martes, 20 de agosto de 2013

EL PARAÍSO RECUPERADO, Mónica Lavín


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Solamente ojos me inclinaba sobre el borde para tocar la punta de un asombro.
Ana Clavel
De la escritura de Ana Clavel me gusta su mirada plástica, su atención a la forma y a la luz, su discurrir de las sombras, su andarse en terrenos de lo ambiguo y delicado, de lo íntimo y lo secreto; en una arista donde los cuerpos rozan sus límites porque el deseo acecha en lo orgánico, en su punción como idea que late bajo la piel. Nos colocó en ello con Cuerpos náufragos y Las violetas son flores del deseo. Su nueva novela, Las ninfas a veces sonríen, hurga también en el deseo, en el cuerpo desde su despertar y lo hace de manera fragmentaria (¿hay otra manera de mirar un cuerpo?) y con ese acariciar el lenguaje que es como Clavel labra la prosa. Dividida en tres partes, transitamos con Ada de la luz que empieza a sombrearse, al dolor de lo que el cuerpo desea y no puede obtener, a la escritura como recurso para volver al paraíso. “Apenas tenue”, “Toda fuente” y “Después del paraíso” es como Clavel ha decidido nombrar los tres momentos de Ada.
I
Ada pubescente, Ada ninfa, habitante de un paraíso donde el padre es el omnipotente, donde el hermano es Serafín Cordero, donde el amigo es Pepe y luego Pepe Satán, donde la madre es diosa, las Ángeles son dos compañeras de la escuela, donde Gabriel el Arcángel es el primo que descubre el deseo primero de Ada, siete años menor que ella, donde Rosa es la conciencia y su hermano el bachiller el que le enseña el aroma donde se pierden los sentidos mientras una ciudad o un país pierde a sus hijos cubiertos en sangre en la plaza. Este vértigo, casi retablo de El Bosco, es para subrayar el poder de la mirada de Ana Clavel que hace de lo cotidiano e íntimo del tránsito de la naciente pubertad a la madurez, fábula, leyenda, mitología. Asistimos a la fundación de un mundo mítico que es el nuestro, el de la caída del Ángel, el de las Evas y las mujeres de Lot. La mordedura de la manzana, la inocencia perdida.
¿Quién puede tomarle el pulso al momento exacto en que el cuerpo liso, el cuerpo despoblado de vello, el olor y los humores, la mirada y el mundo blando y acogedor dejaron de serlo? ¿Cómo disparar el obturador de la cámara para recoger el instante? Habría que estar muy atento mirando al horizonte abierto para pescar el momento en que el sol agazapado en rosa amanecer tiñera al cielo de blanco rotundo. Eso es lo que hace Ana Clavel en “Apenas tenue”, esa Ada que descubre el cambio en el cuerpo de las otras y atisba el suyo como una promesa imparable, la boca redonda y jugosa cuando pasa horas mirándose al espejo como Narciso. La excitación del peligro, no atravesar el patio, no esconderse con los primos, no dejarse tocar, tocarse, saberse cuerpo, sentirse cuerpo, saberse mirada, querer ser mirada, olfatear el peligro, ese jardinero que se lleva a las niñas grandes a la covacha, la ninfa despuntando, la flor saliendo, los pétalos cayendo y revelando lo que ya va a ser imposible detener. Con perturbadoras situaciones, con inofensivos juegos, con carreras y guerritas y persecuciones y tacones de mamá, Ana nos coloca en el borde mismo del asombro: donde el juego se convierte en otro juego, sin que medie propósito. La vida como un bosque donde las niñas se pierden y los lobos habitan, y las niñas se entusiasman con los lobos, porque hay un traslape misterioso entre la inocencia que se abandona y el deseo que nos habita para que no exista más el blanco y negro, el abismo como un animal perturbador que ya enseña sus fauces, pero nosotros apenas las miramos.
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Ana Clavel enfoca su prosa detallada en esa nínfula que ya no puede dar marcha atrás y nos recuerda el asombro perdido. ¿Cómo ha podido hacerlo con tanto tino?, ¿cómo sabe que así fuimos o pudimos ser?, ¿cómo ha podido nombrar lo irreconocible, el borde, la punta, el extremo donde soltamos la manta de cielo y hundimos las manos en la tierra para que aquella negrura en las uñas se nos quedara para siempre? Niña, lávate las manos. Eso no se hace. Jugar al doctor, a esconderse en el clóset con el primo, aguantar la respiración, reconocer que algo está pasando, ¿qué está pasando? La pluma de Ana lo persigue, lo mete en frascos de cristal y nos lo muestra con palabras precisas. “El beso de su mirada en la punta de mis pudores”.
Pienso en un cuadro de Balthus, la chica lleva una toalla en la mano, el pelo largo enmarcado por una balerina, está desnuda y el torso es el de una niña, el rostro de perfil también, pero sus pequeños pechos han empezado a sobresalir, botones, rosas. Lo que escribe Ana evoca un cuadro, porque la fuerza de sus palabras nos obliga a mirar. Descubrirnos enredadas en las fauces de la niñez perdida. ¿Cuándo? ¿Cuál fue el momento preciso?
II
Por eso en “Toda fuente” sucede, el cuerpo es un surtidor: “Todo era fuente y también herida… Todo me tocaba y me desbordaba”. El cuerpo ya no contiene al mundo ordenado de juguetes y pijamas, de buenas noches y chocomilks, el cuerpo sangra, la sangre lo es todo. La planta que la tía Aura tiene en un frasco y que lleva por nombre Clarimonda nota que Ada sangra, porque el primo mancebo que es cazador también lo hace. El mundo vegetal y el animal asisten a la fuerza del cuerpo que hace evidente el cambio. La expulsión del paraíso ha ocurrido porque el deseo por el otro se vuelve tortura. Un aroma llena los recovecos de la ninfa que se prende del bachiller, el bachiller que protesta pero que atiende a una sirena y Ada enloquece de dolor, de impotencia. Ella que conoció los juegos primeros de tentarse, de cambiar caricias por monedas con el mago aquel, de esconderse en la cama con el primo mayor, ahora reconoce la mordedura de la iguana. Con su amigo ha jugado a las chupadas de vampiro, a dejarse círculos rojos, marcas. La sangre está en todos lados, y también está en el cuello, ése que se doblegará más tarde, cuando Ada comprenda la importancia de ese espacio del cuerpo que se vence para recibir. Ha descubierto que ser vampiro no obliga a la muerte: “Tu luz irradia oscuridades del deseo”. Quiere enseñarle al bachiller el origen de esos círculos rojos, quiere dejar su boca en su piel, y cuando lo hace descubre la condena: “El beso vampiro no lo había despojado de la vida a él como solía suceder en las leyendas, sino que me había convertido a mí en una sombra deseante de los misterios de su aroma”. No será como jugar con su amigo, Ada lo sabe porque tiene nostalgia del aroma, conoce de sirenas que arrastran a los hombres.
III
¿Y qué hay “Después del paraíso”, como reza la tercera parte del libro? ¿Cómo se camina después del aroma añorado, de la historia inventada que Ada escribe y que Rosa reclama que así no fue, que esa historia de su prima Falaci es La historia de Hungría? La confusión de las verdades, la expulsión por maneras de ver el presente, de involucrarse en él. ¿Qué se hace cuando se descubre que “el espanto y la belleza podían ser caras intercambiables del paraíso”? Ni el padre omnipotente, ni la diosa madre ni las hermanas podrán salvarla de las huellas de faunos y dríadas. Para sobrevivir a la expulsión buscará en las pieles la edificación del territorio del deseo, reconocerá el desencanto y retomará el vuelo, aunque persistentemente le escriba a él (“Se me olvidaba decirte que, a pesar de todas mis muertes, todavía te sueño”), al objeto de deseo, aquél con el que perdió la paz del que no sabe de amores. Para sobrevivir al después escribirá las “Memorias de la ninfa”.
Si Ana Clavel propone a la escritura como arma para sobrevivir a la expulsión, el tránsito de la luz a la sombra, para registrar la duermevela del deseo (“duerme que vela encendida”), del antes y después del momento en que el día se hizo noche, ha acertado. Su prosa es tan envolvente como temible. Sus alcances son los de la poesía, su fuerza narrativa es la de la fabulación, la de la quimera, Clavileño y Pegaso, las mujeres como ciudades: incidir en el origen. Ana Clavel se ha propuesto vestir el mito y desvestir el tránsito de la niña a la mujer. De la luz a la sombra. En sus entresijos somos marea de pieles, vaivén de instantes que incitan a un recuento de bordes, de aristas, de despeñaderos y vuelos retomados, para conseguir la estatura mítica del tránsito de la inocencia a la sombra. Para que sea otro quien muerda la manzana. Toda ninfa debe tener sus memorias, y sí, concuerdo con Ana Clavel, las ninfas a veces sonríen.
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Ana Clavel, Las ninfas a veces sonríen, Alfaguara, México, 2013, 128 pp.

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