lunes, 26 de noviembre de 2012

ATADA A LA CAMA; Verónica Murguía


Verónica Murguía
Atada a la cama
Meses antes de que Las cincuenta sombras de Grey fuera nominada para ser Libro del año en Inglaterra, noticia que me tiene muy asombrada, me di cuenta de que esta trilogía era un fenómeno. Un fenómeno absurdo y casi universal.
Estaba en la librería de un aeropuerto en Estados Unidos mirando los libros, cuando la dependienta se me acercó con aire cómplice y me mostró la flamante “trilogía gris”. Los tres títulos ocupaban un solo estante: centenares de ejemplares. Creí que eran policíacos, sobre todo porque en el tercero aparece la foto de unas esposas. La empleada, seria, madura, con lentes y sin maquillaje, se detuvo a mi lado:
–Este libro te puede cambiar la vida –susurró.
Como ese tipo de frase siempre acompaña a los libros de autoayuda y ese es un género que no suelo frecuentar, pregunté:
–¿Es como de Deepak Chopra?
–No, no –respondió ella sacudiendo las manos y sonrojándose un poco–. Es erótico. Es increíble.
Y aunque parezca mentira (es rigurosamente cierto), otra mujer se detuvo ante el estante y tomó uno de los libros. “A poco”, me pregunté.
–¿Sí está bueno?
Las dos exclamaron que sí.
–Y es un trilogía –anunció la dependienta con acento triunfal–. Ya casi la termino. Pero los dos primeros… guau.
–Es súper popular. Fascinante –aseguró la otra.
Abrí el tomo primero. Cuando tropecé con la descripción del protagonista, Christian Grey, me impresionó la escritura balbuceante e insípida con la que la autora describe al guapo, rico, joven y bien vestido galán. No pude imaginar a una persona. Recordé mil portadas de novela rosa, fotos de modelos, al vampiro Edward, descrito con la misma irritante vaguedad en Crepúsculo. Grey es bello, tiene ojos verdes, pelo cobrizo, manos de dedos largos y mirada ardiente.
“Zas. El nuevo traje invisible del Emperador –pensé–. Como con El código Da Vinci, pero peor.” Peor porque en el libro de Dan Brown siquiera aparecían templarios y rosacruces; pinturas de Leonardo y cilicios, el Louvre, yo qué sé. Todo adobado con tarugadas, pero no era tan bobo. Me imagino que puse cara de desconcierto.
La dependienta, en un gesto solidario, sacó su propio ejemplar del primer volumen del cajón y me lo ofreció:
–Allá hay un sillón. Si quieres lee un poco.
Y me senté a hojearlo: Christian es piloto de su propio helicóptero, además tiene un avión, bebe champaña Bollinger. Para Anastasia no hay afrodisíaco como el dinero. La novela es un predecible catálogo de objetos de lujo. Posee un yate y todas las mujeres que trabajan para él son guapas. Anastasia,  en cambio, es una burra y se va de bruces, literal y metafóricamente, en su primer encuentro. La novela, aunque está escrita en primera persona, constantemente nos regala detalles del físico de Anastasia, gracias a que ella dice cosas como “me iluminé de alegría y brillé con incandescencia”, como si a lo largo de centenares de páginas se estuviera viendo en el espejo.
Es un bodrio. Dizque es una novela sadomasoquista, transgresora y liberadora. No es cierto. Es convencional. La diosa interna de Anastasia, que aparece cada tres páginas, es una pesada, los protagonistas se casan –para que vean qué extraños–, las escenas sexuales las puede escribir cualquiera con un mínimo de experiencia, incluso teórica, y de nuevo, lo más emocionante es el dinero. Hay fuetes, esposas, pinzas, etcétera, toda la parafernalia sm, pero la narradora se las arregla para que esto resulte soso. Porque la relación entre ellos es insípida, porque al fin, Grey, ya no digamos ella, es un ñoño.
Además, resulta que el parecido con los vampiros no es casualidad. La autora, fanática de Crepúsculo, había escrito la trilogía con Edward y Bella como los protagonistas y la había subido a internet para ser leída por fanáticos de la serie como uno más de los productos fan fiction de los seguidores. Pero E. L. James, cansada por la falta de consumación del amor físico entre el vampiro y la humana, se dio vuelo, desmañadamente, con las escenas sexuales. Y se convirtió en un éxito, sobre todo entre las mujeres de más de treinta.
El resto es historia: los editores le aconsejaron que cambiara los nombres y añadiera detalles salaces al asunto. El resultado, prosa zombi y genérica, ha vendido más ejemplares que Crepúsculo, su comercial y bobalicón origen.
No entiendo nada. Ya me di cuenta:  el gusto de los lectores es un misterio y yo no podría escribir un bestseller ni aunque me fuera la vida en ello.

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