lunes, 17 de diciembre de 2012

MERCADO

BRINCAN, saltan, manotean
los olores y colores
en sus puestos:
Manzanas con un sonrojo
pudoroso,
por saberse
placentera promesa
sin recato;
advierten, brillosas,
el pecado bíblico
que guardan
cotidianamente
en sus entrañas;
limas y limones, impúdicos,
en su verdor
oscilan
entre continuar
su incestuosa
relación de verdes ácidos
o convertirse en jugo
que recuerda
filosófica
la bondad del amargor
y su frescura,
a fin de cuentas;
las cebollas anidan
su fortaleza hedórico-hedónica
y hace notar precavidas
que se trata de explotar, al infinito,
sus finas entretelas
para acelerar papilas
y pupilas.
Las calabazas, tontas,
guardan esencias tibetanas
y reconocen
su humildad franciscana
en su redondez
o elipsis
de jugos
y fibras
celestes por terrenales;
las papayas exageran,
desconocen que cada una
de sus mentiras
se convierte en esos planetas
negroides
que aparecen en las entrañas
del fruto
como camuflajes
de ese sexo femenino
goteante
de placeres abismales.
Los jitomates se angustian
de sabor
por saberse metáfora
hemofílica
y gustan de hacer parentela
con las manzanas, las ciruelas
y los tomates,
estos últimos la rama envidiosa
del árbol genealógico.
Mientras, en un rincón,
el taciturno papaloquelite
mueve su penacho
y lanza por el viento
ese olor
que le recuerda
insomnes noches prehispánicas
ausentes de luceros
impostores.
La toronja está a sus anchas,
con palidez europea
por tener la acidez
suficiente
para tratar con sus congéneres
jugosos;
a un lado,
un limón mira hacia arriba
con ojos verde impresión
por la toronjil estatura
que le enamora.

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