domingo, 9 de septiembre de 2012

ALTURA INADECUADA, Ana Clavel


ANA CLAVEL
| DOMINGO, 9 DE SEPTIEMBRE DE 2012 | 00:10
Hace unos meses publiqué esta minificción: ALTURA INADECUADA
Se arrojó desde el mirador de la Torre Latina porque sintió que no podía más. Al despertar, una enfermera le ajustaba el suero. Alcanzó a gemir “¡Oh, no…!”, pero la enfermera la tranquilizó de inmediato.
—Tuvimos que intervenirla —le dijo— porque desde la altura de donde se lanzó usted es inevitable romperse el alma.
 Una amiga me objetó: "Eso no es cierto. Cuando se arrojó, ya llevaba el alma rota". Yo jugaba con la expresión "romperse el alma" en términos irónicos, pero mi amiga tenía razón en un estricto orden metafórico-temporal.
¿Cuándo empieza a resquebrajarse un alma, una psique, un corazón? Melancolía habrían dicho los antiguos; depresión dicen los psiquiatras de hoy en día. Robert Burton se refiere a ella en su célebre Anatomía de la melancolía de 1621 como una característica inherente al hecho de ser criaturas mortales.
A menudo la melancolía es vista con un halo de belleza lánguida, subyugante conforme su influjo crece, algunas veces hasta la destrucción. No fue gratuito que, en un film reciente de Lars von Trier, se nombrara como Melancholia al planeta errante que hace colisión con la Tierra. Von Trier ha revelado que la idea de la cinta surgió en una terapia a la que tuvo que someterse para tratar su propia depresión. El resultado es un canto visual a la melancolía, como lo muestra la escena donde una bellísima Justine (Kirsten Dunst), recostada a la orilla de un río totalmente desnuda, se deja penetrar por el fulgor estelar en una escena mórbida y sugestiva.
"Eres lo que has amado", dice D. Leader en un libro que valora el tiempo de los duelos para ser asimilados por un corazón herido: Moda negra. Duelo, melancolía y depresión. Hay quien puede digerir la muerte simbólica de los otros en uno y la propia muerte que palpita en toda pérdida. Pero hay también quien decide dar el salto al abismo.
En El mito de Sísifo, Albert Camus admite que sólo hay un problema filosófico realmente serio: el suicidio. Decidir si la vida merece o no la pena de ser vivida es responder a la pregunta fundamental de la filosofía. Una cuestión que todo melancólico agudo se plantea antes de recular o arrojarse al vacío.
Un salto hacia atrás es lo que pudo hacer William Styron al someterse a tratamiento psiquiátrico y contar después las peripecias del proceso en Esa visible oscuridad. Memoria de la locura; o la escritora mexicana Anamari Gomís, quien relata en Los demonios de la depresión su experiencia con una voz íntima y literaria. En cambio, Francesca Woodman (1958-1981), fotógrafa norteamericana creadora de una obra onírica y excepcional, decidió dar el paso. A la belleza de su obra, se suma el enigma de su muerte temprana a los 22 años. Recientemente el museo Guggenheim de Nueva York organizó una gran retrospectiva de su fotografía.
Hija de una pareja de artistas, a pocos sorprendió que a los 13 Francesca comenzara a hacerse autorretratos de desnudo. En varias de sus imágenes posteriores siguió jugando a ser una Alicia ensimismada en su belleza triste, sin más prendas que unos zapatos de colegiala y unas calcetas perfectamente blancas en unas pantorrillas que habían dejado de ser infantiles pero conservaban su nostalgia. En vida, sólo tuvo un par de exhibiciones individuales. Y pocos días después de publicar su primer libro, Some Disordered Interior Geometries, título por demás revelador, se arrojó de la ventana de su departamento en Nueva York.
Entonces comenzó a diseminarse el mito. Se habló de una crisis depresiva en la que influyeron tanto fracasos profesionales como amorosos. No hay nada definitivo respecto al secreto de su muerte, salvo que cuando Francesca Woodman se lanzó por la ventana de su departamento, ya llevaba el corazón 

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