jueves, 24 de enero de 2013

DE CÓMO SE ALARMAN TODOS MIENTRAS YO RÍO, Antonio Alatorre


De cómo se alarman todos mientras yo me río

Rescatamos este ensayo del filólogo mexicano Antonio Alatorre, recientemente fallecido, sobre la influencia del inglés en la lengua castellana, en donde, a través de una aguda mirada al pasado de nuestro idioma, deduce con ironía que no deberíamos tener motivo para escandalizarnos.

“¡Ay! ¡Oh dolor! Los cristianos están olvidando su ley!”, decía hace más de once siglos un cordobés culto, llamado Álvaro. La ciudad de Córdoba, que fue una de las más renombradas del imperio romano, había estado viviendo de acuerdo con su “ley” (el cristianismo, el orden social visigótico, la lengua latina), y he aquí que ahora está a punto de olvidar esa “ley” a causa del atractivo que muchos cordobeses (sobre todo los jóvenes, me imagino) hallan en la maldita cultura de los moros. Hay en esta civilizada y cristiana ciudad quienes se visten a la moda árabe; hay quienes bautizan a sus hijos con nombres árabes; hay quienes hablan árabe (o, si solo lo chapurrean, meten arabismos cada que pueden); hay quienes escriben en árabe, y hasta se conocen poetas hispanorromanos que versifican magistralmente en árabe.
Un adarme de empatía le bastará a cualquiera para simpatizar con Álvaro de Córdoba, para comprender el “dolor” de este concerned citizen, de este celoso guardián de una “ley” que sus paisanos están en trance de olvidar. Y, en esos tiempos en que la mayor parte de la península estaba en poder de los moros, hubo seguramente muchos Álvaros, muchos otros preocupados por la ley cultural y lingüística que había dominado en la Hispania visigótica, la que había producido a un Isidoro de Sevilla, lumbrera de nivel europeo.
Sí, sí, pero… Tampoco nos hace falta un quintal de empatía para meternos en el pellejo de quienes sucumbían al encanto de lo nuevo: vestían a la moda árabe, aprendían árabe porque así mejoraban sus condiciones de vida, y se deleitaban con las maravillas de la cultura de los moros. En el momento de escribir, Álvaro está viviendo (dolorosamente) una crisis histórica. Eso es todo. Ahora vemos que las cosas, contempladas a distancia y en toda su amplitud, no fueron trágicas, ni mucho menos. Córdoba, unos siglos después, gozaba de muy buena salud: seguía siendo cristiana y podía criar hijos tan brillantes como don Luis de Góngora. Y ocurre que Góngora, beneficiario de un sueldo de la catedral de Córdoba (otrora espléndida mezquita), era un admirador de la cultura árabe: se quedó boquiabierto ante la Alhambra de Granada, y para el episodio de la caza de cetrería, en la Soledad segunda, metió ostentosamente los hermosos arabismos que designaban a los distintos halcones, así los propios de España como los traídos por los moros de otras partes del mundo: el alfaneque, el baharí, el alferraz, el borní, el sacre, el neblí. Claro, Álvaro de Córdoba no podía prever esto. No era profeta. Él se imaginaba lo peor. Pero los españoles del siglo xvi poseían tranquilamente buena parte de la herencia árabe y la vivían con toda naturalidad. (Si fray Luis de León llora en la Profecía del Tajo la suerte de España, sometida “a bárbara cadena” durante siglos, es por una especie de patriotismo histórico-poético.)
Álvaro de Córdoba, como todo ser humano, tenía su corazoncito. Todos sentimos, seguramente por instinto, una reacción adversa, o por lo menos recelosa, ante lo que no nos es familiar, reacción que evoluciona de diversas maneras en cada ser humano y cada grupo social. Hay los guardianes de la cultura en que nos criamos, los paladines de la pureza de la lengua, los enemigos jurados de las novedades extranjeras, los que no transigen, los nacionalistas a ultranza, los xenófobos; pero hay también los que, después de no mucho tiempo, neutralizan la aversión a lo extraño y acaban por apropiárselo; y hay, finalmente, los que viven entre los dos extremos, o sea la masa, la mayoría, que no experimenta aversión ni entusiasmo, sino que se deja llevar por la corriente y se acomoda al estado de las cosas. A estos muchos debemos la existencia de los miles de arabismos de nuestra lengua; gracias a ellos la palabra panadería, de origen latino, convive armoniosamente con la palabra alfarería.
En tiempos de Álvaro de Córdoba, la cultura musulmana, en todos o casi todos sus aspectos, estaba muy por encima de la cristiana. Los moros poseían mejores técnicas agrícolas: por eso alqueríazanja yacequia son arabismos. Se tiene la impresión de que antes de ellos no había en España verdaderos huertos ni verdaderos jardines: por esoaljibe y albercaalcachofa y berenjenasandía y naranjaarrayán y adelfa,azahar y jazmín son arabismos. Los moros, por lo visto, tenían más fino el sentido del color: por eso azul y escarlata son arabismos. Sabían emplear inteligentemente el ocio: de ahí el ajedrez. Tenían gusto por la música y las fiestas: de ahí el añafil, el tambor y el laúd, como también la algazara y el alborozo. Sobre todo, sus conocimientos científicos y técnicos eran incalculablemente superiores, lo cual explica la existencia de palabras españolas como alquimiaalcanforalcohol y azoguecero,cifraalgoritmo y álgebracenitnadir y acimut. Palabras absolutamente necesarias, pues designaban lo antes desconocido: en ningún país europeo había berenjenas ni se conocía el cero. (Por eso muchos arabismos se difundieron en toda Europa; no solo álgebra y logaritmo, sino hasta jazmín y escarlata.) Pero hay también arabismos “innecesarios”, y por ello especialmente reveladores de la seducción ejercida por el “gusto” de los moros: es notable que las palabrasalmoraduj y alhucema, nombres de plantas aromáticas, hayan podido competir con las correspondientes del vocabulario románico, mejorana yespliego, tan bonitas, por lo menos, como los arabismos. (Resumo apretadamente en este párrafo las diez páginas que dedico al asunto en Los 1,001 años de la lengua española, resumen a su vez de lo que se sabe acerca de los arabismos, con una idea de su enorme cantidad y de las razones de su enorme difusión.)
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