno de los hermosos anillos que tanto lo enorgullecían, y que le servían para ostentar el fino modelado de sus manos marfileñas, acostumbraba llevar cristales de la nux vomita india, un veneno -nos dice uno de sus biógrafos- "casi insípido, y capaz de una disolución casi infinita". Sus asesinatos, dice De Quincey, fueron más de los que se dieron a conocer judicialmente. De esto no hay duda, y algunos de ellos son merecedores de mención. Su primera víctima fue su tío, Thomas Griffiths. Lo envenenó en 1829 para tomar posesión de Lindon House, un lugar al que se había sentido siempre muy unido. En agosto del año siguiente envenenó a la señora Abercrombie, su suegra, y en diciembre envenenó a la amorosa Helen Abercrombie, su cuñada. Por qué asesinó a la señora Abercrombie no está averiguado. Puede haber sido por un capricho, o para gratificar cierto perverso sentimiento de poder que había en él, o porque ella sospechaba algo, o por ninguna razón. Pero el asesinato de Helen Abercrombie fue llevado adelante por él y su esposa en consideración a una suma de unas 18.000 libras, en la que ellos habían asegurado la vida de ella en varias compañías.
Al agente de una compañía de seguros que lo visitaba una tarde y que creyó que podría aprovechar la ocasión para señalar que, después de todo, el crimen era un mal negocio, le replicó: "Señor, ustedes, hombres de la Ciudad, entran en sus especulaciones y aceptan sus riesgos. Algunas de sus especulaciones tienen éxito, algunas fracasan. Sucede que las mías han fallado, sucede que las suyas han tenido éxito. Esa es la única diferencia, señor, entre mis visitantes y yo. Pero, señor, le mencionaré a usted una cosa en la que yo he tenido éxito hasta el final. He estado determinado a conservar a través de la vida la posición de un caballero. Siempre he hecho eso. Lo hago aún. Es costumbre de este lugar que cada uno de los inquilinos de una celda cumpla su turno de limpieza. ¡Yo ocupo una celda con un albañil y un deshollinador, pero ellos nunca me ofrecen la escoba!". Cuando un amigo le reprochó el asesinato de Helen Abercrombie, él se encogió de hombros y dijo: "Sí, fue cosa espantosa hacerlo, pero tenía tobillos muy gruesos".
Naturalmente, está muy cerca de nuestro propio tiempo para que seamos capaces de formar algún juicio puramente artístico sobre él. Es imposible no sentir un fuerte prejuicio contra un hombre que podría haber envenenado a Tennyson, o al señor Gladstone, o al señor de Balliol. Pero si el hombre hubiera usado un ropaje y hablado un idioma diferente del nuestro, si hubiera vivido en la Roma imperial o en el tiempo del Renacimiento italiano, o en la España del siglo XVII, o en cualquier tierra y cualquier siglo que no fueran los nuestros, hubiéramos sido capaces de arribar a una estimación perfectamente desprejuiciada de su posición y valor. Yo sé que hay muchos historiadores, o al menos escritores sobre asuntos históricos, que aun creen necesario aplicar juicios morales a la historia, y que distribuyen su elogio o reprobación con la solemne complacencia de un maestro de escuela satisfecho. Este es, sin embargo, un hábito tonto, y solamente demuestra que el instinto moral puede ser llevado a un grado tan elevado de perfección que hace su aparición dondequiera no es requerido. Ninguna persona con verdadero sentido histórico soñaría nunca con reprobar a Nerón, regañar a Tiberio, o censurar a César Borgia. Esas personas son como los títeres de una representación. Pueden llenarnos de terror, horror o admiración, pero no pueden hacernos daño. No están en relación inmediata con nosotros. No tenemos nada que temer de ellos. Han pasado a la esfera del arte y de la ciencia, y ni el arte ni la ciencia saben nada de aprobación o desaprobación moral. Y así puede suceder algún día con el amigo de Charles Lamb. Por el momento, siento que él es un poco demasiado moderno para ser tratado con ese fino espíritu de curiosidad desinteresada, al que debemos tantos encantadores estudios de los grandes criminales del Renacimiento italiano, de las plumas del señor John Addington Symonds, la señorita Mary F. Robinson, la señorita Vernon Lee y otros distinguidos escritores. Sin embargo, el Arte no lo ha olvidado. Él es el héroe de Hunted Down, de Dickens; el Varney de la Lucretia, de Bulwer; y es grato notar que la ficción ha rendido algún homenaje a quien fue tan poderoso con "pluma, lápiz y veneno". Ser inspirador para la ficción es mucho más importante que una simple realidad.
FIN

domingo, 27 de octubre de 2013

POEMAS, Constantino P. Kavafis

Poemas
Constantino P. Kavafis

Josep María Subirachs, Jònica,
en cuyo pedestal se encuentra transcrito un fragmento de
“Canción de Jonia”, de Kavafis
Vuelve
Vuelve siempre y tómame,
amada sensación, vuelve y tómame;
cuando aviva del cuerpo la memoria,
y el viejo deseo a la sangre torna;
cuando los labios y la piel recuerdan,
y sienten las manos que de nuevo tocan.
Vuelve siempre y tómame, en la noche,
cuando los labios y la piel recuerdan...
(1912)
Versión de Vicente Fernández
Ventanas
En estos cuartos oscuros,
donde paso mis días oprimido,
de un lado a otro me muevo
buscando ventanas.
Cuando abra una, tendré un consuelo.
Mas las ventanas no existen,
o no puedo encontrarlas.
Acaso es preferible no encontrarlas.
Quizá la luz sea una distinta tiranía;
quién sabe cuántas cosas nuevas revelerá...
Versión de Cayetano Cantú
A la entrada del café
Algo que dijeron al lado mío
dirigió mi atención a la entrada del café.
Y vi el hermoso cuerpo que parecía
como si el Amor lo hubiese forjado con su más consumada experiencia–
plasmando sus armoniosas formas con alegría,
elevando esculturalmente la estatura;
plasmando con emoción el rostro
y dejando a través del tacto de sus manos
un sentimiento en la frente, en los ojos, y en los labios.
(1915)
Versión de Miguel Castillo Didier
El primer peldaño
A Teócrito se quejaba
un día el joven poeta Eumenes:
“Dos años han pasado desde que escribo
y un idilio he hecho solamente.
Es mi única obra acabada.
Ay de mí, es alta, lo veo,
muy alta la escala de la Poesía;
y del primer peldaño aquí donde estoy
nunca he de subir el desdichado.”
Dijo Teócrito: “Esas palabras
son impropias y blasfemas.
Y si estás en ese primer peldaño debes
estar orgulloso y feliz.
Allí donde has llegado, no es poco:
cuanto has hecho, grande gloria.
Y aun este primer peldaño
dista mucho de la gente común.
Para que hayas pisado en esta grada
es menester que seas con derecho
ciudadano en  la ciudad de las ideas.
Y es difícil y raro que en aquella ciudad
te inscriban como ciudadano.
En su ágora hallas Legisladores
a los que no burla ningún aventurero.
Aquí donde has llegado, no es poco:
cuanto has hecho, grande gloria.”
Versión de Miguel Castillo Didier
Los caballos de Aquiles
Cuando vieron a Patroclo muerto,
tan fuerte, joven y gallardo,
prorrumpieron en llanto los caballos de Aquiles.
Su naturaleza inmortal se conmovió
al ver la obra de la muerte;
movieron las cabezas, agitaron las crines en el aire
y golpearon la tierra con sus patas.
Lloraban a Patroclo al darse cuenta que estaba sin vida
su carne inerte,
su alma perdida, sin aliento, salida a la gran nada.
Zeus vio las lágrimas de los inmortales caballos
y se entristeció: “No debí actuar impulsivamente
en la boda de Peleo. No debí regalarlos.
Tristes caballos.
¿Qué tenían que hacer allá,
entre los desdichados humanos, juguetes del destino?
Ustedes, para quienes no existe la muerte ni la vejez,
si algún problema humano los alcanza
caerán también en la desdicha.”
Sin embargo, los caballos continúan llorando
por el interminable desastre que es la muerte.
(1911)
Versión de Cayetano Cantú
Recuerda, cuerpo
Cuerpo, recuerda no sólo cuánto fuiste amado,
no sólo los lechos en que yaciste,
sino también esos deseos que por ti
brillaban en los ojos claramente
y temblaban en la voz –y que algún
obstáculo fortuito impidió.
Ahora que ya todo está en el pasado,
casi parece que a esos deseos
te entregaste –cómo brillaban,
recuerda, en los ojos que te miraban,
cómo por ti temblaban en la voz, cuerpo, recuerda.
Versión de Francisco Torres Córdova
Murallas
Sin consideración, sin compasión, sin vergüenza
a mi alrededor construyeron grandes y altas murallas.
Y ahora estoy aquí desesperado.
En nada más pienso: este destino me roe la mente
porque muchas cosas afuera tenía que hacer.
¡Ah! cómo no me di cuenta cuando construyeron las murallas.
Pero jamás escuché golpes o ruido de albañiles.
Imperceptiblemente me encerraron fuera del mundo
Versión de Francisco Torres Córdova
Deseos
Cuerpos hermosos de muertos juveniles
entre lágrimas sepultos en rico mausoleo
con rosas en el pelo y a los pies jazmines;
tal parecen los deseos que pasaron
sin cumplirse; sin merecer siquiera
del placer una noche, o una radiante mañana.
(1904)
Versión de Vicente Fernández

EL VIEJO POETA DE LA CIUDAD, Francisco Torres Córdova

El viejo poeta de la ciudad*
Francisco Torres Córdova
Nació hace 150 años en Alejandría (1863). Después de la muerte de su padre (1870), la familia se instaló por siete años en Inglaterra donde Constantino aprendió perfectamente inglés, lengua en la que incluso escribió algunos poemas. Tras los disturbios en Alejandría que desembocaron en la ocupación inglesa de Egipto, la familia se refugió en la casa del abuelo materno en Constantinopla (1882). Regresó a Alejandría en 1885 y desde entonces no volvería a viajar más que unas cuantas veces y por períodos muy breves; a París (1897), a Grecia (1901, 1903 y 1905) y a Londres (1901). Después de algunos empleos inestables, ocupó un puesto en la Oficina de Riego del Ministerio de Obras Públicas, modesta posición que mantuvo durante treinta años hasta su retiro en 1922. Su casa estaba llena de libros de historia. Escribió 154 poemas. Murió el día de su cumpleaños número setenta: 29 de abril de 1933.
En su primer viaje a Grecia, conoció al gran novelista, dramaturgo y agudo crítico, Gregorios Xenópoulos, quien dos años más tarde fue el primero en hablar de la poesía del alejandrino en Atenas. Así describe al poeta, entonces de treinta y ocho años de edad: “Es joven, pero no en la primera juventud. Muy moreno, como nativo de Egipto, con bigotito negro, lentes de miope, en tenida de alejandrino elegante, con ligero acento inglés. De fisonomía simpática que a primera vista no dice mucho. Bajo el exterior de un comerciante muy gentil, se ocultan cuidadosamente el filósofo y el poeta.” A lo largo de toda su vida, este griego alejandrino trabajó así, casi oculto, incesante –con “escrúpulo de diamantista”, como diría nuestro Ramón López Velarde–, una obra que, bien se sabe, además de ser referencia esencial en la poesía griega moderna, ha sido traducida prácticamente a todas las lenguas occidentales. Poeta de un acendrado erotismo cuya expresión en su época provocó una intensa controversia; “poeta histórico” –como se definió a sí mismo–, faceta en que la historia se empalma con el presente en una continuidad asombrosa de crítica y pensamiento políticos, y poeta filosófico o reflexivo, las tres áreas en que se suelen dividir los temas de su poesía siguiendo una anotación suya, Kavafis es portador de esa vital lejanía siempre tangible en el mundo heleno cuyo múltiple centro, al final, es su lengua, que en su caso cobra especial relevancia: su obra, en el límite de la poesía y la prosa, articulada en griego moderno pero con fuertes elementos del griego clásico, helenístico y medieval –lo cual supone un enorme reto para su traducción, además de que el tono y la atmósfera que generan son prácticamente intransferibles (Miguel Castillo Didier dixit)–, junto al íntimo recogimiento de su voz, posee un tono muy peculiar, en realidad único, que a la vez lo aísla y lo proyecta en el contexto de las letras de su tiempo, con una presencia innegable y poderosa que entonces y después generó contrastes, encuentros y desencuentros, pero no indiferencia. Odysseas Elytis, al narrar sus primeros contactos con la poesía durante una larga convalecencia en su primera juventud, recuerda así su primer descubrimiento del ya famoso alejandrino: “Día y noche pasaba por mi cama un pequeño ferrocarril cargado de libros y revistas […] Inclinado durante horas, con paciencia, atrapaba muchos peces. Sólo la Poesía no mordía el anzuelo. Fue necesario Kavafis para que sintiera la sacudida, algo muy fuerte, ¡caray!, ¿qué era eso? –cosa extraña. Me entró una profunda curiosidad que más tarde sería profundo interés, y todavía más tarde profunda admiración. Encanto, jamás. (Crónica de una década.)
La otra Grecia, la inagotable, que atraviesa sus avatares e infortunios amparada y a la vez expuesta en su carácter, el ethos, poderosa palabra que ha pasado intacta a casi todas las lenguas, en Kavafis, tan breve, se multiplica. La aparente desnudez de su lenguaje, que es condición y destino, viene de lejos, y es su aliento llevado al límite lo que aún nos llega y nos toca. Yorgos Seferis, en un luminoso y bien conocido ensayo, resume así ese universo: “El mundo de Kavafis se encuentra en los confines de los lugares, de los hombres, de las épocas que con tanto cuidado identificaba; ahí donde se producen numerosas mezclas, desplazamientos, cambios, transgresiones; en ciudades que resplandecen y después se extinguen; Antioquía, Alejandría, Sidón, Seleucia, Osroene, Comagena. Mundo de hermafroditas cuya lengua es una amalgama. En cuanto a su famoso erotismo, Kavafis o bien se comporta como un condenado que envejece en prisión tatuándose frenéticamente en el cuerpo imágenes voluptuosas, o bien se funde con una multitud de muertos y epitafios […] Son tantos los muertos y es tan grande su presencia, que no podemos diferenciarlos del hombre que vimos, al paso, recargarse en la entrada del café (‘A la entrada del café’), sentarse a la mesa de un casino (‘La mesa vecina’), o trabajar en el taller del herrero (‘Días de 1909, 1910, 1911’). El ‘vano, vano amor’, el amor estéril no puede dejar tras de sí sino una estatuilla funeraria, convencionalmente bella, y un traje color canela muy marchito (‘Días de 1908’), trágicamente vivo, como si hubiera caído en la valija del tiempo. Este es el universo de Kavafis. Todo esto en conjunto constituye la experiencia de su sensibilidad, única, simultánea, contemporánea, expresada a través de su conciencia histórica. Sin esta concepción de las cosas, me sería totalmente imposible comprenderlo” (“K. P. Kavafis-T. S. Eliot. Un paralelo literario.”)
Tal vez porque Kavafis es, él solo, una encrucijada de tradición milenaria y lúcida modernidad, un nudo hecho con las fibras de varios territorios geográficos, del espíritu y del lenguaje, y “un poeta anciano que tiene a su cargo, por decirlo así, a un poeta más joven”, como se refiere a él Marguerite Yourcenar, su obra sigue su lento destilado en las maderas de la condición humana, a esas honduras a la vez perenne y mortal. Pocas voces recorren, sin extraviarse, el camino de esa paradoja.

*Así lo llama Lawrence Durrell en Justine, primera novela del famoso Cuarteto de Alejandría. El nombre del poeta ha sido transcrito de varias maneras: Constantino P. Cavafis, o Cavafy; Constantino P. Kavafis, Konstantino P. Kavafis... En esta edición del suplemento transcribimos el apellido con K, siguiendo a Miguel Castillo Didier, uno de sus grandes traductores, y respetamos la que usan los autores que aquí se refieren a él.

EL POETA QUE NO QUISO PUBLICAR EN LONDRES, Vicente Fernández González


Foto: randomgreece.blogspot
El poeta que no quiso publicar en Londres
Vicente Fernández González
Constantinos P. Cavafis (1863-1933) nació en el seno de una próspera familia griega de comerciantes –que se arruinaría tras la muerte del padre en 1870– y pasó la mayor parte de su vida en Alejandría, en una época en la que en esta ciudad había una importante colonia griega, que convivía con la población egipcia y con otras colonias extranjeras. Cavafis, ciudadano griego –en 1885 renunció a la ciudadanía británica, que su padre había adquirido hacia 1850–, trabajó para la administración británica de Egipto hasta jubilarse en 1922. En vida, Cavafis no publicó jamás un libro completo; publicó poemas en revistas, plaquettes, cuadernos, hojas sueltas y carpetas (poemarios) preparadas por él mismo (a partir de 1912) en las que fue reuniendo las separatas que las revistas le hacían llegar de los poemas que le publicaban y, posteriormente, las hojas sueltas en que se hace imprimir los nuevos poemas. Siempre ediciones no venales, es decir, fuera de comercio, de pequeña tirada, que distribuía sistemáticamente, en mano o por correo, entre amigos y personas interesadas en su obra. Fue un pionero de lo que hoy llamamos autoedición. El primer procedimiento (plaquettes) corresponde a la fase de abandono del romanticismo por parte del poeta; el segundo (cuadernos), a la transformación estética que experimenta en los primeros años del siglo, y el tercero (carpetas), a la configuración definitiva tras 1911 (“Ítaca”) de su universo poético. El poeta ha pasado definitivamente a una poética de la objetividad y de lo fragmentario; un realismo de tono irónico, a veces dilemático, a veces paródico; de expresión clara y precisa, y enfoque complejo, dialógico y polifónico; tejido, en varios planos, en torno a personae que protagonizan la ficción y objetivan el discurso; un discurso en ocasiones próximo a lo novelesco; una estética que subvierte la tradición decimonónica de “lo poético”. A partir de 1917 el poeta, liberado de todo tipo de prejuicios y ataduras, lleva sus formulaciones realistas a extremos de gran atrevimiento y modernidad, precisando la orientación de sus poemas eróticos y proponiendo al mismo tiempo una lectura “política” más sutil y penetrante de la historia.
La poesía de Cavafis trata de la vanidad del poder y la soledad de los ciudadanos, de la dignidad de los perdedores, del amor y el placer, de la creación artística. “Una estética –en palabras del poeta colombiano Harold Alvarado Tenorio– donde lo pobre, lo sucio, el desempleo y la miseria podían ser objeto de belleza.” Sus protagonistas, situados en la Antigüedad tardía, en el mundo bizantino o en la sociedad contemporánea, se enfrentan a la misma disyuntiva, ser, de alguna manera, o entregarse a las convenciones. En palabras de Auden, “Cavafis tiene tres preocupaciones principales: el amor, el arte y la política en el sentido original griego”; tres dimensiones medulares de la experiencia humana.
La presencia de formas lingüísticas “arcaizantes” en modo diverso, más allá de lacatharévusa –formas bizantinas, helenísticas, clásicas, homéricas– junto con registros demóticos netamente coloquiales, en la obra de Cavafis, está relacionada con su poética y con la configuración textual de sus poemas. Estas formas, combinadas en un ritmo que es el corazón de la expresión poética cavafiana, son expresión de la polifonía, su plasmación léctica, manifestación del dialogismo y del plurilingüismo constitutivos del texto. La rima, cuando se da, y el metro, son en Cavafis, al igual que los acentos versales, el encabalgamiento, la aliteración, la repetición, la puntuación y la disposición gráfica, procedimientos –que confieren gran complejidad formal a sus textos– al servicio de la “idea poética” (“Darío”), no imperativo formal impuesto. Su peculiar rima, y el metro, combinados con los demás recursos, contribuyen con frecuencia al tono irónico del poema, al realce de elementos.

Foto: cyprus.com
“Los intelectuales entienden la literatura como una ‘profesión’ independiente que debería ‘rendir” incluso cuando en lo inmediato no se produce nada, y que tendría que dar derecho a pensión. Pero ¿quién decide que fulano es verdaderamente un literato y que la sociedad puede mantenerle, a la espera de una obra maestra?” (Antonio Gramsci, “Literatos y bohême artística.”) Cavafis parecería compartir el criterio de Gramsci. Construye su personaje de literato durante toda su vida, escribe su obra durante toda la vida; la primera edición reunida en un libro propiamente dicho del núcleo principal de su obra –los 154 poemas, conocidos como canónicos, que él publicó de uno u otro modo en su madurez– se imprimió en Alejandría en 1935, dos años después de la muerte del poeta, al cuidado de Rica Sengopulu. Desde 1963 la edición de referencia, revisada en 1991, es la de Yorgos P. Savidis, en dos volúmenes, en la editorial ateniense Ícaros.
Un capricho providencial
La obra del alejandrino no ha dejado de despertar el interés de las nuevas generaciones. Sin duda, en 2013 siguen siendo plenamente válidas estas palabras de Margaret Alexiou, escritas para la presentación del número monográfico deJournal of the Hellenic Diaspora dedicado a Cavafis con ocasión del cincuentenario de su muerte: “Hoy, en 1983, es sobre todo, el modernismo –o postmodernismo– de Cavafis lo que atrae a las nuevas generaciones; su habilidad de poner a prueba o cuestionar nuestros más sagrados postulados sobre religión, moralidad, arte y tradición.” (Margaret Alexiou, “Eroticism and Poetry.”)
Los Poemas son una de las obras más traducidas de la literatura europea. Impresionante la variedad y riqueza de traducciones al español a ambos lados del Atlántico. En 1959 Luis Cernuda, exiliado en México, en una entrevista epistolar concedida a la revista madrileña Índice Literario afirma que el poema “El dios abandona a Antonio”, que conoce en traducción inglesa, le parece “una de las cosas más definitivamente hermosas de que tenga noticia en la poesía de este tiempo”. Antes, en una carta a Jaime Gil de Biedma fechada el 11 de junio de 1957 en Santiago de Cuba, Joan Ferraté adjuntaba “un par de poemas, de seis que tengo traducidos, de Cavafis. Es un capricho de José Luis Cano, que quiere que le haga una antología para Adonais.” Esos dos poemas eran “Esperando a los bárbaros” y “Grises”. Jaime Gil de Biedma, de acuerdo con su propio testimonio, ya conocía a Cavafis desde 1955 por las versiones nunca publicadas del padre Pacho Aguirre, asturiano, helenista y sacerdote de rito ortodoxo, al que había ayudado en su intento el grabador griego afincado en Madrid Dimitris Papayeoryíu, al igual que Miguel Castillo Didier, que más tarde sería uno de los traductores más relevantes de la poesía del alejandrino, conoció a Cavafis en Chile en 1957 o 1958 por las versiones no publicadas de Jorge (Yorgos) Razís (cónsul de Grecia en Valparaíso).
La antología de Adonais no se publicaría nunca. “Esperando a los bárbaros” apareció, sin embargo, unos meses más tarde en la revista cubana Galería, y, junto con “Grises” y otros veintitrés poemas (y fotografías de Dick Frisell) en el exquisito volumen Veinticinco poemas de Cavafis editado por Lumen (Barcelona) en 1971. El “capricho de José Luis Cano” se había satisfecho en 1964 con la publicación en Málaga, por Ángel Caffarena y Rafael León, del volumen Constantino Cavafis, Veinticinco Poemas, en versión de Elena Vidal y José Ángel Valente. Seis meses antes, Belisario Betancur había incluido versiones en prosa (fechadas en 1958) de trece poemas de Cavafis en el misceláneo volumen El viajero sobre la tierra(Bogotá, Ediciones Tercer Mundo). Antes, la primavera de 1962, vio la luz en Barcelona, con prólogo de Joan Triadú e ilustraciones de Josep Maria Subirats, la vibrante traducción catalana de Carles Riba (Poemes de Kavafis, Editorial Teide). Sus sesenta y seis versiones constituyen la última gran aportación de Carles Riba a la renovación de las letras catalanas, y a la modernización del panorama literario español. En la versión de Riba se basaría algunos años la celebrada “Ítaca” de Lluis Llach. Las primeras traducciones del canon completo llegarían en 1976, en México (Constantino Cavafis, Poemas completos, versión de Juan Carvajal, México DF, Ediciones Casa Juan Pablos), y España (Konstantino Kavafis, Poesías completas, traducción y notas de José Mª. Álvarez, Madrid, Ediciones Peralta, Poesía Hiperión). La segunda aportación mexicana no se haría esperar (Constantino Cavafis, Poemas completos, traducción del griego de Cayetano Cantú, prólogo deF. José Férez Kuri, dibujos de Elvira Gascón, México DF, Diógenes, 1979), y desde entonces el patrimonio cavafiano en lengua española no ha dejado de enriquecerse con nuevas traducciones; desde Chile y Argentina, desde Colombia y Venezuela, desde España, desde México… Una historia de decenas y decenas de ediciones y reediciones que requiere otro artículo.

Último pasaporte de Cavafis, que menciona poeta como su ocupación
La amistad entre Forster y Cavafis es uno de los mitos literarios de la contemporaneidad. En “The Poetry ofC.P. Cavafy” (The Nation and Athenaeum), Foster dibujó a Cavafis “en una posición oblicua con respecto al universo”. El volumen con la correspondencia entre ambos publicado en 2011 por Peter JeffreysThe Forster-Cavafy Letters. Friends at a Slight Angle, El Cairo, Nueva York, The American 
University in
 Cairo Press), sugiere precisamente la oblicuidad de una relación llena de matices, una posición oblicua de cada uno para con el otro: “Friends at Slight Angle.” Este conjunto de cartas (no sólo las intercambiadas por Foster y Cavafis) constituye entre otras cosas una introducción a la historia de la recepción de la poesía de C.P. Cavafis en el mundo de habla inglesa y, por extensión, de la recepción internacional de la obra del alejandrino. Resultan conmovedores los esfuerzos de Foster por propiciar la publicación de los poemas de Cavafis en Inglaterra, la publicación de un libro de poemas… y no menos conmovedora la prudencia de Cavafis, que no deja de dar largas y revisar las versiones, que devuelve el contrato que le propone en 1925 The Hogarth Press para publicar un librito de veinticinco poemas (en traducción de Yorgos Valasópulos). En su carta del 1 de septiembre, Leonard Woolf, tras confesar su admiración por los poemas que, a propuesta de Foster, había leído en traducción de Valasópulos, con mucha energía instaba a Cavafis “a permitirnos la publicación de estas traducciones en un volumen que haremos imprimir para nosotros”. Leonard y Virginia Woolf habrían sido los impresores –no simples editores– del primer libro de poemas de C.P.Cavafis. El alejandrino no dejó de agradecer educadamente el interés, pero The Hogarth Press no publicó The Poems hasta 1951, casi veinte años después de su muerte. Virginia Woolf no pudo ocuparse ya de la impresión. La traducción no fue la de Valasópulos, sino la de John Mavrogordato, “reliable rather than inspired” (“más confiable que inspirada”) en opinión de Foster, que no escribió finalmente la introducción. ¿Por qué tanta parsimonia por parte de Cavafis? Tal vez no acababa de querer ver publicados sus poemas, en libro, en inglés antes que en su lengua griega. Tal vez no deseaba el patronazgo británico que Forster encarnaba. Tal vez por una posición oblicua con respecto al imperio.

BOSQUE MÓRBIDO, Benjamín A. Araujo Mondragón

 
BOSQUE MÓRBIDO
Benjamín Adolfo Araujo Mondragón
Un viento que no es de este mundo
Recorre el bosque de robles,
Cuyas mórbidas ramas se ahogan
En una maraña de delirante muérdago,
Porque éstos son los poderes de las tinieblas, que perviven
En las tumbas de la raza perdida de los Druidas.
H. P. Lovecraft
En el sueño todo es válido;
válidos los vapores, los balidos de las vacas,
los mujidos de un tren o un autobús,
los zumbidos de abejas, otra vez los vapores
del sueño, de la somnolencia, de los barcos
de viaje a ningún lado…o a todos lados
de bruces, o de frente, de espaldas, de cabeza,
de picada, de improviso, de caída mortal o
pecaminosa; con maña o con fuerza
todo es posible en el sueño.

Los sueños que no se apropian se exportan,
o se impelen, se expropian, se repatrían,
caminan al vacío o a la nada inmensa
al infinito; al mundo de los sueños:
Alicia en mis sueños, mi patria redimida
por las caricaturas de mis lecturas tempranas
o indecentes, un poco más tarde, no mucho,
sólo un poco: mis sueños prohibidos,
sabrosos, picantes, pecadores;
no lo que se imaginan, lectores cerdos,
esos, esos son sus propios sueños,
no los míos…mis sueños prohibidos
son a colores, technicolor, pantallas
luminosas, amplias, plenas, sin restricciones
ni excusas, sin premisas, ni conclusiones,
llenos de inmensas perversiones,
sin cálculo, ni bardas, ni excusas,
ni mañanas, todo en un hoy infinito:
como todo en un primer plano,
todo bello, sabroso, prohibido
pero apetitoso, carnal, sexual,
como en la plenitud como orgasmo celestial…

En mis sueños, una mórbida rama
me atrapa, me asfixia: son mis culpas
cristianas, mis cristianas culpas
que nunca me dejaron respirar
las que me provocaron, en mi infancia,
enfermedades respiratorias,
bronquitis asmático, y esas experiencias
caóticas infames pero siempre culposas.
Oh esas ramas mórbidas creciendo
en torno de mi infancia,
de mi infantil cuna, cama,
de mis campamentos infantiles,
como después de una opípara cena,
antes del dolor de estómago
y el vómito, con culpa por pecar
contra los malsanos apetitos
carnales: empezando por la gula.

No era sólo un árbol, un bosque de culpas
en pañales, culpas en crecimiento,
en desarrollo, culpas infantiles,
luego culpas genitales,
culpas preadolescentes,
culpas sin par, sin límite,
culpas as, el as de todas las culpas:
la culpa por lo desconocido:
el conocimiento como culpa;
la sabiduría como pecado;
la ignorancia como virtud
en un mundo de ignorantes
los virtuosos son ciegos;
espirituales sólo espíritu sin carne.

¡Váyanse mucho a la chingada,
pesadillas de mierda; no me culpen!
Déjenme solo con mi cuerpo un rato;
dobléguense a mis sueños insensatos
permítanme que la libertad flote y me haga flotar
ya no hay averno; no por el momento,
no cuando menos aquí, ni en este momento.
Párense delante del pecado y confiesen
sus imposibilidades, sus impotencias
y dejen desfilar a las impacientes
ovejas de las potencias inflamadas de gozo
ya sin culpa; que se reproduzcan que crezcan
y que se vayan al infinito de la creación
al cosmos al que pertenecen:
¡Sean libres por siempre! ¡Crezcan!
¡Sean! Diviértanse y dejen que todos
vayan a la patria de la libertad personal.

¡Ya despierten! Despierten:
¿En qué estábamos…?

jueves, 24 de octubre de 2013

POÉTICA DE LA CIUDAD FANTASMA, Vicente Quirarte y Bernardo Esquinca


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En próximos días comienza a circular, bajo el sello editorial de Almadía, el segundo tomo de Ciudad fantasma, compilación de relato fantástico con el tema de la capital mexicana. En el prólogo que lo antecede y aquí se publica, los antologadores indican algunos motivos de su selección, así como las líneas fundamentales de una poética que contempla la urbe como suma de historias, presencias y encuentros insólitos.
En algún lugar del mutilado territorio, diciembre de 2012
Amigos Esquinca y Quirarte:
Servicios secretos bibliográficos me hicieron llegar un ejemplar de Ciudad fantasma. Me sorprendió agradablemente saber que se trata de un primer volumen y que el segundo viene en camino. Sé que ustedes habrían querido entregármelo en persona: lo impide mi existencia trashumante y mi carencia de domicilio fijo. Nos debemos ese tequila para celebrar su aparición. Tiene que ser en una cantina del centro, en ese menguado inventario de una ciudad que algún día las tuvo todas. Es incomprensible: aunque proliferen otras formas de paraísos artificiales, no creo que hayan disminuido los borrachos, pero sí de manera alarmante las cantinas del centro. Desaparecen de la noche a la mañana. Las que a duras penas subsisten son como Titanics desiertos y a la deriva, a punto del hundimiento. Los fantasmas son los que no se van, y en su labor de cazadores hicieron un buen trabajo de recolección.
Qué bueno que no me paró la boca aquella tarde en Donceles cuando nos encontramos en la librería Inframundo. Qué bueno haberlos provocado y, mejor todavía, encontrar su respuesta en este libro. Me hubiera gustado un prólogo que situara de mejor manera al lector ante el bosque que le ofrecen, o que hubieran mencionado los dignos antecedentes de su propia aventura. En 1973, Emiliano González, autor fundamental del canon y quien recientemente nos entregó el primer volumen de su Historia de la literatura mágica (Editora y Distribuidora Azteca, 2007), publicó Miedo en castellano. 28 relatos de lo macabro y lo fantástico. Pero el más notable trabajo de esta naturaleza lo hizo la poeta Frida Varinia en el libro Agonía de un instante. Antología del cuento fantástico mexicano (1992), cuya selección se ve enriquecida por un proemio de su padre, el maestro Raymundo Ramos, y un prólogo donde Frida —la Varinia— hace una minuciosa disección del género fantástico.
Inadmisible no recordar el prólogo de Isabel Quiñones a las Leyendas históricas, tradicionales y fantásticas de las calles de la Ciudad de México, número 557 de la Colección Sepan Cuántos…, aparecido en 1988. Es un lugar común, injusto y pedante, descalificar los volúmenes de esa benemérita colección que tiene, además, ejemplos memorables de lo que debe de ser un prólogo: el de José Emilio Pacheco a las Vidas imaginarias de Marcel Schwob o el de Arturo Souto Alabarce a Tirano Banderasde Ramón María del Valle-Inclán. El escrito por Isabel Quiñones pertenece a ese linaje y no existe mejor síntesis sobre los orígenes y desarrollo de la literatura fantástica en México que el realizado por alguien que supo ser igual en forma y fondo. Isabel Quiñones, con s y sin acento. Sólo por joder. Lejana a los reflectores, tan discreta e insoportablemente bella, como sus palabras iluminadas, desaparecida tempranamente de este mundo. En nuestro veleidoso circo literario, nadie recuerda que es autora de uno de los libros de poemas más bellos y valientes escritos entre nosotros: Esa forma de irnos alejando, donde habla de la muerte del amado:
Buena es la muerte.
Termina el dolor
y el miedo
la dulce muerte.
Ilumina apacible,
no destroza;
el horror
que la prosigue 
es obra de la vida.
Obviando el paréntesis de ésta que acaso es una póstuma declaración de amor, vuelvo a Ciudad fantasma. No podía estar ausente José Emilio Pacheco, cuyo primer libro de cuentos, El viento distante, que este 2013 cumple cuarenta años de su primera publicación, es una exploración del territorio de la infancia y su enfrentamiento con un mundo tan hostil y ajeno, que acaba por convertirse en siniestro. Yo hubiera preferido “Tenga para que se entretenga”, un magistral cuento de fantasmas situado, como bien saben, en el bosque de Chapultepec. Varios taxistas lo saben de memoria porque lo consideran real e incluso le añaden nuevos elementos. Luego conjeturé, al ver la lista de autores que aparecerán en el segundo volumen, que en su intento por dar mayor variedad a los hitos urbanos, espigaron “Las aventuras de Pipiolo en el bosque de Chapultepec”, un texto excepcional de nuestra tradición y salido además de la pluma de alguien considerado fundamentalmente historiador del arte, don Manuel Toussaint. Por cierto que Chapultepec es una cantera inagotable de presencias: piensen tan sólo en los numerosos restos enterrados a raíz de los enfrentamientos entre los ejércitos de México y el invasor de Estados Unidos en septiembre de 1847. No en vano Chapultepec fue el lugar elegido por nuestro poeta romántico Ignacio Rodríguez Galván para situar su “Profecía de Guatimoc”: el fantasma del último emperador azteca se aparece para recordar la caída de su ciudad, su gente y su cultura. Qué bueno igualmente que en el segundo tomo aparezca “Bodegón” de Guillermo Samperio, uno de los cuentos más extraños y bien estructurados escritos entre nosotros, y cuyo tema es el edificio que en 1910 alojó al pabellón japonés durante las fiestas del centenario, luego se convirtió en gabinete de horrores aunque su nombre fuera Museo de Historia Natural y actualmente continúa con su inquietante presencia, hito imprescindible en el imaginario fantástico de nuestra ciudad.
Espero con impaciencia el segundo volumen de Ciudad fantasma. Y, ¿por qué no?, un tercero con leyendas de cada una de las ciudades de nuestra vasta República, que debería titularse País fantasma. Una necesaria excursión a descubrir los nuevos misterios de México, en un territorio donde aumentan cada día, y donde las antiguas piedras hablan con más fuerza, a pesar del asfalto, el cristal y el acero. Los abraza fraternalmente,
Gregorio Monge
HACIA UNA POÉTICA DE LA CIUDAD FANTASMA
I
Inicia este volumen la carta enviada a nosotros por Gregorio Monge, provocador de la obra, como queda claro en su texto y en el prólogo al primer volumen de Ciudad fantasma. La epístola contribuye a modificar su leyenda de criatura ágrafa. Como Howard Phillips Lovecraft, Monge dedica su tiempo a la lectura, a revisar textos de otros y a escribir cartas de manera obsesiva, invariablemente enviadas por correo convencional y con timbres postales. Si se reunieran las innumerables enviadas a sus más bien pocos pero buenos amigos podría surgir un volumen considerable.
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La auténtica literatura es fantástica: vulnera, subvierte y transforma la existencia dictada por la norma. Sin embargo, de acuerdo con la definición clásica de Tzvetan Todorov, lo fantástico es “aquel acontecimiento imposible de explicar por las leyes del mundo familiar o cotidiano de nuestra realidad”. Caso extremo, el de la literatura de terror o el cuento de fantasmas, a cuya estructura tradicional se acoge la mayor parte de nuestra selección.