martes, 29 de enero de 2013

LA SUTIL SONRISA LADEADA, Guillermo Samperio



  • ‎"La sutil sonrisa ladeada"

    por Guillermo Samperio
    para cualquier aniversario de E. A. Poe

    Aquella tarde de nubes grisáceas y manchones bermejos, mientras caía una lluvia ligera, como si el cielo empezara a bostezar, varios figuras vestidas de ropajes color siena y capuchas negras, exhumaban el cadáver del teólogo Witold Satori. Tenían frente a sí un catafalco de maderas cobrizas y ribetes platinados. Cuando levantaron al fin la tapa, el grupo expresó un rumor de palabras entrecortadas a las que ninguno puso atención. De pronto, se escuchó un llanto de mujer, que hizo volar a un murciélago azulenco que salió de la capilla marmórea. Una de las efigies encapuchadas se adelantó hacia el cuerpo del teólogo, se descubrió la caperuza y apareció una cabellera tan rubia que, entre la bruma ligera que serpenteaba entre arbustos y tumbas, parecía estar hecha de transparencias prodigiosas. Un rostro pálido de mujer afligida derramó agua, más abundante que la de la lluvia, sobre el rostro barbado del difunto.
    Al mirar con desconsuelo femenil la cara de Witold Satori, la mujer confirmó que el cuerpo había permanecido idéntico a como lo habían enterrado, un mes atrás, en presencia del doncel Federico el Orate, quien asistió a las exequias protegido por un grupo de hombres armados de ballestas. El teólogo mantenía esa nariz recta con una ligera fisura en la punta y la sutil sonrisa ladeada en sus labios carnosos.
    Don Witold, como ella le decía, había osado, displicente y luego de haber libado medio galón de vino siciliano, afirmar que la comarca se había trocado en un circo bajo la conducción de Orate, pues nunca había habido tantas putas, tanto desaseo ni tanto atolondramiento de los funcionarios de la región; que el puente entre el doncelato y la gente de la campiña y los artesanos había perdido toda apoyatura, que la displicencia se notaba desde que los caballos bajaban el Monte Reverón.
    Esa noche de la embriaguez y la lengua suelta como culebra pícara, antes de amanecer, los esbirros de Orate prendieron al teólogo Satori, lo llevaron a las cloacas de tortura y lo sometieron dos días al martirio: lo pincharon con agujas oxidadas, le tronaron trompetas a los oídos durante toda la noche y, finalmente, le introdujeron una rata viva en el ano, hasta que el hombre perdió el conocimiento. Al segundo día, ella, doña Eleonora D’Sanctis, y el alquimista Teodoro Batusta, por medio de una larga discusión en el palacete de San Teotulio, consiguieron que el doncel Federico de Orate transigiera la suspensión de la tortura y se les entregara a don Witold.
    Al atardecer, la cofradía del Diamante Cobrizo, encabezada por el alquimista Batusta, recibieron el cuerpo del teólogo, quien se encontraba a punto de expirar. Lo llevaron a casa de doña Eleonora, donde la cofradía a veces realizaba sus reuniones pasmosas; ella le pidió a Batusta que le otorgara al teólogo, al menos, la no corrupción de la carne. El alquimista, ataviado de azul turquesa y ribetes púrpuras, subió a la tapia, meditó, expresó palabras de viejos tiempos, acariciando el símbolo de lo imborrable; en una botellita combinó varios líquidos de flores corales y negras. Bajó levitando lentamente del tapanco, se acercó al teólogo y le dio siete gotas, quien sucumbió hacia el anochecer, despidiéndose con devoción de Eleonora.
    Aquella tarde de nubes grisáceas y manchones bermejos, ante el edificio marmóreo y bajo la lluvia que arreció, doña Eleonora D’Sanctis se hincó ante el cadáver desenterrado, le rozó la mejilla con sus dedos clarísimos. Batusta puso una mano en el hombro de la mujer; ella se inclinó aún más sobre don Witold y lo besó en el centro de la frente. Al posar los labios, la dama percibió un ligero pulsar de la vena que surcaba la frente y se distanció conmovida.
    El teólogo abrió los ojos de súbito y el aguacero se llenó de torrenciales risotadas desconcertantes de la secta del Diamante Cobrizo. Don Witold Satori se incorporó y, levantando un puño, exclamó que lo que más había extrañado era el vino siciliano. Luego, miró las transparencias del pelo de Eleonora y, con voz suave como de hálito noctámbulo, agregó: “…y tu cabellera mágica, señora de mi resurrección”.

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